La avería. Friedrich Durrenmatt
–Un tribunal severo –constató Traps en tono divertido.
–¡Por supuesto! –exclamaron satisfechos los ancianos.
–¿Qué papel puedo representar para la función?
De nuevo las sonrisas, ya casi risas.
–Ya tenemos los papeles de juez, de fiscal y de abogado defensor. Son cargos que presuponen un conocimiento de la materia y de las reglas del juego –comentó el anfitrión–. Sólo está vacante el puesto de acusado, pero señor Traps, de ninguna de las maneras debe sentirse usted obligado a participar. Esto quiero dejarlo bien claro de entrada.
El plan de la velada regocijó al viajante. La noche estaba salvada. No iba a ser una exhibición de aburridos sabelotodos, aquello prometía ser divertido. Él era una persona sencilla, sin excesivas dotes intelectuales, sin mayor gusto por la reflexión, él era un hombre de negocios, ingenioso cuando tocaba serlo, una persona que iba a por todas en su sector y a quien, además, le gustaba comer y beber bien, y sentía una cierta inclinación por las diversiones vigorosas.
–Representaré mi papel –dijo–. Es un honor para mí elegir el papel vacante de acusado.
–¡Bravo! –exclamó el fiscal con voz ronca, y se puso a aplaudir con entusiasmo–. ¡Bravo! Así hablan los hombres. A eso lo llamo yo «coraje».
El viajante textil preguntó con curiosidad por el delito que se le imputaba.
–Ése es un detalle sin importancia –respondió el fiscal limpiándose el monóculo–. Siempre se acaba encontrando un delito.
Todos se echaron a reír.
El señor Kummer se levantó.
–Venga usted conmigo, señor Traps –dijo en un tono casi paternal–. Vamos a tomar un Oporto que hay en esta casa; es añejo, tiene que probarlo sin falta.
Condujo a Traps al comedor. La gran mesa redonda estaba dispuesta de la manera más solemne y festiva. Sillas antiguas con respaldos altos, cuadros oscuros en las paredes, un mobiliario pasado de moda, todo muy serio. Desde la terraza acristalada llegaba la conversación de los ancianos, a través de las ventanas abiertas resplandecía el atardecer, se oía el gorjeo de los pájaros, y en una mesita había algunas botellas, algunas más en la repisa de la chimenea, los Burdeos estaban apilados en canastillas. Con precaución y algo tembloroso, el abogado defensor sirvió dos copitas de una vieja botella de Oporto, las llenó hasta el borde, brindó con el viajante textil por la salud de éste, con mucha delicadeza, haciendo que las copitas con el valioso líquido se rozaran levemente.
Traps lo saboreó.
–Exquisito –dijo.
–Soy su abogado defensor, señor Traps –dijo el señor Kummer–. Así que brindemos: ¡Por una buena amistad!
–¡Por una buena amistad!
El abogado se acercó más a Traps con su cara roja, su nariz de borrachín y sus gafas. Se aproximó tanto, que lo rozó con su colosal barriga, una masa desagradable y blanda. Le dijo que lo mejor era que el señor le confesara de inmediato su delito, pues sólo así podía garantizarle salir indemne de aquel juicio. La situación no era peligrosa, cierto, pero tampoco era cuestión de menospreciarla; había que temer al fiscal alto y flaco, aún en plena posesión de todas sus facultades mentales; y por si fuera poco, el anfitrión tendía por desgracia a la severidad y tal vez incluso a la pedantería, algo que se había ido incrementando con los años, ahora ya tenía ochenta y siete cumplidos. De todas formas, él, el abogado defensor, había logrado sacar adelante la mayoría de los casos, o al menos había conseguido que no se aplicaran las penas más graves. Sólo en una ocasión, en un robo con homicidio, no hubo forma de salvar nada. Pero que tal como veía él al señor Traps, no creía que en su caso se tratara de un robo con homicidio, ¿o tal vez sí?
El viajante comentó entre risas que no había cometido ningún delito. Y acto seguido dijo:
–¡Salud!
–Permítame –respondió el abogado defensor–. No tiene por qué avergonzarse. Conozco la vida, ya no me sorprendo por nada. Puede creerme usted, señor Traps, no puede imaginarse la cantidad de destinos que me han pasado por delante, la de abismos que se me han presentado.
–Lo siento –le sonrió satisfecho el viajante–, en realidad soy un acusado sin delito, y por lo demás es asunto del fiscal encontrar uno, él mismo lo ha dicho, así que voy a tomarle la palabra. Una representación teatral es una representación teatral. Siento curiosidad por ver qué va a salir de todo esto. ¿Habrá un interrogatorio como es debido?
–¡Ya lo creo!
–Eso me hace muchísima ilusión.
El abogado defensor puso cara de preocupación.
–¿Se cree usted inocente, señor Traps?
El viajante textil se echó a reír:
–Absolutamente –la conversación le estaba resultando divertida en extremo.
El abogado defensor se puso a limpiarse las gafas.
–Tenga bien presente lo que voy a decirle, joven amigo. ¡Inocente o no, lo importante aquí es la estrategia! Es arriesgado, por decirlo de una manera suave, aspirar a la inocencia ante nuestro tribunal. Hay que hacer todo lo contrario. Lo más inteligente es autoinculparse enseguida de un delito. Y en el caso de los hombres de negocios viene muy a cuento la estafa, sólo por dar un ejemplo. Así, durante el interrogatorio puede resultar que el acusado haya exagerado, que en realidad lo suyo no sea ninguna estafa, sino un inofensivo encubrimiento de los hechos por razones publicitarias, tal como suele ser habitual en el comercio. La senda de la culpabilidad a la inocencia es ciertamente complicada pero no imposible. En cambio, no tiene ninguna posibilidad de éxito perseverar en la inocencia de uno porque los resultados suelen ser devastadores. Perderá usted allí donde sin duda podría ganar y además se verá obligado a no poder elegir el delito, sino que se lo impondrán.
El viajante textil se encogió de hombros con expresión divertida.
–Lamento no poder darle ese gusto, pero no soy consciente de haber cometido ninguna fechoría que pudiera estar en conflicto con las leyes –repitió él.
El abogado defensor volvió a ponerse las gafas.
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