La ansiedad y nuestros interrogantes. Claudio Rizzo

La ansiedad y nuestros interrogantes - Claudio Rizzo


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pueden mantenerse alejados. Por ejemplo, si se descomponen a la visa de sangre, pueden casi siempre evitar mirar una persona que sangra. Hasta tienen la opción de cerrar los ojos o volver la cabeza para evitar ver sangre.

      Un cuarto tipo de ansiedad es el que invade totalmente la vida de algunas personas. Crece y se multiplica al punto de que llegan a sentir temor de casi todo (pantofóbicos). No salen de la casa ni para hacer compras, ni al médico, ni siquiera para visitar a su mejor amigo. Por eso, en este sentido, en lo que hace a lo específicamente psiquiátrico, existe internación domiciliaria.

      Queda un tipo más de ansiedad que aqueja a esas personas que se sienten plagadas de imágenes recurrentes o “voces internas” que anuncian desgracias; es lo que algunos psicólogos han llamado “monólogo interior negativo”. Lo que atormenta a estas personas es aquello que está provocado por un constante monólogo mental que les advierte lo que podría ocurrir y quizás les indica las precauciones que debieran tomar, para evitar las catástrofes que parecen acechar a cada paso. Por ejemplo: “Y si se me adhiere una persona aburrida en el intervalo del retiro espiritual y no me puedo liberar…”, piensan. “Sería mejor que no vaya al retiro”. Llega a hacérseles natural predecir resultados trágicos. Al dialogar con ellos se ve con claridad que todo es peyorativo… Como se dice con frecuencia: se inventan problemas. Y todo debe ser despojado. Cristo, el Señor, no nos quiere así.

      Nos preguntamos y nos respondemos:

       Descubramos diez palabras y/o conceptos constitutivos de la ansiedad que debemos tratar de desplazar de nuestra existencia cristiana.

      2ª Predicación: “Ansiedad II”

      “Alma mía, recobra la calma

      porque el Señor ha sido bueno contigo”

      Salmo 116, 7

      En estos retiros sobre la ansiedad, propongo que tengamos en cuenta lo que nunca debemos perder de vista y es que la ansiedad se entrelaza con la angustia, con la amargura, los temores y los apegos.

      Intentemos desenmarañar algo sobre las “perturbaciones y la amargura” que trae consigo un estado de ansiedad. Dice la Escritura, en Hebreos 12, 15: “Estén atentos que nadie sea privado de la Gracia de Dios, y para que no brote ninguna raíz venenosa capaz de perturbar y contaminar a la comunidad”.

      Hay conflictos interiores que surgen de raíces bien identificadas, tales como las anteriormente citadas. Sin embargo, otras están soterradas. Una de esas es la raíz de la amargura, la cual causa desesperación y angustia. Una vida sustentada por la amargura no puede prodigar amor ni interés por sí misma. Menos aún, por los demás. La único que produce la amargura es la “opresión”. Esto nos lleva a entender qué es la acedia como vaciamiento de amor.

      Evagrio Póntico (s IV) la denomina “logoi”, lo que podríamos traducir como: mal pensamiento. Y si el pensamiento es malo, la persona está en riesgo. ¿En riesgo de qué? ¡En riesgo de derrumbarse! Así como inteligentemente en la psiquiatría se sostiene que el cincuenta por ciento del tratamiento depende de los medicamentos y el otro cincuenta por ciento del paciente, terapéuticamente, podemos afirmar que Dios hace su parte. No obstante, nosotros debemos hacer lo nuestro.

      Cuando la ansiedad toma la forma de amargura, interesémonos en centrar más nuestra mirada en Jesucristo como Señor de nuestras vidas. Al examinar nuestra conciencia e intentar rescatarnos de los subterfugios que posee la mente, no vacilemos en pensar, de inmediato, si la etiología de la amargura se debe a enojos no curados, a algún “perdón” no otorgado, algún rechazo recibido, una crítica dura no consumada… Tengamos presente que todas estas son herramientas que el indeseable usa para que permanezcamos vacíos de amor…, casi sin Dios.

      El “logion” bíblico “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, (Lc 23, 34), es una de las frases testamentarias del Señor. Para nuestro abordaje, es “exclusiva”. Si Cristo nos perdonó, no tenemos derecho para no perdonarnos como tampoco para dejar de otorgar el perdón, aunque nos lleve un tiempo. Tampoco debemos dejar de lado la ansiedad que se suscita en las personas que quieren agradar a todo… Esto es imposible. Más aún, podemos ser odiados sin motivo (Salmo 50). En la mayoría de los casos, las personas que nos rechazan, sin causa justificada, utilizan lo que la psicología llama “invisibilización”, es decir, tienden y de hecho lo hacen, a remarcar para que se evidencie, que nos ignoran. También puede ocurrir que ante la necedad de personas que se manejan diariamente con la mentira y la falsedad, nosotros optemos por “ignorarlas”.

      Notemos que son dos casos totalmente distintos. El primero puede herirnos si aceptamos gestar “la raíz de la amargura”. Esto nos destruiría a nosotros, no a los agentes activos. Y esto Dios no lo quiere, dado que, si nos sobrecoge esta raíz, estaríamos mal con nosotros y con los demás. Como nos enseña Lc 6, 45: “De la abundancia del corazón habla la boca”… Lo que hay en el corazón, tratará de salir, sea a través de una actitud, una acción o una conversación. Esto es, consciente o inconscientemente, la amargura se manifestará. Por tanto, intentemos no conectarnos, para no permitir que se engendre.

      El segundo, ignorar mentiras, es un mecanismo de prevención ya que hay mentiras que amargan mucho… La mentira en el adulto es indicio de que la persona es “incapaz de aceptarse tal como es”. Cuando la persona tiene un junto concepto de sí misma, no necesita falsificaciones para defenderse o impresionar a otros con sus maniobras, desvirtuando la verdad. No puedo dejar de lado que todo aquel que padece “el sentimiento de inferioridad” recurre a la mentira con asiduidad.

      Otra causa básica de la mentira, es la falta de buena relación con Dios. Acudamos a Prov 12, 5: “Los proyectos de los justos son rectos, las maquinaciones de los malvados no más que engaño”. Esto sucede cuando no cimentamos nuestra vida en Cristo, nuestra nueva naturaleza.

      En otros casos, no podemos obviar que la mentira está relacionada con un trastorno general de la personalidad, como en el caso de la personalidad psicopática. En estos casos se da un desequilibrio total. La conducta que demuestran las personas afectadas por este mal, es crónicamente antisocial.

      En ambos casos y otros que pueden emerger, mantengamos nuestros ojos puestos en Jesús, tal como nos enseña la Carta a los hebreos, 12, 2: “Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús…”. Esta enseñanza es muy parenética, exhortativa, enseñanza ante la cual nos estremecemos.

      No alberguemos toxinas ponzoñosas porque nos destruirán a nosotros y no a aquellos por cuya razón las tenemos.

      Uno de los secretos que sugiero empezar a revelar, es la importancia de la comunicación, con nosotros, con Dios y con los otros. La comunicación es el sustento del amor. Etimológicamente, hace referencia al acto de com – partir; implica que dos personas han llegado a tener algo “en común”, tanto bienes espirituales como materiales.

      En un sentido más profundo, comunicarse es el acto de compartirse las personas mismas. Gracias a la comunicación, llegamos a conocernos. Nos comunicamos con nuestro interior, con nuestro cuerpo, con los demás.

      Ahora bien, si a la comunicación le agregamos la formación que vamos adquiriendo, la comunicación se nos hace mucho más placentera porque, al formarnos, aprendemos cosas que tal vez no advertimos nunca, aún de nosotros mismos. Por ejemplo, qué relevante es “tolerar las frustraciones”, integrarlas para transformarlas… Y tantos otros ejemplos. El conocer enseña a comunicarnos. Nuestro macro paradigma, es la Santísima Trinidad.

      Las tres Personas poseen una comunicación permanente intra-trinitariamente. Esto recibe el nombre teológico de inmanencia. Dios permanece en sí, en permanente comunicación sustancial. También Dios Unitrinio es “economía”, manifestación a los hombres, “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, Jn 1.

      Es muy cierto que el primer obstáculo a la comunicación se encuentra realmente en nuestro interior. No podemos contar a los demás lo que ni siquiera nos contamos a nosotros mismos. Más de una vez, aunque tuviésemos el valor de abrirnos, no estamos seguros de lo que diríamos.

      Pongámonos


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