Crisis del Estado nación y de la concepción clásica de la soberanía. Manuel Alberto Restrepo Medina
la soberanía de la modernidad, que fue elaborada a partir del Estado nación, cerrado sobre sí mismo en su territorio, al ser desbordado por la dimensión interestatal, que ignora las fronteras de los Estado nacionales, es desplazada por otros centros de poder, que se erigen en los nuevos soberanos. Ese desbordamiento es producto de la evolución del capitalismo, que concentra el poder económico y disminuye la capacidad del poder político de los Estados para tomar decisiones con independencia de los intereses de los conglomerados empresariales.36
Ello ha sido así porque el proceso de globalización neoliberal ha promovido la desterritorialización, o si se quiere la desestatalización de la economía, de manera que al volverse extremadamente permeables las fronteras nacionales,37 los Estados ya no tienen el poder para controlar las mercancías, los capitales ni la información que circulan a través de ellas, y al mismo tiempo fenómenos cruciales para las economías nacionales suceden fuera de su territorio, sin que los Estados tengan la capacidad para determinar con plena autonomía su política económica, haciendo entrar en crisis la superioridad material que ostentaba el poder estatal en el ámbito interno.38
La crisis de la soberanía de los Estados nacionales lleva a la incapacidad para defender a sus ciudadanos de los efectos externos y las decisiones de otros actores situados fuera de sus fronteras; a la ausencia de legitimación en los procesos decisorios por el déficit democrático en su formación, en la medida en que las instancias nacionales son reemplazadas por comisiones interestatales no elegidas popularmente; a la progresiva disminución de su capacidad para establecer una política social legitimadora, estimular el crecimiento o recaudar impuestos de la economía para la redistribución y/o uso del Estado.39
Ahora bien, aquellos Estados nacionales que forman parte de sistemas de integración ven aún más agravado el socavamiento de su soberanía, que se hace evidente en situaciones de dificultades fiscales y financieras, al tener que aceptar una administración externa, adoptar medidas de ajuste impuestas, aplicar mecanismos de doble o triple control sobre sus finanzas y su presupuesto o aceptar la aplicación de auditorías externas,40 un claro reflejo de lo que implica haber cedido sus potestades autónomas en materia fiscal y monetaria a favor no solo de órganos comunitarios,41 sino también de los organismos financieros internacionales y las calificadoras de riesgos.
Al servir a los intereses de estos actores, los Estados han terminado por apoyar a la banca, disminuir los impuestos a los más acaudalados y ampliar el circulante y, por otro lado, contraer el gasto público, reducir la emisión de deuda y privatizar empresas, en contravía de los intereses nacionales, llevando a una caída del PIB, de la inversión y del consumo, así como a una mayor concentración del ingreso con efectos negativos sobre el empleo.42
A nivel externo, tanto el componente real como el componente inmaterial de la soberanía nacional han entrado en una severa crisis, pues el mundo en el que los Estados no reconocían ninguna instancia superior ha dejado de existir, en la medida en que, por un lado, uno de estos actores dispone de los medios materiales y la tecnología militar para someter a cualquier otro Estado, con un despliegue tan desproporcionado que sus acciones más parecen actuaciones policiales que enfrentamientos bélicos, y por otro lado actualmente los Estados están sujetos a los dictados jurídicamente obligatorios de diversas organizaciones internacionales, con poder sancionador sobre ellos.43
Sobre esto último, hoy en día resulta innegable que la soberanía de los Estados para manejar de modo autónomo asuntos como el modelo de desarrollo, el sistema político, los derechos humanos, el medio ambiente, la justicia y la seguridad nacional, se ve cada vez más constreñida por la injerencia de la comunidad internacional. En la medida en que la nueva normativa global de la comunidad internacional sobre las materias mencionadas adquiere más autoridad y legitimidad, el concepto tradicional de soberanía se ve debilitado.44
Si la teorización sobre la soberanía estatal la caracterizaba como un proceso de concentración de poder y de imposición del poder estatal sobre la sociedad, su crisis contemporánea no ha implicado ni una desconcentración del poder ni un renacimiento del poder social, pues no se han reducido los márgenes de arbitrariedad del Estado frente a las personas y, por el contrario, la globalización económica ha derivado en una constricción de los espacios políticos que ha cargado de opacidad el funcionamiento de las sociedades actuales, de tal suerte que los gobiernos democráticos han resignado buena parte de su autoridad a unas élites que operan de forma casi invisible, lejos del control del electorado.45
Lo anterior también se ve reflejado en que, si bien hay un reconocimiento generalizado de la pérdida efectiva del poder estatal, tanto interna como externamente, persiste un factor que, contrario a todos los anteriores, fortalece el ejercicio de la soberanía de la modernidad, consistente en el control fronterizo de las poblaciones, en cuya virtud el derecho soberano de permitir o prohibir la entrada en el territorio nacional ha reforzado la estrecha vigilancia sobre los inmigrantes legales y la persecución persistente y sistemática sobre los ilegales.46
Lo cierto es que las decisiones más importantes del mundo actual se están tomando en el marco de unas estructuras que superan las fronteras materiales y conceptuales de los Estados, en virtud de las cuales los gobiernos de los Estados nacionales se ven forzados a adaptar y adoptar marcos jurídicos de referencia, cuya elaboración se realiza por fuera del ejercicio de la función legislativa de los Estados, deslegitimándola, y haciendo aún más evidente la degradación de la soberanía estatal.47
En efecto, el carácter transfronterizo de los problemas que hoy tienen que afrontar y resolver los Estados y su incapacidad para solucionarlos con los instrumentos del poder político nacional los obliga a transferir sus competencias de regulación a instituciones supranacionales o a través de la construcción de una red de regímenes internacionales, que les imponen deberes específicos en sus ámbitos internos.48
Es más, muchas de las normas que los Estados hoy tienen que aplicar ni siquiera son normas jurídicas tradicionales, sino soft law, cuya influencia resulta ser mayor que la de aquellas, creando un nuevo derecho al margen de los esquemas jurídicos tradicionales, que se impone a todos y cuya ejecución los Estados se ven en la obligación de garantizar, aunque no sean ellos quienes han tomado las decisiones.49
En términos de Balbuena, Pisarello y De la Vega,50 los Estados acaban subordinados a una suerte de constitucionalismo mercantil global, que se traduce en una degradación del derecho oficial, que debe coexistir con un derecho no oficial dictado por múltiples legisladores fácticos. Estos, gracias a su poder económico, acaban transformando lo fáctico en norma, disputándole al Estado el monopolio de la violencia y del derecho.
Al vivir un tiempo de transición, entre una época que agoniza, que es la monopolista del Estado nación, con su paradigma del positivismo formalista estatal, y otra que está naciendo, que es la pluralista de la comunidad o aldea global, el establecimiento de las reglas de juego está oscilando entre el intercambio desigual, que acerca el derecho más a la fuerza (de las grandes potencias y su imposición de las reglas de juego), que a la razón, y la interdependencia solidaria, con su paradigma del positivismo sistémico holístico y difuso,51 que en ambos casos deja por fuera al Estado nacional como el poder creador del derecho.
Así, la nueva forma de creación del derecho no solo constituye una evidencia de la pérdida de la soberanía de los Estados, sino que, al conferirles un papel secundario en la configuración de sus sistemas normativos y hacerlos inoperantes en su función legislativa, pone también en riesgo su propia legitimación democrática, pues se suprime la deliberación pública y transparente por parte de los órganos de representación en beneficio de un decisionismo tecnocrático.
En efecto, la imposición a los Estados de su regulación jurídica desde afuera no solo pone en duda su soberanía, sino que, si el derecho pasa a elaborarse al margen de los procedimientos establecidos en sus constituciones y sin que nadie pueda controlar a quienes realmente están tomando las decisiones, que en todo caso los Estados deben encargarse de ejecutar, se da lugar a un serio problema de falta de legitimidad democrática, que no solo afecta la función legislativa sino que ha llegado a tocar la propia función constituyente.52