Mar caníbal. Uriel Quesada

Mar caníbal - Uriel Quesada


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Su propia experiencia de ver todavía era muy limitada, pero él estaba seguro de tener un don prodigioso y terrible a la vez. Aquí en esta tierra, había visto los cuerpos de algunos compañeros de curso, muchachitos todavía llenos de huesos y de músculos casi sin desarrollar. Las pocas excepciones eran esos alumnos un poco mayores que llegaban sin aviso, sobrevivían por cortos periodos y luego desertaban nuevamente del sistema escolar. Esos eran distintos en todos los sentidos. Usualmente guiaban a los otros chiquillos en esas cosas malas de las que no se hablaba ni en el salón de clase ni en las casas. No era necesario hacer juramentos, bastaba un acuerdo tácito, legado de los mayores a los más pequeños. Los adultos, aunque supieran por experiencia y errores, simulaban no conocer nada, y les tocaba a otros, a esos descarriados por ejemplo, hacer de mentores.

      Como el Dr. Xavier, Chalo veía los cuerpos y quería ver más. Conocía también la furia de Dios, un tema en el que su abuela era especialmente experta. En uno de los libros que permanecían siempre a disposición sobre la cómoda de los santos, estaba marcada con un pedacito de papel la parábola de los dos caminos. Chalito no había tenido necesidad de leerla, pues la ilustración que encabezaba la historia lo decía todo. En ella, un hombre joven, vestido de traje, se hallaba ante una encrucijada. Hacia su izquierda salía un camino con una suave pendiente hacia abajo, lleno de rosas y promesas –riqueza, placeres mundanos–. El joven, sin embargo, no podía ver que al final de ese camino se encontraban las llamas del infierno, con un demonio musculoso, de mirada perversa, que aguardaba al próximo en llegar. Por otra parte, a la derecha de la encrucijada la promesa era una ruta de angustiosa pendiente, con espinos, ortigas y alimañas, con piedras, con nubes grises. En lo alto, Dios aguardaba entre nubes blancas. Nuestro Señor, sin embargo, no parecía interesado en el peregrino aunque tuviera los brazos abiertos, pues su mirada estaba puesta en un más allá imposible de precisar.

      Lo que el chiquillo desconocía era si los dos caminos se entrecruzaban. La ilustración de la parábola sugería decisiones totalmente excluyentes, pero él tenía dudas al respecto, sobre todo porque el deseo, su deseo, fluctuaba entre ambas posibilidades: la seducción del mal y las promesas del bien. En el caso del Dr. Xavier, fue su vocación por el saber científico lo que lo llevó a la perdición. ¿Cómo era posible si en el colegio, las revistas o los libros, el conocimiento siempre se valoraba como la más noble de las metas? ¿Dónde estaba el límite? A veces a Chalito le saltaban dudas de si las sombras que veía mientras su madre estaba durmiendo venían solamente del lado del mal, y si el hecho de verlas significaba una bendición o un castigo por la intensidad de sus urgencias, por el deseo de ver, aunque fuera solamente los cuerpos desnudos de esos jóvenes que entraban al sistema escolar solamente para irse al poco tiempo.

      A veces Chalo les ordenaba desaparecer, pero las sombras permanecían. A veces les rogaba que fueran buenas con él, pero no le respondían. “¿Ustedes son la sombra de mi madre?”, también preguntaba. En esos momentos se dejaba caer junto a la puerta, se hacía un ovillo contra el piso de madera y se resignaba a dejarse tomar por las sombras, esperando el momento en que se despertara su madre.

      No dormir ponía a Ada de muy mal humor, y Chalo sabía que en esas circunstancias lo mejor era desaparecer. Para ello contaba con la biblioteca que había ido formando gracias a sus ahorros y a los regalitos de la abuela, una colección bastante variada de libros, algunos incluso para mayores, cuya lectura Chalito había asumido con la disciplina de quien debe encontrar un tesoro aunque la ruta sea incierta, confusa o abiertamente incomprensible. Había escogido la mayoría de los libros por impulso o por intuición, pues aparte de las obras religiosas de la abuela, poco se leía en la casa de la familia. En ocasiones un autor llevaba a otro, una mención en el periódico o en las revistas de consultorios médicos y peluquerías a una promesa de ser feliz y desaparecer en un libro nuevo, pues para navegar las malas tardes de Ada el silencio y el no existir eran las únicas estrategias válidas. ¿Y qué mejor que sumirse en la lectura? Así lograba un delicado balance entre estar y no estar, o vivir extraordinarias aventuras sin dejar los límites asfixiantes de la ciudad de Cartago. De igual manera podía entender, por ejemplo, las enormes dimensiones que podían alcanzar los manatíes, unos seres tan delicados pero a su vez tan fuertes como para volcar canoas cargadas de personas, o se maravillaba con los logros del ingenio humano, capaz de soñar máquinas para transportarse en el tiempo o conquistar territorios vírgenes. Quizás ya desde ese entonces sabía que solamente bajo la piel de los personajes de ficción Chalito podía ser quien era, o ver a los demás desde otros ángulos.

      Un par de semanas antes de tomar los trenes para Limón, primero, y Hawksbill después, mi madre suspendió sus siestas. Sin embargo no tuve que desaparecer en mis lecturas hasta la hora de la comida porque teníamos una misión: ir al barrio del Arrabal a buscar a Natalio Rojas.

      —No lo hago por gusto –Ada parecía explicarle a su hijo cuando en realidad se justificaba ante sí misma–. Me lo pidieron las primas.

      Le pregunté a mi madre la razón para buscarlo. Ella me contestó con una mueca y un vago:

      —Es una mala persona.

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