El destructor del Amazonas. Alberto Vazquez-Figueroa
se apresuró a degollarlo para evitar que sufriera.
El suyo no era tan solo el gesto de compasión que le enseñara su padre y que debía aplicarse a todo ser vivo que agonizaba; también servía para evitar que por culpa del intenso dolor sus músculos se contrajeran con lo que su carne se volvería dura y correosa.
Si se cazaban bien y se asaban a la justa altura sobre las brasas, los araguatos aulladores constituían un manjar tan solo comparable a la pata trasera de un cerdo salvaje bien cebado.
Cubrió con una gruesa capa de tierra la mancha de sangre con el fin de que su olor no se extendiera por el bosque llegando hasta el finísimo olfato de un jaguar que no dudaría a la hora de seguir su rastro y atracarlo por la espalda con el fin de arrebatarle tan apetitosa presa.
Y tal vez convertirlo en otra presa igualmente apetitosa.
El camino que le esperaba era largo; casi medio día de marcha a través del bosque, porque una primera regla que afectaba a los guerreros jóvenes establecía que debían buscar sus presas lo más lejos posible.
Si cazaban cerca del poblado los animales no tardaban en llegar a la conclusión de que la vecindad de los seres humanos resultaba poco recomendable y al poco tiempo las piezas más apreciadas cambiaban de aires.
Y esas piezas resultaban imprescindibles cuando caían auténticos diluvios y el suelo se encharcaba, o cuando los jóvenes se encontraban lejos y eran ancianos, mujeres y niños los encargados de conseguir el sustento diario.
Lo que estaba más a mano en «la despensa» debía conservarse en ella el mayor tiempo posible, aunque esta despensa fuera una jungla casi impenetrable.
Kapoar no tardó en echarse a la espalda al pesado pelirrojo y emprender a buen paso el regreso a casa con el fin de que los suyos pudieran celebrar un festín a la luz de la hoguera y su madre disfrutara del honor de ser la encargada de despellejar y aderezar a tan bien alimentado araguato.
Caía la tarde cuando escuchó voces y de inmediato comprendió que no eran voces «ahucas» sino voces de los temidos y aborrecidos hombres blancos.
Depositó en el suelo su carga y se deslizó por entre la maleza con el mismo sigilo con que solía hacerlo cuando seguía el rastro de una manada de jabalíes.
Sabía muy bien que quienes se encontraban cerca
–fueran «fogueiros», «garimpeiros», ganaderos o madereros– eran mucho más peligrosos, crueles y traicioneros que el peor de los jaguares.
A los pocos metros le asaltó su hediondo olor a ropa sucia y pies sudados.
También le llegó el inconfundible olor a «cachaza», y por las risotadas dedujo que habían bebido en exceso.
Por fin apartó con sumo cuidado unas ramas y pudo verlos.
Se habían instalado en la casa comunal que, como la mayoría de las casas comunales, no tenía paredes y tan solo estaba conformada por un techo de hojas de palma asentado sobre altos postes de madera de ceiba. Y un caboclo barbudo que parecía ser el más borracho se había acostado en la hamaca de su abuelo, lo que constituía una ofensa y una absoluta falta de respeto.
No distinguió a ningún miembro de su tribu, pero sí las huellas que habían dejado al alejarse, lo que tuvo la virtud de tranquilizarle puesto que no resultaba cosa extraña que unos salvajes que se consideraban a sí mismos civilizados tuvieran la odiosa costumbre de raptar mujeres a las que acababan convirtiendo en esclavas.
Al parecer, estos tan solo eran incendiarios.
***
–¿Y por qué hay menos incendios en esta zona?
–Porque abundan los caobos.
–¿Y eso qué demonios tiene que ver?
–Mucho, puesto que las llamadas «maderas nobles», especialmente la caoba, son de crecimiento lento pero de gran calidad y se pagan muy bien –el capitán Andrade trazó un semicírculo con la mano señalando cuanto se encontraba frente a él–. Debido a ello los «fogueiros» esperan a que se corten los caobos antes de prenderles fuego al resto.
–¿Y usted qué opina?
El brasileño la miró como si aquella fuera la pregunta más estúpida que le hubieran hecho nunca, dejó a un lado la cuchara, y se aclaró la garganta con un trago de cerveza antes de responder casi con acritud:
–¿Y qué quiere que opine, señorita? Soy marino de río y sé muy bien que cuando no haya selva no habrá ríos. El mar siempre estará ahí, más limpio o más sucio, pero los ríos y los lagos van desapareciendo, por lo que a este ritmo de destrucción dentro de veinte años nuestros barcos se quedarán varados en el fango.
–¿Como en Mar de Aral?
–¡Exactamente! Era uno de los mayores lagos del mundo y en menos de medio siglo lo han convertido en un secarral.
–¿Y realmente cree que puede ocurrirle al Amazonas?
–Al Amazonas, no, pero algunos afluentes por los que antaño navegábamos sin problemas se han quedado sin caudal ni para una canoa.
–Doloroso.
–Mucho. Es como asistir a la agonía de un gigante al que no le empieza a circular la sangre por los dedos y luego por las manos hasta que al fin comprende que pronto se le agarrotarán las piernas y los brazos.
Se encontraban cenando en la cubierta superior y bajo un cielo muy rojo, pero en esta ocasión no lo estaba por culpa de los incendios, sino porque la última luz de un sol que comenzaba a ocultarse parecía querer lanzar una advertencia sobre cuál sería el destino de los seres humanos si no cambiaban de actitud.
Miles de aves les sobrevolaban, unas hacia el norte, otras hacia el sur, el este o el oeste, la mayoría agitando con prisas las alas, otras dejándose llevar por las corrientes, pero todas regresando a sus nidos, ansiosas por descansar y dejar que los cielos nocturnos pasaran a convertirse en el campo de batalla de insectos y murciélagos.
Los segundos vencerían siempre, provocando masacres entre las filas enemigas, pero estas eran tan nutridas que apenas alcanzarían a notarse los efectos de tan feroz carnicería.
Noche tras noche, año tras año, milenio tras milenio, los cielos amazónicos hervían de una vida que engendraba nuevas vidas, y tan solo existía un enemigo que pusiera en peligro un ciclo esencial para la subsistencia de millones de criaturas: el fuego.
–¿Es de los que creen que habría que ejecutar a los incendiarios?
El capitán Claudio Andrade observó de reojo a la hermosa e intrigante mujer que le había hecho tan comprometedora pregunta y se limitó a responder:
–¿Le gusta la sopa?
–Deliciosa.
–Es de «comegente».
–¿Y que es un «comegente»?
–Una piraña.
–¿Cómo ha dicho? –quiso saber un horrorizado Bernardo Aicardi.
–Que es sopa de pirañas, a las que aquí llamamos «comegentes». Tienen demasiadas espinas pero como ve proporcionan una sopa excelente.
–Sobre todo a la hora de cambiar de conversación –le hizo notar ella–. Aún no ha respondido a mi pregunta.
–Escúcheme con atención, señorita –fue la áspera respuesta–. Esta es una tierra violenta que ahora se encuentra más convulsa que nunca y en la que si dices lo que piensas te arriesgas a que te vuelen los pensamientos. Ustedes me pagan muy bien, ¡demasiado bien a mi modo de ver!, o sea que les ruego que se limiten a preguntarme sobre ríos, selvas y bichos, y no me metan en problemas.
–De acuerdo… –aceptó ella en un tono que parecía indicar que aquello no quedaría así y que pronto o tarde volvería sobre el tema–. Respóndame entonces a otra pregunta que imagino que no le causará ningún problema: