Video Green. Крис Краус
requiere cierta alfabetización –la historia es como el océano–, una acumulación de referencias, sueños e historias desencadenados por el contacto con el objeto. En este sentido, el objeto simplemente funciona como un disparador de la colección real, que es completamente interna.
Mientras investigaba sobre los cultos de platillos voladores milenaristas, visité la extraña sala de libros de la Biblioteca Pública de Nueva York, y solicité un volante sobre la visión de la Virgen María por parte de dos niños en un pueblo en el interior de Inglaterra hacia 1425. Plegado como un acordeón, me trajeron el panfleto desde el sótano de la biblioteca, presentado en una bandeja y cubierto por un terciopelo aplastado de color borgoña. Fuera de la biblioteca, corría el año 1999, pero dentro de la sala de techos altos sin ventana estaba la prueba de que una banda de lunáticos alguna vez merodeó por la campiña inglesa profetizando la salvación a través del primer platillo volador del mundo: la Divina Virgen María. Fue escrito que ella se mostraría primero ante los niños, afirma el panfleto.
De forma similar, en la novela Conde cero (1986), de William Gibson, la caja sin nombre de Joseph Cornell que falta funciona como el máximo fetiche del coleccionista. La caja es totalmente erótica: la inocente encarnación de un mundo que vive fuera de sí mismo. El coleccionista Josef Virek despliega todos sus recursos para ubicarla. Y finalmente la encuentra. Pero la caja es irrecuperable, está a la deriva en el hiperespacio y no puede ser poseída. En esta novela, una de las novelas de ciencia ficción más modernistas que existen, la obra de arte es completamente implacable. Solo puede ser percibida dentro de su propio universo, en sus propios términos. Para ver la caja, Virek debe lanzarse al hiperespacio: un destino desde el cual, como la muerte, no hay regreso. Y Virek lo hace.
En 1992, la performance de William Gibson en colaboración con el artista Dennis Ashbaugh en The Kitchen, en Nueva York, investigó la confluencia de la objetualidad y el desvanecimiento en términos levemente diferentes. Transmitida simultáneamente a varias ciudades, Agrippa (A Book of the Dead) [Agripa (un libro de los muertos)] (1992), consistió en la lectura pública de un texto de Gibson que Ashbaugh grabó en un disco magnético sellado al vacío. El texto estaba programado para borrarse a los pocos minutos de ser expuesto el aire. Las palabras desaparecieron apenas fueron dichas.
El texto evanescente de Agrippa bien podría haber estado inspirado por la estrategia curatorial que se adoptó para exhibir las pinturas de las Cuevas de Lascaux en el centro de Francia. Descubiertos en 1940 en Dordogne, estos dibujos paleolíticos fueron abiertos al público hasta que, en 1955, los arqueólogos notaron que se deterioraban al entrar en contacto con el aire. En 1963, las cuevas se cerraron. Los visitantes fueron conducidos a Lascaux II, una imitación perfecta de la obra de arte original y su entorno en una ciudad cercana. Si las cuevas reales hubieran permanecido abiertas, las pinturas, que habían sobrevivido por 17.000 años gracias al sellado hermético producido por un accidente geológico, habrían desaparecido en el breve periodo de una vida humana.
El coleccionismo, en su forma más primitiva, implica una creencia profunda en la primacía y el misterio del objeto, como si este fuera algo salvaje. Como si tuviera un sentido y un peso que fueran inherentes, primarios, que superaran los intentos de clasificarlos. Como si el objeto no funcionara como una pizarra en blanco que espera ser escrita por la práctica curatorial y la crítica de arte.
Sin duda, esa clase de coleccionismo primitivo es totalmente irrelevante para el vacío preventivo del objeto y el carácter infinitamente intercambiable del sentido en el mundo del arte contemporáneo. No estoy hablando del papel del comercio en la producción, valorización, adquisición y colección de objetos de arte. El comercio era aquello contra lo que se rebelaron los dadaístas de comienzos del siglo XX, con sus diatribas glosolálicas y sus collages hechos de periódicos, basura y revistas. Escapando de la Primera Guerra Mundial en el Cabaret Voltaire de Zúrich, Hugo Ball, Emmy Hennings, Sophie Tauber y Hans Arp se sentían horrorizados por la mercantilización del “objeto” en el gran arte europeo y la mercantilización militar de la vida humana. Pero como Lenin (que a veces pasaba por el Cabaret para jugar al ajedrez) les debió decir, los anti objetos dadaístas se transformarían finalmente en tesoros artísticos mercantilizados: coleccionados, negociados, vendidos y comprados. El mundo del arte refleja el mundo que lo contiene antes que proporcionar una alternativa a este (Jeremy Gilbert-Rolfe, Beauty and the Contemporary Sublime, 1999). El comercio definió el movimiento del expresionismo abstracto de la década de 1950, y el pop art fue tan divertido, una década después, porque muchas personas glamurosas e interesantes lo compraron. Después de un breve periodo en el arte povera y el arte procesual, durante los setenta, el comercio volvió estruendosamente con “el regreso de la pintura” en los ochenta, y nunca más se volvió a ir.
El arte y el comercio han sido siempre las dos caras de la misma moneda y oponerlos sería falso. De lo que estoy hablando, en cambio, es de un desplazamiento que ha tenido lugar durante los últimos diez años en la forma en que los objetos de arte llegan al mercado, en cómo se los define y se los interpreta. La profesionalización de la producción artística –en congruencia con la especialización en otras industrias post capitalistas– ha significado que el único arte que alguna vez llegará al mercado ahora es el arte producido por graduados de escuelas de arte. La vida del artista importa muy poco. ¿Qué vida? Las vidas de los jóvenes artistas exitosos son prácticamente idénticas. En el mundo del arte contemporáneo hay poco margen para arruinar las cosas con accidentes o sorpresas imprevistas. En el mundo de los negocios los lapsos de desempleo en la historia laboral dejan automáticamente fuera del ascenso a ejecutivos de niveles medios, especialistas en tecnología de la información y abogados. De manera similar, el artista exitoso asiste a la universidad después de la escuela secundaria, obtiene un título de grado y luego se inscribe en un posgrado de arte de alto perfil. Después de obtener ese diploma, el artista consigue una galería e instala un taller.
Las oportunidades equitativas para los artistas blancos y asiáticos de ambos géneros han generado una uniformidad masiva. Lo mejor, por supuesto, para el artista, es ser heterosexual y estar en una pareja estable y monógama. Esto constituye una salvaguarda contra las filtraciones de la subjetividad que podrían poner en riesgo la obra y arrojarla de vuelta al espacio de lo “abyecto”. Y, como presuntamente todos acordamos, lo abyecto fue un exceso de la década de 1980 que hace ya mucho tiempo ha perdido credibilidad. Si el imaginario de la subcultura sexual debe ser desplegado, como en el trabajo de Dean Sameshima, graduado del Art Center, es importante que cualquier corriente subterránea de deseo sea apaciguada y relativizada por medio de la fusión del porno homoerótico con la pornografía de la belleza de consumo de los anuncios gráficos de moda. A través de esta fusión, el espectador es conducido hacia el estado más deseado de neoconceptualismo neocorporativo: el espacio vacío de la ambigüedad, que es algo completamente diferente al espacio desordenado de la contradicción. “La ambigüedad –escribió el filósofo holandés Baruch Spinoza, viéndolo todo doscientos años atrás– es el reino de la noche.”
Los críticos Dave Hickey, Jeremy Gilbert-Rolfe y David Pagel, en su defensa de la “belleza”, como opuesta a la “criticalidad”, son ahora la nueva policía del anti sentido. Durante mediados de la década de 1990 y durante algunos años más, la “criticalidad” (palabra clave para aquellos sin educación, aquellos con consciencia de raza y género, aquellos impulsados a hacer un arte que se refiera a las condiciones en el mundo social en vez de otro arte) se transformó en el malvado imperio que acechaba por fuera del mundo del arte de Los Ángeles. Estos tres críticos despotrican contra la influencia de la “academia”, con su énfasis en la “historia”, sobre la producción contemporánea de arte. Como los tres están empleados dentro de departamentos de arte de instituciones académicas (La Universidad de Nevada, el Art Center College of Design y el Claremont College, respectivamente), creo que a lo que se refieren, más específicamente, es a la perniciosa disciplina híbrida conocida como “estudios culturales”, que desde los setenta ha utilizado el feminismo, la historiografía, las teorías queer y poscoloniales como lentes a través de las cuales observar la propia experiencia del mundo.
Hicky define vagamente “la institución terapéutica” como la gran saqueadora del falso populismo que él ha identificado. El hecho de que Hickey sea de lejos el crítico del arte contemporáneo más legible, original y convincente,