Helechos. Catalina Infante
Helechos
© Catalina Infante, 2020
© Neón, junio 2020
Neón Ediciones es un sello editorial del grupo ebooks Patagonia
@neonediciones
www.neonediciones.com San Sebastián 2957, Las Condes Santiago de Chile
ISBN Edición Digital: 978-956-9984-08-2
Edición: María Paz Rodríguez
Fotografía portada: Ignacia Muñoz
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com [email protected]
Gracias por adquirir este libro, ya que apoya al autor y al editor, estimulando la creatividad y permitiendo que más libros sean producidos. La reproducción total o parcial de este libro queda prohibida, salvo que se cuente con la autorización del editor.
HELECHOS
Catalina Infante
ÍNDICE
III.
IV.
V.
VI.
VII.
VIII.
Duerman los helechos altos
callados como un secreto,
sigan latiendo dormidos
así, callando y latiendo.
Gabriela Mistral
I.
Hijo llora en la cocina seguramente de aburrimiento porque Marido está mirando el celular. Desde que la vida cambió no dejamos de mirar el celular, videos angustiantes que nos paralizan y memes que nos hacen reír al mismo tiempo. Imagino que Hijo debe asustarse con el dramatismo de nuestras expresiones. Con Marido miramos absortos la pantalla incluso mientras la tele está prendida o escuchamos las noticias de la radio. Ese bombardeo de información nos angustia, pero más nos angustia no enterarnos de nada, porque todo puede cambiar de un momento a otro y hay que estar alertas. Manifestaciones que cortan carreteras y cierran las ciudades. Desabastecimiento. Avisos de bomba. Políticos que renuncian en masa, y que se van presos por cuestionar al gobierno. Las revueltas estallan y allá afuera se pone violento, y tenemos que cerrar el edificio con una reja extra para no exponernos. Hasta que lleguen nuevos ministros que controlen a los “agitadores” —como les dicen— y la cosa se calme. Y así siempre. Ahora en invierno la violencia política entra en pausa por la pandemia. Hace cuatro años que es igual, nos pasamos cinco meses al año encerrados en casa a esperar que el virus amaine. Es la única forma, nos dicen, y nosotros hacemos caso sin cuestionar.
El primer año que nos atacó el virus el país quedó en el suelo, casi un millón de muertos. Nada volvió a ser como antes. Nos reacomodamos, sí. Seguimos la vida nueva que ahora ya no es nueva, sino la que tenemos. Esa que vivimos más de treinta años, Marido y yo, ya no existe, se extinguió. Las tardes tomando cerveza con los amigos, quedándonos dormidos con noticias aburridas, despertarse atrasados para ir a trabajar, planear vacaciones y hablar de cualquier cosa. Hijo no sabe de esa vida, la alcanzó a vivir pocos meses, luego cumplió su primer año en cuarentena. Lo celebramos los tres solos con una vela blanca, de esas que usamos cuando se corta la luz, sobre un queque de limón no muy rico que hice yo, porque ya no existen las tortas en los supermercados. Digamos que no se consideran una primera necesidad. Yo intenté no llorar mientras cantábamos frente a la vela, pero igual se nota la pena contenida en la foto.
Hace cuatro años que todos los días son más o menos iguales. Con Marido nos despertamos cuando Hijo despierta, que casi siempre es al alba porque es sensible a la luz. Totalmente agotados ponemos la radio y la televisión para enterarnos de lo que ocurre allá afuera. Hijo se queda jugando con los mismos juguetes de siempre, mientras toma desayuno con nosotros. Los juguetes tampoco se consideran de primera necesidad en los supermercados; de vez en cuando hacemos intercambio con los vecinos que tienen hijos, pero finalmente son siempre los mismos juguetes. Luego teletrabajamos cada uno por turnos de dos horas, que es lo que alcanzamos a concentrarnos de corrido, siendo honestos. Trabajamos para una empresa estatal, por lo que nuestro empleo es más o menos seguro. Mientras Marido atiende llamadas, le enseño cosas a Hijo. Hay tutoriales que los ministerios comparten para enseñarnos a los padres a ser parvularios, hasta que tengan la edad de entrar en la educación a distancia. Pero yo no soy parvularia, soy Madre, así que no sigo tutoriales. Solo le enseño cosas a mi antojo; cosas que intuyo le pueden servir, como mirar al cielo desde la ventana que da a la montaña, a ver si vemos pájaros, para que aprenda sus nombres. Zorzales, loros, tiuques, tordos, palomas, turcas, jilgueros, picaflores. También le enseño a cuidar de las plantas. Las regamos, limpiamos sus hojas, les movemos la tierra, les damos baños de sol cada día. Luego yo teletrabajo y Marido juega con Hijo a juegos que yo no sería capaz de hacer, como saltar en la cama, correr, gritar. No soy una Madre que juegue, y eso está bien, hago lo que puedo. Luego hacemos ejercicio, almorzamos y de vuelta a nuestros turnos de trabajo. Al final del día cenamos viendo las noticias y después a intentar dormir temprano porque al alba estaremos nuevamente agotados, encendiendo la radio para ver si el mundo volvió a cambiar.
Así pasa un día tras otro, y aunque casi no se diferencian, voy notando el paso del tiempo. En las diminutas líneas que salen de mis ojos, que pensaba eran por el cansancio, pero se fueron quedando. En mi cuerpo, más rígido, y mi humor como mi cuerpo, que va perdiendo liviandad. Y en las piernas y brazos de Hijo que van extendiéndose centímetro a centímetro, casi imperceptible, pero también rápido. Su energía se expande, la ropa le queda chica, y los vecinos nos regalan pantalones más grandes que al poco tiempo le quedan cortos otra vez.
II.
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