La dominación y lo cotidiano. Martha Rosler

La dominación y lo cotidiano - Martha Rosler


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allá de los que requieren sus carreras. El efímero atractivo del feminismo en el mundo del arte hace ya tiempo que se ha agotado9.

      Las mujeres artistas han de enfrentarse a algo más que al conservadurismo cultural que milita contra toda articulación de la conciencia crítica. También han de luchar dentro del mundo del arte contra el ataque, que arrecia últimamente, a cualquier crítica social de izquierdas coherente. El feminismo es considerado «política» y, según la definición polarizada actualmente en funcionamiento dentro del mundo del arte, o se hace política o no se hace (la categoría negativa representa al «individualismo» o liberalismo, al que se conoce normalmente dentro del mundo del arte como humanismo). Solo se toleran puntos de vista políticos no liberales cuando se pueden interpretar como florituras idiosincrásicas del estilo personal del artista. La adaptación del comportamiento a este importante protocolo dentro de la comunidad artística supone la negación de la importancia de las restricciones reales que sufre su actividad (vida diaria, clase); las implicaciones de la obra de un artista sobre su comportamiento han desaparecido excepto, tal vez, como gesto simbólico.

      Dadas las circunstancias, autodenominarse feminista y realizar al mismo tiempo una obra que se anuncia como feminista significa arriesgarse a ser considerada como una herramienta o como una guerrillera que hace «arte político». Algunas mujeres cuya obra encaja dentro del género feminista evaden la cuestión negando su significado social. Otras afirman tímidamente su feminismo al tiempo que realizan obras abiertamente retrógradas y antifeministas, normalmente reproducciones sin sentido crítico de objetivaciones masculinas de las mujeres, sobre todo de tipo sexual. Algunas de ellas han adoptado un feminismo libre de cualquier intención activista. Dicho feminismo se puede definir simplemente por la predilección por los nuevos materiales y el uso de ciertas imágenes, y por permitir la entrada a más mujeres dentro del mundo del arte sin que ello implique una crítica exhaustiva de la sociedad. Tuve la oportunidad de descubrir esta actitud en cierto grupo de estudiantes del Woman’s Building, ya que el dar soluciones culturales a problemas sociales suele acabar en un «yo también», tal y como atestigua el capitalismo negro. La «cultura» tiende a contraponerse a la «política», a la que las feministas radicales consideran un juego de hombres. Hay que reconocer que en el Woman’s Building también hay mujeres con una visión más amplia de lo que implica el feminismo.

      En la actualidad hay mujeres artistas de muy diversa procedencia dotadas de un conocimiento sólido del feminismo, dándose algún caso en que se han convertido en artistas después de haber desarrollado una interpretación del feminismo como crítica sociopolítica, lo que hace más probable que hayan leído y asimilado los textos clásicos del feminismo. Su actitud activista nutre a su práctica artística.

      La nueva teoría requiere una práctica nueva que haga evidente lo que anteriormente se encontraba latente. Así, en California, un grupo de artistas «más jóvenes» están realizando un tipo de obra con la que pretenden transmitir contenidos feministas, siendo para ellas la forma menos importante que la intención. Fijémonos ahora en la obra de cuatro de estas artistas, dos de las cuales están relacionadas con el Woman’s Building.

      Desde el principio del movimiento de mujeres artistas, uno de los temas importantes de la obra feminista ha sido la afirmación consciente del yo como «Otro», utilizando el término de Simone de Beauvoir. Además, la obra —en tanto feminista— se ha afirmado como la práctica de un Otro (disidente); es decir, como una forma de actividad guerrillera. La acumulación de textos de artistas y críticos del pasado hace difícil comunicar contenidos nuevos a través de medios tradicionales como la pintura y la escultura. La obra disidente tiene sus propios textos y estos a menudo aparecen de una manera explícita, sin que se dé una división clara entre obra artística y obra crítica, mediante la incorporación del lenguaje. Otras veces, la obra opera mediante la redefinición formal o contextual de contenidos convencionales.

      Algunas obras de la primera época producidas en la costa oeste utilizaban imágenes altamente simbólicas identificadas con la opresión de las mujeres. La performance —la producción de una actividad, teniendo normalmente en cuenta la redefinición del espacio— tenía una enorme importancia en este contexto. Dichas obras mostraban las presiones psicológicas impuestas sobre las mujeres, con el fin de controlarlas y de exteriorizar las negativas consecuencias internas que provocan. Esta estrategia tiene un componente fuertemente expresionista. Las performances tempranas, como las realizadas en Fresno, Cal Arts y Womanhouse10, tenían el aire ad hoc de los happenings, con su aparente pobreza de materiales y su apropiación de temas de la «vida privada», provocando respuestas viscerales en los espectadores. Se dio a la ira un giro positivo, redirigiendo la energía usada anteriormente en los «trabajos forzados» del cuidado de la casa. Al parodiar y exagerar el rol pasivo, dependiente y depresivo, encarnado mediante ropas restrictivas o emblemáticas como delantales, y la impostación de poses características, las performers expresaban claramente que ellas habían tomado el control.

      Entre los antecedentes de estas obras se incluye la idea de ritualismo «primitivo», que ha sido usado durante muchos años en el mundo del arte como evocación vaga de formaciones psíquicas universales. Las performances feministas afirmaban lo que las experiencias de las mujeres tienen en común, una opresión compartida y unas reacciones compartidas. El empuje de este arte pseudorritualizado puede explicarse por la necesidad de proyectar colectividad, evitando caer en lo que Harold Rosenberg ha denominado despectivamente un «contenido de voluntades»11 (un contenido programático e inducido racionalmente). Sin embargo, tal enfoque antirracionalista también se corresponde con la defensa de una imaginería femenina obligatoria en pintura y escultura, metáforas en clave de sueño a través de las que emerge un significado culturalmente reprimido. Veo las performances feministas como una continuación del expresionismo abstracto (más rosenbergiano que greenbergiano), aunque utilizando otros recursos. Al igual que los happenings (que recordaban a las performances futuristas, dadaístas y surrealistas), representan la transferencia del material de la vida cotidiana a un arte abstracto que lo transforma en «mito privado», en un conjunto casi incomprensible y cada vez más formal de estrategias para invocar lo humano.

      Las performances feministas presuponían que la existencia de una realidad interior, compartida pero reprimida, anterior a la civilización patriarcal y que persistía a pesar de la misma, podría convertirse en una fuerza positiva de cambio. Esta afirmación la hace de un modo mucho más literal, por ejemplo, la artista neoyorquina Mary Beth Edelson. Chicago y Schapiro, y muchas (aunque no todas) de las mujeres vinculadas al feminismo, son pragmáticas, no místicas. Sus interpretaciones de los procesos mentales tienden a situarse en el ámbito de los condicionamientos sociales más que en el de estructuras universales. Sin embargo, este sesgo más sociológico que metafísico no está claramente articulado, y la idea de una «imaginería femenina» y su equivalente en las performances se prestan fácilmente a esta ambigüedad en torno al origen de las imágenes; una ambigüedad respecto a la dualidad de interpretaciones del yo —existencialista versus interaccionista— que es prudente mantener.

      Las primeras performances se basaban en una correspondencia entre símbolos y significados que el público apenas reconocía, y en la unión ambivalente de lo fácilmente comprensible con una iconografía personal más misteriosa. Se puede decir, por lo tanto, que, más que definir, aluden a un contenido. Ablutions («Abluciones», 1972), producto de un taller y realizada por Chicago, Suzanne Lacy, Sandra Orgel y Aviva Rahmani, es ejemplar en este sentido. Se usaron riñones, baños de «sangre», 1.000 huevos y barro húmedo, metros de cuerdas y cadenas, vendas —junto a una cinta que suena continuamente en que se oye a mujeres contando cómo fueron violadas— con el fin de cartografiar el territorio de las condiciones existenciales de la mujer.

      La inmediatez de dicha obra reside, en buena medida, en la evocación del descubrimiento, del surgimiento colectivo de la conciencia, de la liberación, en el exorcismo. Al tiempo que los contenidos feministas atraían mayor atención, las performances fueron alejándose de sus estrategias originales. Se han atemperado; conforme el carácter de los tiempos se ha ido estancando en el quietismo, la performance ha sido aceptada. Su área de interés —la conciencia— está ahora perfectamente definida, y la iconografía se abrevia cada vez más en vez de seguir creándose constantemente. La sangre, los órganos y los cuerpos envueltos en vendajes


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