90 millas hasta el paraíso. Vladímir Eranosián

90 millas hasta el paraíso - Vladímir Eranosián


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bailarines con molinetes de diferentes colores y banderines acoplados de Cuba y Estados Unidos. Así mostraban la hospitalidad del pueblo hacia los huéspedes forasteros. Es verdad que los visitantes inicialmente pretendían desempeñar el papel de anfitriones. Estaban dispuestos a dictar a los aborígenes las nuevas reglas de la vida, cuya universalidad se demostraba no mediante referendos, sin acudir a una civilización altamente desarrollada, sino valiéndose del dinero. ¡Perlas en enorme cantidad! Eso apestaba a cadáveres, pero ninguno de ellos lo notaba. En efecto también eran difuntos. Solo eran vivos nominalmente. Y no a largo plazo…

      Los negros semidesnudos cuerpo arriba rompieron a golpear las congas africanas y las percusiones. Centenares de bailarinas casi desnudas, en exóticos trajes de plumas, se pusieron a agitar las nalgas al son de los tambores…

      Los mafiosos, uno tras otro bajaban, por la escalerilla a la alfombra de pasillo. Tronaron los cañones. El jefe de la sección de la guardia honoraria, no se sabe por qué, asustado, hizo el saludo militar. Batista dio un taconazo. Aún siendo todavía presidente, San Martín llevó la mano a la visera por inercia e hizo entrega a los norteamericanos en una almohadilla la llave simbólica de La Habana, lo que sirvió de señal para hacer soltar fuegos artificiales y cometas. Las puertas de la ciudad, que durante toda su historia se consideraba ser una fortaleza invulnerable, en esta ocasión las abría voluntariamente a unos intrusos. La multitud alborozada sonreía a mandíbula batiente. Los que pierden el orgullo se convierten en lacayos de los que prefieren la altanería, al orgullo.

      La única persona que no se regocijaba era un muchacho alto con pelo negro ondulado, cuya cabeza se elevaba como un pico inalcanzable sobre las coronillas de un bosque humano mixto. Acababa de cumplir 20 años, no se cohibía expresándose, y no intentaba siquiera contener su cólera.

      – ¿Acaso ustedes son ciegos? ¡No ocultan su desdén hacia ese miserable payaso! – en voz alta declaró este, lo que asustó horriblemente a la gente parada al lado. Se echaron a un lado de él, como si fuera un leproso y se desvanecieron por los lados.

      Transcurridos unos instantes, junto al mozalbete ya no había nadie. Los circundantes miraban con la boca abierta al hombre robusto, locuaz, estando a una considerable distancia, sin desear meterse en una discusión con el joven imprudente, ni aún más llamar a la policía que había inundado ese día El Malecón. Sin embargo, la curiosidad ya no es síntoma de indiferencia.

      De repente, “el gigante” sintió el roce de una mano delicada de una chica. Le tiraba de la mano una hermosa rubia, parecida a un ángel bueno, pero muy frágil. Lo arrastraba tras sí, apartándole de los espectadores tuturutos.

      – ¿Para qué te expones a tal riesgo? – preguntó ella tras haber alejado al orador de la multitud que le rodeaba a una distancia conveniente.

      – ¡Te es grato ver cómo a los cubanos los están convirtiendo en gente de segunda, solamente por ser más pobres! – pronunció apasionadamente estas palabras el guapo joven cubano.

      – No pareces ser pobre. Hablé con muchachos más pobres que tú – miró la chica evaluando su ropa y el calzado.

      – Soy hijo de un latifundista, pero eso no cambia nada. Toda nuestra tierra pronto lo comprarán los yanquis a precios casi regalados. Y los que se negarán a venderla, ellos quedarán enterrados ahí.

      – ¿Hijo de un latifundista? – volvió a preguntar la joven.

      – Sí, soy hijo de Don Ángel Castro y Lina Ruz González. Me llamo Fidel Alejandro, ¿y cómo te llamas tú?

      – Soy Mirta Díaz-Balart – se presentó la muchacha – Pero si eres hijo de un latifundista, entonces, probablemente tu familia recibió la invitación a la fiesta benéfica, que organiza el presidente San Martín en el hotel “Nacional” en honor de los gringos, amigos de Cuba.

      – ¿Los amigos de Cuba? – Fidel frunció las espesas cejas y refunfuñó como una cobra – Cuba tiene solo dos amigos, el honor y la dignidad. Créeme, el demagogo que lame las botas del gringo, aunque él sea tres veces profesor, no podrá por mucho tiempo engañar al pueblo. Nuestro presidente es un muñeco de cartón piedra, el cual, de un momento a otro, ha de ser quitado de la muñeca y lo cambiarán por otro nuevo. Los marionetistas verdaderos le enseñarán al nuevo muñeco a asimilar varias cosas, ladrar lo más alto posible a su propio pueblo, saludar sonriendo a los dueños y sin piedad aniquilar a aquellos que atentan contra la propiedad de los norteamericanos.

      – ¿Siempre estás tan furioso? ¿O solamente al ver a los gringos bien mimados, mejor vestidos que tú? – Mirta interrumpió las palabras del joven.

      – ¿Y tú siempre eres una tonta o te convertiste en ella en el momento cuando tomaste otro color, el de pelirrubia? – se lo dijo groseramente Fidel e inmediatamente se largó lo más lejos posible de la procesión de carnaval, y yéndose decía irritado, – ¿Hay alguna diferencia si miramos lo que lleva puesto una persona? Se puede toda la vida llevar la misma ropa, lo principal es que esté limpia y planchada como una guerrera militar… La señorita ofendida quedó inmóvil unos instantes, como si estuviera inmersa en una orgullosa soledad, luego lanzó al vacío:

      – ¡Grosero, soy rubia natural! ¡Vete al Diablo! Tengo que prepararme para la fiesta.

      Habiendo tragado la injuria, Mirta se fue a casa. Allí la esperaba una manicura y la modista con nueva ropa hecha. La costura del muy caro ropaje se lo pagó generosamente su tío rico, futuro ministro del gobierno de Batista.

      * * *

      Aproximadamente para las ocho de la noche hacia el “Nacional” empezaron a arribar las limusinas. De la mano fácil del presidente titular toda la élite de cubanos, los grandes terratenientes, los políticos, los militares, la bohemia vino a presentar sus respetos a los inversionistas norteamericanos. A todos les ofrecían torta y café. Los camareros con lazos llevaban en las bandejas copas con champaña francés.

      Las chicas con sombreros hongos y fraques puestos al cuerpo desnudo ofrecían whisky escocés. El tradicional ron cubano lo servían en el lobby-bar. Se suponía que los gringos que aún no tuvieron tiempo para probarlo, se juntarían en la barra. Mientras los locales preferirán beber bebidas extranjeras.

      La banda de jazz ejecutaba a las mil maravillas “Sun Valley Serenade”. Frank Sinatra para el público de acá no era una gran estrella, pero como animador actuaba bastante bien.

      Y si no fuera así, quién entonces aquí podría tomar en consideración a los reyecillos patrios.       Gradualmente, a eso de las doce de la noche, el papel de los cubanos se estrechó en infinitas aseveraciones y juramentos de fidelidad a las autoridades, así como mostrar la hospitalidad a los yanquis. Ciertas esposas de los nuevos ricos, aquellas que se veían arreglar sus vestidos, expresaron así su amabilidad en una muy original forma, directamente en los apartamentos del hotel. Los “gringos” estaban contentos.

      Sinatra, no se sabe por qué, no invitó al micrófono al presidente, sino al coronel Batista. El efecto de tal sorpresa hizo desembriagar a la élite local, había quedado claro a quién los forasteros daban preferencia. La alusión explícita era igual a una humillación pública a San Martín.

      – ¡Señoras y señores! – empezó de manera muy animada el futuro dictador con una copa en la mano. Batista no se sentía molesto en cuanto al presidente, que se había turbado. Tales minucias no le incomodaban nada. El brindis valía mucho. ¡Eso sí!… Todo ha de ser correcto. Es importante, – Me conocen a mí como un partidario acérrimo de la democracia y adepto devoto de la ley. Estoy orgulloso de que mis convicciones las forjé en el mismo lugar donde recibí mi educación. Era una academia militar que se extendía apenas a noventa millas de nuestro país, en un enorme estado amistoso, baluarte del mundo libre y un escudo seguro contra la peste comunista, nuestro gran vecino del norte, ¡Estados Unidos de América! ¡A la salud de nuestros amigos!

      Él terminó muy inspirado, y la multitud se puso a aplaudir. Todos menos una persona…

      Mirta se equivocó cuando supuso que el padre de Fidel, don Ángel Castro Argiz, recibiría las invitaciones para la velada en el “Nacional”. En primer lugar, don


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