Las industrias, siglos XVI al XX. Manuel Plana
empezando por la revolución industrial inglesa, ha creado dificultades para identificar los momentos iniciales. Al mismo tiempo, la historiografía nos indica que la industrialización se presenta como un proceso en el que convergen varios factores: innovaciones técnicas, crecimiento de la población, transformaciones en la tenencia de la tierra y en la producción agraria, modificaciones en el sistema de transportes, comercio internacional de bienes manufacturados, además de los aspectos relativos a la formación de capital y del mercado de trabajo, así como la creación de un marco jurídico adecuado por parte de las instituciones públicas.
Stephen H. Haber, quien ha dedicado varios trabajos al tema de la industrialización mexicana, en un artículo de carácter historiográfico aparecido en 1993 en la revista Historia Mexicana afirmaba que hasta, alrededor de, 1980 los análisis llevados a cabo por los economistas, que se habían interesado por los problemas del desarrollo posbélico a la luz de la substitución de importaciones, transmitían la idea de una industrialización que había sentado sólidas bases sólo a partir de la segunda guerra mundial. Esta percepción encubría, en primer lugar, el hecho que los estudios históricos sobre los orígenes de la industria abarcaban fundamentalmente el siglo XIX hasta la Revolución de 1910, que aparecía como una brusca interrupción del crecimiento económico y, en segundo lugar, la falta de trabajos históricos sistemáticos para el periodo posrevolucionario entre las dos guerras mundiales, acentuando de este modo la impresión de una fractura. Esta visión, con cortes tan abruptos, ha perdido vigencia, restituyendo el peso que le correspondía a la historiografía que había colocado el impulso hacia la industrialización en la época porfiriana, a pesar de la incertidumbre creada por los obstáculos presentes a lo largo del siglo XIX y de la exigencia de dar cuenta del surgimiento de las primeras empresas fabriles. Los trabajos de Luis Chávez Orozco sobre el comercio exterior de México tras la Independencia y de los investigadores que, bajo la coordinación de Daniel Cosío Villegas, elaboraron la Historia moderna de México representaron un decisivo estímulo para el estudio de la industrialización mexicana del siglo XIX. Luego siguieron varios trabajos sobre la industria textil en Puebla y se han multiplicado monografías sobre las fábricas textiles en otras regiones, sobre la mecanización de los ingenios y sobre los orígenes de las grandes empresas de principios del siglo XX. En definitiva, puesto que los estudios históricos sobre la industrialización mexicana se han concentrado en el siglo XIX, y en particular sobre la industria textil, el debate historiográfico se ha referido a las transformaciones de aquel siglo.
En efecto, John H. Coatsworth, en varios ensayos, ha llamado la atención de los investigadores sobre la decadencia de la economía mexicana, y en particular de la minería, entre la época de las reformas borbónicas y 1860, lo que habría acentuado la brecha existente respecto a los países que se estaban industrializando a principios del siglo XIX e indicaba, en aquella fase, el elemento explicativo, de fondo, del atraso acumulado por México en el tiempo, señalando los obstáculos representados por una ineficiente organización económica. Las observaciones de Coatsworth resultan importantes desde el punto de vista metodológico, para comprender el contexto económico en que se insertaron las actividades de las primeras fábricas textiles que a partir de 1835 surgieron en varias regiones del país. Los estudios sobre la industria textil hasta 1860 indican, de hecho, el débil nivel alcanzado cuando señalan, como características principales, el recurso a la energía hidráulica y la importante presencia de tejedores manuales junto a los repartos mecanizados, así como los problemas encontrados en las transacciones comerciales por lo que se refiere a la limitada esfera de acción y a los elevados costos de transporte.
Stephen H. Haber, por su parte, ha señalado que los obstáculos para el crecimiento de la industria entre 1830 y 1880 fueron de naturaleza externa a las empresas a causa del predominio de una agricultura precapitalista, de la debilidad del mercado interno, de las dificultades del sistema de transportes y de los condicionamientos de la vida política, mientras entre 1880 y 1940 los obstáculos habrían sido más bien internos a las empresas. Las transformaciones que tuvieron lugar a partir de la Reforma, con su secuela de crisis políticas, y con la restauración de la República en 1867 contribuyeron a modificar aquel panorama, llegando a una progresiva institucionalización de los derechos y garantías del régimen de propiedad y de los intereses económicos modificando viejas trabas: un conjunto de garantías en el terreno jurídico que, según las concepciones propias del liberalismo, favorecerá la esfera de acción del mercado.
La efectiva expansión industrial manufacturera tuvo lugar después de 1870 alentada por los cambios que se verificaron en la política económica interna y a través de una serie de transformaciones concomitantes como la inserción de México en los flujos del mercado internacional, la construcción de los ferrocarriles, la movilización de capitales y la aparición del crédito bancario. Sin embargo, este crecimiento hay que colocarlo, también, en el contexto general de la evolución de la economía mundial de la época ante el enorme incremento de la capacidad productiva por parte de los países industrializados a raíz de la revolución tecnológica en el campo de la electricidad y de la química, factores que dieron lugar a una gran variedad de productos de consumo. En el último cuarto del siglo XIX había crecido el número de países industriales determinando un notable ensanchamiento del mercado internacional de productos primarios y de materias primas. Se multiplicaron, en definitiva, los polos de desarrollo industrial con las relativas formas de proteccionismo a nivel nacional y tuvo lugar una concentración en sectores productivos claves. Fue en este panorama de finales del siglo XIX que se amplió y se modificó efectivamente la estructura industrial de México a partir de la misma industria textil y de transformación de productos primarios, aunque no se consiguiera crear márgenes para la exportación de los productos manufacturados. La inversión de capitales extranjeros en los ferrocarriles, en la minería de metales industriales, en la energía eléctrica y en la explotación petrolera había modificado la estructura y la geografía industrial de México antes de la Revolución de 1910, con el consiguiente incremento de los núcleos productivos en el centro y en el norte.
El progreso técnico para transformar los recursos metálicos y la posibilidad de disponer de fuentes de energía jugaron un papel fundamental en el proceso general de industrialización del siglo XIX y determinaron en parte las diferencias entre los países industriales. La amplia distribución geográfica de las minas de metales preciosos en México permitió, tras la crisis de este sector durante la Independencia, mantener una especialización productiva en varias regiones, misma que se mantuvo después de 1820 cuando las compañías británicas invirtieron en esta actividad extractiva, pero la relevancia económica de la plata había sido desplazada para finales del siglo XIX por la extracción de metales industriales en nuevas zonas mineras del país. La minería en México ha podido contar con una gama de minerales y metales que constituyen materias primas para la industria, pero mientras la mayor parte de los minerales se encuentran geográficamente localizados en algunas áreas de pocas naciones, en cambio el hierro y el carbón de piedra —determinantes para el desarrollo industrial— se hallan mayormente distribuidos en los países europeos y los Estados Unidos. A finales del siglo XIX existían en México algunas pequeñas fundiciones de hierro con una tecnología antigua y con una producción limitada a pocas cantidades de piezas en molde y de fierro dúctil. La explotación del carbón mineral mexicano fue tardía y tuvo escaso peso como fuente de energía, lo que ha representado un factor de freno del crecimiento industrial.
El desarrollo de la minería mexicana de metales industriales no ferrosos a finales del siglo XIX por parte de las compañías extranjeras, en particular estadunidenses, había determinado la introducción de talleres para tratar los minerales destinados a la exportación. La adopción, en 1890, por parte del gobierno estadunidense del arancel McKinley en defensa de la propia industria metalúrgica y de las propias reservas de metales —sobre todo plomo y cobre—, indujo a algunas sociedades estadunidenses a crear grandes plantas en México que, como las de los Guggenheim en Aguascalientes y en Monterrey, contribuyeron a consolidar la vocación industrial de estos centros. Sin embargo, las inversiones extranjeras en la minería y en la construcción de la red ferrocarrilera no alentaron de inmediato la creación de una industria siderúrgica en México y cuando ésta surgió a principios del siglo XX sentó las bases técnicas y de infraestructura para su posterior crecimiento, pero hasta los años de la segunda guerra mundial encontró dificultades para convertirse