El arte de la mediación. Oriol Fontdevila
y el Naturhistorisches Museum. Si el país fuera EE. UU., los antropólogos encontrarían a cada lado del Central Park de Nueva York el Metropolitan Museum of Art y el American Museum of Natural History. ¿Cuál sería el lugar apropiado para depositar tal acervo: el museo de arte o el museo de historia natural?
La hipótesis que planteó Danto es que, una vez en Occidente, la colección se tendría que dividir: a pesar del parecido formal que presentan las vasijas y las cestas en ambos casos, solamente se podrían equiparar a la categoría de arte e ingresar en el museo de arte las vasijas de los Pot People y las cestas de los Basket Flok; es decir, los objetos que dichas tribus concibieron como sacros. Mientras que, por otro lado, serían las cestas de los Pot People y las vasijas de los Basket Folk los que deberán ser depositados irremediablemente en el museo de historia natural en tanto que artefactos.
Volviendo al caso de la red zande, Danto pudo llegar así a una conclusión muy parecida a la que llegó Rubin unos años antes. Según su análisis, si dicha red había sido creada para funcionar como una trampa para la caza y no como un objeto sacro, la red deberá acabar depositada en el museo de historia natural. Poco tuvo en cuenta Danto que, en aquella ocasión, Vogel presentara la red dentro de un dispositivo tan propio de museo de arte moderno como es el white cube, así como tampoco que los visitantes de la exposición pudieran confundir el artilugio con la obra de Windsor. Ya que la red había sido concebida como una trampa de lo más utilitario y no como un símbolo preparado para revelar ninguna cosmología, Danto concluyó que la red zande “no ha sido ni podría nunca devenir una obra arte”15.
Pero tal deducción no convenció a Alfred Gell, quien al cabo de unos años volvió sobre el caso. Ya entrados en la década de los años 90, Gell cuestionó la división drástica en la que Danto reincidió al distribuir los objetos según su valor simbólico y su valor instrumental. Según este antropólogo, difícilmente sería posible encontrar en la práctica tal partición y, menos aún, en los objetos que buscan activarse ya sea como obras de arte o bien –como es el caso de la red zande– en tanto que trampas.
Contrariamente, según Gell, lo que la trampa zande habría puesto de manifiesto en aquella ocasión es, antes que nada, el desconocimiento que Danto tenía de etnografía africana, donde la caza aparece descrita muy a menudo como una práctica sumamente ritualizada. Siendo así, las trampas en África serían importantes no solo a nivel ritual, sino también “significativas a nivel metafísico”16. Las trampas son la expresión de los propósitos tanto de los cazadores como de sus potenciales víctimas, del apetito de ambos, para devenir, así, el reflejo de su morfología y de su cosmogonía. Las trampas resultan evocadoras para Gell de un vasto complejo de intencionalidades y, por esta razón, conllevan “intuiciones complejas sobre el ser, la alteridad, el parentesco”17. En una palabra, el antropólogo encuentra inscrita en cada trampa que utilizan los humanos la cosmovisión heideggeriana del “humano en tanto que ser-en-el-mundo”18.
El gesto de presentar la red zande a modo de obra-de-cubo-blanco fue, en este sentido, interpretado por Gell como una “jugada maestra comisarial”. Pues el ingenio de Vogel consistió no solamente en mostrar una trampa, sino, sobre todo, en activar de nuevo su potencial de entrampar, lo cual habría sido válido tanto para el público general como para confundir a un puñado de intelectuales de notable relevancia.
Con la presentación de la red zande en el Center for African Art, la trampa de Vogel tuvo la habilidad de capturar los dos grandes paradigmas del pensamiento artístico del siglo XX. Por un lado, tal y como preveía la comisaria, la estética idealista y el formalismo, representados en aquel caso por el Primitivism de Rubin: la red zande dispuesta como si fuera un objeto minimalista se proponía mostrar el ardid de la noción moderna del arte en tanto que objeto estéticamente superior. Pero por otro lado, y tal vez de un modo accidental, Vogel hizo caer con la misma lanza a la teoría institucional, llevando al paroxismo la tautología de el arte es lo que se dice que es arte.
Lo hemos visto con Danto: enmarañado entre las cuerdas y los nudos de la red de un pueblo que no dispone de una categoría específica para el arte, el filósofo solamente fue capaz de esgrimir una parábola que, si bien le permitió mantener su equidistancia hacia el formalismo, no le impidió picar el anzuelo y acabar planteando como universal un aspecto que también es bien particular de la estética moderna, tal y como es la división entre lo utilitario y lo simbólico.
Que el arte es un objeto sin intencionalidad y dirigido a la mera contemplación es la primera falacia que pone al descubierto la noción de trampa. Pero, de la misma manera, se puso de manifiesto que el arte no puede ser algo meramente arbitrario. Para Gell, la capacidad para atrapar a múltiples agentes es precisamente el rasgo característico de la obra de arte19. Si una red de caza puede ser una obra de arte es porque, en definitiva, una obra de arte siempre es una trampa: “Cada obra de arte que funciona como tal es justamente esto, una trampa o un cepo que dificulta el pasaje; ¿y qué es un espacio de arte sino un espacio de captura, donde se disponen lo que [Pascal] Boyer llama ‘trampas para el pensamiento’, las cuales mantienen a sus víctimas en suspensión por un tiempo?”20.
Tal y como desarrolló poco tiempo después con su Art & Agency (1998), Gell identifica entre los principales rasgos distintivos de los objetos artísticos el hecho de “ser difíciles de hacer, difíciles de ‘pensar’, difíciles de transaccionar”21. El objeto artístico, aunque adopte una apariencia anodina, debe resultar tan fascinante y cautivador como para entrampar por lo menos a la mente humana y hacerse depositario, así, de atribuciones que parecerían propias de los humanos, como son la intencionalidad y la agencia22.
ARTE AUTÓNOMO VERSUS INSTITUCIÓN SOBERANA
Mientras que Susan Vogel recurrió a la red zande para poner en tela de juicio lo que se identifica como arte y, en su defecto, lo que lo hace como artefacto, con la interpretación que ulteriormente hizo Alfred Gell lo que sale a relucir es la cuestión de la capacidad intencional del arte. A mi parecer, la red zande también da pistas a la hora de intentar responder a las cuestiones que he planteado al inicio de estas páginas: ¿dónde encuentra el arte la posibilidad de articular proposiciones disruptivas? ¿Cómo introduce algo diferencial frente a lo que permanece instituido?
Sin alejarnos todavía de los dos paradigmas que la red capturó con su exposición en el Center for African Art, se puede convenir que todavía hoy tiene vigencia la polarización entre las dos opciones: ya se piensa que toda la capacidad del arte se debe a cualidades que son inherentes a la forma de sus enunciados –de acuerdo con el idealismo estético–, o bien que el poder del arte se debe a las instituciones que le dan forma en tanto que campo social –de acuerdo con la teoría institucional.
Con las conferencias que he dado los últimos años ha ido adquiriendo forma el siguiente diagrama. Lo dibujo de nuevo con el ánimo de proporcionar una cierta hoja de ruta para el despliegue de la hipótesis que sigue.
Figura 2: El dispositivo arte.
La suposición del idealismo estético se sintetiza con la línea “A” de la figura 2: el arte aparece ahí representado como un poder autónomo, separado de cualquier otra determinación que no sea él mismo y con la potencialidad de articular proposiciones que actúen soberanamente al respecto de lo instituido.
Desde Immanuel Kant a Jacques Rancière, el arte se ha caracterizado por una suerte de suspensión, ya sea de las coordenadas de la experiencia sensorial y del entendimiento, como de las formas vigentes de dominación: si el arte puede ejercer algún tipo de efecto disruptivo frente a lo consensual, esto ocurrirá siempre a condición de instituirse al margen. Mientras que, en correspondencia, la mediación –representada con la línea discontinua que cruza verticalmente el dibujo– tenderá a esconderse y a quedar subyugada en el desempeño de una función supuestamente subsidiaria: a saber, catalizar el impulso disruptivo del arte y llevarlo a la sociedad del modo más prístino posible.
Si el arte es autónomo, la mediación deberá desplegarse sumisa y silenciosamente (de ahí el signo negativo que acompaña a la línea discontinua en el extremo