Los lugares equivocados. Majo Moirón

Los lugares equivocados - Majo Moirón


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de una acuarela abusada, la resma se ondulaba como un valle de papel. Creo que fue la última vez que hiciste un dibujo, lo más preciado dentro de nuestra colección. Lo entendí como una reliquia desde la primera vez que lo vi: toda tu prolijidad y la prueba material de que no tenías ningún déficit de atención, como te había diagnosticado de chico el médico de tu mamá. Cuando te pedía que escucharas algo mío, usabas esa idea berreta como excusa, algo impuesto que funcionaba como una cárcel adentro de mí y de vos: un cartel de prohibido pasar.

      Ese día teníamos visitas y, en una ida al baño, pasé a controlar el estado de la habitación y escuché las ventanas golpeando. Todo se veía ordenado, hasta que noté el espacio vacío en el corcho, justo donde habíamos colgado el dibujo de Tango. Fui a la ventana y lo vi tirado en el pasto. Pegué un grito moldeado con tu nombre y viniste corriendo a cerrar las ventanas eufóricas por la tormenta tropical. Lo vi en tu cara: otra vez tomándome demasiado en serio las cosas. Vimos el dibujo entre las plantas y corrí a buscarlo. El dibujo se había salvado, estaba empapado aunque sin ninguna rotura, un milagro que sacamos y volvimos a poner en su lugar, victoriosos, escuchando el tren del triunfo. Sentimos el mecanismo de nuestra relación aceitado, incluso más de lo justo.

      Esas medallas hoy no valen nada. Siempre fuimos diferentes, pero tu comida tenía el sabor familiar que tiene la preferencia de cuando sos chica. El lugar seguro era mi infancia rota. Cuando nos conocimos, fui a ver a un médico porque algo me ponía muy nerviosa y no podía comer. El médico me dijo que tenía un estómago de fierro. Te lo conté. Fui creciendo confiada en que, según el discurso de los demás, yo era fuerte. Nada me iba a destruir. La resistencia al dolor es hereditaria, mis hermanas casi ni sintieron el parto de sus hijas. Nuestro umbral de dolor es alto gracias a nuestra mamá, que las pasó todas. La operación en el cerebro, las inyecciones del tratamiento, las infidelidades, la carga del hogar.

      Los últimos años mamá fruncía el ceño y decía que su casa se venía abajo. Con la casa pasa algo parecido a lo que sucede con el cuerpo: no hay que dejarla caer. Siempre me impresionó su atención tan afilada al barniz descascarado, al plástico del tacho de basura quebrado, las alfombras sucias de polvo, las cortinas poniéndose amarillas como dientes sin cepillar. Cuando se quejaba por la casa, mamá gemía como si los muebles le dolieran en el cuerpo. Una gotera podía ser el fin del mundo. Nadie en la casa llegaba a darle forma al desorden, mamá vivía atrás de nosotros recogiendo lápices, ropa, calzones sucios, botellas de vino vacías, cds. Mamá tenía que estar en todo. Las tareas de la casa la mantenían en movimiento, eran la respiración de su cabeza, el paisaje natural, un deporte.

      Lo importante era la casa. Si yo mantenía a salvo la mía, todo iba a estar bien. Compré muebles, te llevé a una fábrica de sillones en zona norte a elegir el más cómodo. Nos sentamos en cada uno pero terminamos diseñando el nuestro. Pagué la seña. Mientras vos trabajabas yo compraba lámparas, manteles, frazadas, antigüedades, tazas de té, velas importadas. Nuestras almohadas tenían tus iniciales bordadas. Volvías de trabajar y yo te hacía un tour con las novedades mientras me decías que tenías hambre. Las fotos de nuestros momentos más felices atestiguan esa época. En esos retratos detenidos en el tiempo, todavía me comés la boca y escalamos cerros altísimos.

      Mientras yo armaba nuestro hogar, mamá vaciaba el suyo. Los electrodomésticos que ya no funcionaban, los portarretratos que capturaban recuerdos de una parte de su historia. La madera de la puerta de entrada se había hinchado y cerraba mal, entraba agua. Después de su divorcio, mamá había quedado sola en una casa enorme. Empezó a vaciarla con desesperación. Yo aprovechaba para demandarle cosas suyas; se había desbordado de platos y tazas, estaba en la etapa de desprenderse y me decía, cuando lo soltaba sobre mi mano, que nada de todo eso valía la pena.

      Somalia

      África tiene el paisaje más parecido a Tulum después de Tulum. La playa y la arena fina, los sargazos, las palmeras. Los mosquitos, las enfermedades, la tierra roja que destiñe la ropa. Hay plátanos, hay océano turquesa, hay tiburones. El postre nacional de Somalia son las bananas. El primer plato los espaguetis, porque fueron colonia y todavía sufren los rastros de una monstruosa colonización. Días antes de viajar me di trece vacunas, más de las que necesitaba, compré remedios. Nunca había necesitado un botiquín para mis viajes de montaña. Hablé con mujeres que habían viajado a Somalia y con Médicos Sin Fronteras para tomar todas las precauciones que necesitaba. Nos invitaron a filmar un documental. Pablo me llamó una noche tarde. Yo estaba tomando un vino con amigas, un ritual que atesoro en mi rutina como si fuera una misa. Después de no vernos por mucho tiempo, me preguntó si quería acompañarlo a Somalia, un país del que no sabía nada, pero África me excitaba y me entusiasmé.

      Me recomendaron ropa suelta con colores sólidos para evitar cualquier malentendido con una transparencia. Compré quince tipos de repelente, fui ordenada, tuve miedo. Llegué a hacer el check in dos horas antes que el resto de mis compañeros. Pablo llegó más tarde que todos los demás, me subí al avión con desconfianza.

      El vuelo se dirige a África, ese continente que es, a los ojos del primer mundo, un baldío gigante. Guardo mi pasaporte como una señora de sesenta aferrada a las cosas, al miedo de perderlo todo. En el fondo, no confío en mí misma. Termino el capítulo cinco del libro y miro la pantalla de mi asiento mientras mis compañeros de viaje duermen como elefantes de mar en la popa de un barco pesquero. Me pregunto cómo hacen. Nos dirigimos hacia un país en guerra. En Buenos Aires, la moneda se dispara a la velocidad con que se alza el avión al cielo.

      El productor del documental ya hizo el mismo recorrido tres veces. Como es mi primera vez allá, nuestro primer contacto es instructivo. Es una persona ordenada que se preocupa por su equipaje: puedo confiar en él. Mientras me ayuda acomodando las valijas en la guantera del avión, me dice que a partir de ahora voy a empezar a experimentar los diferentes olores de un continente. No sabe por qué, dice, pero pareciera que la gente de piel negra en África no usara desodorante. En Japón, invadir el territorio del olfato con perfumes es violencia. Me acuerdo de mi amiga Elena, hace diez años en un subte en París, cuando me dijo en voz baja que la gente con piel negra pensaba que nosotros teníamos olor a muerto. Quise decírselo pero no encontré la manera sin que sonara mal, era mi aliado en caso de una bomba. Iba a correr hacia su lado.

      Entre escala y escala, hacemos apuestas entre todos para adivinar a cuánto llega el dólar en nuestro país. Yo nunca gano ese tipo de apuestas. Comparto mi mala suerte haciendo un chiste en voz alta y sonrío. Lo peor de viajar con gente que no me conoce bien es esa presión que ejerzo por agradar. Me saca lo auténtico, me roba la noción del presente. Saco la mirada del libro y miro la pantalla del asiento. Trato de concentrarme en la fuerza del avión alzándose hacia las nubes, la incertidumbre del recorrido. Llego a estar ahí por un instante, uno que me prometo imprimir para siempre. Encuentro tranquilidad por un segundo. Me pongo a escribirlo.

      Seguimos viaje. Tomamos un avión de las Naciones Unidas desde Kenia hacia Somalia. La armada rusa sí que sabe despegar un avión. El movimiento es parejo y delicado. Me excita. Cuanto más me acerco al territorio de atentados, menos miedo tengo y más adrenalina se despierta. La falta de conocimiento era lo que me mantenía con miedo. Ahora rozo la soberbia.

      Antes de llegar al aeropuerto, el salón del hotel en Kenia estaba vacío y todavía era de noche. Pablo se puso a tocar el piano y cada tecla sonaba como si quisiera vivir cien años más. Un director de documental, mientras filma, es una especie de héroe y Pablo lo sabía. Esas semanas iban a ser su mejor momento. Pablo sabía habitar el presente. Sin saber cómo, logró el principio de Claire de Lune pero cuando vio que yo estaba tratando de filmar una historia, sintió vergüenza y la usó como excusa para no seguir. Yo había dormido dos horas. Se lo comenté y me dijo que él tampoco había logrado conciliar el sueño, sonriendo y alzando el pecho hacia la vida como un león.

      Antes de embarcar hacia Somalia nos encontramos con el último integrante del equipo de filmación. Su nombre es Ignacio. A cada persona que nos encontramos Pablo le cuenta que soy escritora, que no se sorprendan si algún día aparecen en mi próximo libro, como si todo el mundo fuera interesante para un libro, como si yo pudiera darle sentido a todo esto para escribir algo.

      Me gustaría escribir la


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