Cuentos breves y extraños como la vida misma. María Cucurella Miquel
de golpes en el hombro y le abre la persiana de la habitación mientras se dispone a darse una ducha. Es todavía temprano, pero quiere tener tiempo de sobra para realizar su pequeño ritual. Al regresar de la ducha, Luis todavía duerme y Silvia se empieza a impacientar. Enciende la radio y abre la ventana de par en par. Sale de la habitación gritándole medio en broma que, si en cinco minutos no está levantado, se divorcia, y se va a la cocina a preparar un segundo café.
Pero Silvia todavía no sabe que Luis ha cerrado los ojos para siempre, y que ni esta noche, ni la siguiente, ni tampoco la otra, estará esperándola en casa a la hora de cenar.
Después de la función
Se corrió el telón a las doce en punto de la noche.
Los espectadores se dispusieron a caminar hacia la salida, aglomerados unos detrás de otros, impacientes por volver a sentir el contacto con el mundo exterior. La función había sido angustiante. Nunca se habían visto muestras de tal violencia en el escenario. Más de un espectador se había levantado antes de que terminase y había abandonado la sala escandalizado.
Yo permanecí quieta en la butaca, hasta que la sala estuvo completamente vacía. Se seguían escuchando las voces entre bastidores: risas, alguien que tarareaba una canción mientras recogía las cosas… El técnico de sonido, un chico joven y ágil, empezó a ordenar los cables esparcidos sobre la escena; y de pronto, me miró.
—¿Te ha gustado tanto la función que no puedes moverte?
Me costó darme cuenta de que se estaba dirigiendo a mí.
—No, no es eso. —Me levanté despacio.
Por detrás de las cortinas de terciopelo verde me pareció intuir algo así como una nube de humo, y un hombre con gabardina y sombrero apareció lentamente y se movió con elegancia sobre el escenario, como si se situase a varios centímetros del suelo. El técnico de sonido seguía su trabajo, agitado y sudoroso, y parecía casi exaltado en contraste con los movimientos parsimoniosos del director.
Porque era el director.
—Yo soy José Luis Blanco —dijo de pronto tendiéndole la mano a la hermosa mujer que en aquel momento subía los cuatro peldaños de madera que comunicaban la platea con la tarima.
—Si le ha gustado, el papel principal es suyo. Nuestra actriz ha tenido que pedir la baja por maternidad y esta ha sido su última actuación, pero no podemos suspender la función durante todo este tiempo. Usted, si quiere, puede sustituirla, por eso la he invitado.
Nadie parecía haber reparado en mi presencia.
La mujer tenía una voz áspera y grave, como de mujer barbuda en un circo de los años treinta.
—Gracias. No me disgusta. Pero hay solamente un inconveniente: yo nunca me desnudo en público.
El director la miró de arriba abajo, examinándola. Luego habló midiendo bien las palabras, en un tono suave y lleno de autoridad.
—Pero esa es la escena principal, no podemos saltarla.
—En ese caso, tendrá que buscarse a otra persona. Lo siento mucho.
El hombre permaneció unos segundos callado. El tono firme de la mujer lo había dejado desarmado y enmudecido.
De pronto ambos volvieron su rostro hacia mí.
—Y usted, ¿quién es?
Dijo disimulando, sin lograrlo, una especie de suspicacia y enfado.
—Nadie —dije yo—. Yo no soy nadie.
—Mejor —dijo lentamente la mujer, que ahora descendía los cuatro peldaños con la misma dignidad con que los había ascendido—. Si fueras alguien, tendrías menos posibilidades. Nadie puede ser todo.
—Ya —le dije yo encogiéndome de hombros mientras me alejaba lentamente de la butaca y me acercaba a saludarla—, pero es que yo no quiero ser nada.
El director se quitó sus inmensas gafas de pasta y me escrutó con ojos chispeantes, que parecían un punto de luz en la oscuridad.
—¿Tú estás dispuesta a desnudarte? —me dijo entonces como un médico que ha de medir la presión de un paciente muy grave.
Volví a encogerme de hombros.
—El problema es que mi cuerpo no encaja con la función —respondí finalmente.
—En ese caso —dijo dirigiéndose de nuevo a la mujer— tendremos que contratar a otra persona, alguien que pueda sustituirte en esa escena.
Se quedaron ambos muy pensativos y, en el momento en que me daba media vuelta para abandonar el lugar, el director volvió a dirigirse hacia mí.
Sus palabras sonaron amenazantes.
—Tienes la oportunidad de ser alguien. No la pierdas.
Pero el caso es que la perdí.
Cuando abandoné el teatro por la puerta trasera, una fina lluvia cubría las calles de espejos, y las luces de las farolas se reflejaban en los charcos.
Me coloqué bien el cuello del abrigo y emprendí, sola, el camino de regreso.
El corte
Los peces se retorcían en busca de un último aliento de vida sobre el muelle.
Julián, el pescador, era un hombre sencillo, pero cruel. Sentía una indiferencia absoluta ante el ojo que lo miraba desde el muelle, y daba golpes con la cola todavía viva sobre la superficie áspera y dura de la piedra. Las branquias se secaban lentamente y Julián ya solo pensaba en su manjar. El pez todavía perseguía el contacto fluido con el agua, y buscaba en vano poder licuarse con la vida.
Metió todos los peces en un cubo y los vendió enseguida en el mercado. Se guardó solamente aquel para sí. Sobre la madera de la cocina, con un cuchillo afilado, le cortó la cabeza y vio cómo daba un coletazo por última vez. Los ojos perdieron su color dorado y pasaron a ser de un blanco insípido, semejante al color de las ostras que tanto le gustaban a su mujer. Luego le partió el estómago en dos. Lo abrió y descubrió el resplandor azulado de sus escamas en sus dedos. Sus manos olían a mar y a pescado.
En realidad, no es que Julián fuera cruel. Sentía solamente una complaciente indiferencia hacia la vida de su pez, porque se había convertido en algo habitual. No pensaba, en el momento de clavar el gusano en el anzuelo, que iba a sacrificar la vida de un animal. Nunca había pensado en ello. Y era normal. Los peces que pescaba le permitían comprarle vestidos a su esposa, comprar aceite, pan y vino, y preparar platos exquisitos para sus invitados. Era su oficio, como es oficio de otro ajustar las suelas de los zapatos o proteger las cubiertas de los barcos con un barniz.
Pero aquel día fue distinto. En el momento de llegar a casa y colocar el pescado sobre la madera para decapitarlo, Julián se encontró con su ojo dorado y negro y sintió algo que nunca antes había sentido: remordimiento.
Imaginó aquel pobre pez en el agua. Imaginó su vida llena de color, la luz que cubría sus escamas, las ondulaciones de su cuerpo plateado entre las algas, y, por primera vez en su vida, pensó, si es que ello puede pensarse, en algo así como el amor. Pensó que el amor quizá fuera semejante a las ondulaciones de un pescado en el agua. En su fluida libertad. En su reposo sobre la arena blanca y su vida misteriosa y oculta en el fondo.
Una lágrima descendió desde sus ojos azules y se posó en las manos callosas y llenas de cortes y cicatrices que las redes habían impreso, con el tiempo, sobre su piel.
Julián ya no vende pescado en el mercado. Ahora pinta las paredes de las casas de sus amigos. Las pinta de colores muy vivos y a veces, incluso, representa en ellas el fondo del mar. A muchos no les gustan y le piden que repita el trabajo. Pero eso no le importa a Julián, porque ha descubierto que pintar peces es mucho más bonito y más difícil que pescarlos y también vende sus pinturas los sábados en el mercado. No gana mucho, pero prefiere este