Mi vida como dibujante. Fabrizio Copano

Mi vida como dibujante - Fabrizio Copano


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      fabrizio copano

      Mi vida como dibujante

      Mi vida como dibujante

      Fabrizio Copano

      © Editorial Hueders

      © Fabrizio Copano

      Primera edición: octubre de 2019

      Registro de propiedad intelectual Nº 308.128

      ISBN 9789563651935

      Todos los derechos reservados.

      Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida sin la autorización de los editores.

      Diseño portada: Inés Picchetti

      Diseño ebook: Constanza Diez

      www.hueders.cl | [email protected]

      Santiago de Chile

      fabrizio copano

      Mi vida como dibujante

      Para Cristina y Nino

      En todos los colegios de Chile hay algún niño sentado en un rincón, dibujando. Finge que escucha al profesor y dibuja. O no finge, simplemente dibuja. Y de tanto intentarlo, prospera. Dibuja cada vez menos mal. En todos los colegios de Chile y quizás del mundo hay un niño ligeramente distraído, deslizando el lápiz sobre el cuaderno, medio en la luna. Yo era ese niño y después no sé bien lo que pasó: me inventé una personalidad y terminé de humorista. Era siempre muy chico, muy precoz, pero mientras era un comediante muy joven me convertía en un dibujante muy viejo. Porque ahora soy muy viejo para dibujar, para volver a dibujar: para intentarlo. Quizás no me atrevo a dibujar, y por eso escribí este libro. No lo tengo claro. Lo único que sé, es que escribo esto para que nunca se me olvide mi vida como dibujante. A pesar de que, hasta el momento, nunca la he vivido.

      f.c.

      20 de agosto de 2019

      Río Manso

      Hacía frío esa mañana, como siempre en las madrugadas de Macul, esa comuna sin personalidad ni historia que conecta la periferia con la periferia. La gente ya repletaba los paraderos, para ir a trabajar muy lejos de sus casas. Se siente tan raro despertar de noche, tan antinatural, pensaba yo mientras cruzaba la niebla con mis pantalones grises con parches de un gris levemente más oscuro. Un beso a la mamá antes de salir a caminar por esos pedazos de tierra con unos pocos pastos, a veces cruzados por un cableado eléctrico recubierto por un tubo naranja, para decorar. Todos caminando lento y mirando al suelo, mientras cuelgan de los bazares los carteles celestes de helados Savory fuera de temporada. Los celulares eran grandes, feos y no tenían internet, así que no existía la excusa de mirar una pantalla para sentirse menos penca. Todos iban a sus colegios, pero el nuestro no parecía un colegio. A simple vista era una iglesia y nada más. Era lindo el detalle de la cruz doblada en la punta de la capilla, debido a un antiguo terremoto: humanizaba un recinto que suponía ser la casa del Señor. El cura rector decía que la única forma de arreglarla era con un helicóptero, pero no había plata para arrendar un helicóptero, así que quedó chueca para siempre.

      El primer punto de reunión era un quiosco verde, famoso por vender bolsas plásticas con Coca-Cola congelada por 100 pesos (con el poco comercial nombre de “cubos”) y unos chocolates con 0% de Cacao. Algunos valientes fumaban, sabiendo que por ahí pasarían todos los docentes, párrocos y apoderados de la comunidad escolar. Yo compraba el diario y me lo ponía bajo el brazo. En mi imaginación me veía como un pequeño ejecutivo, listo para una reunión de negocios en Ciudad Empresarial. En la realidad, era lo más parecido a un niño italiano abandonado en un barco en medio de la Segunda Guerra Mundial. Al entrar, un lobby con imágenes de Don Bosco y Domingo Sabio, mártires de la congregación salesiana, a la cual el Liceo Camilo Ortúzar Montt pertenecía y, supongo, todavía pertenece. También un mueble con trofeos deportivos, ninguno de los últimos 10 años. Adentro se veía un patio gigante, mucho espacio para el deporte, en contraposición a una biblioteca escueta en donde lo más pedido eran los libros compilados bajo el título Condorito de Oro. Los alumnos, todos hombres, debíamos formarnos en dos líneas perfectas cada mañana, separadas por un brazo de distancia y mirando fijo al inspector que daría el mensaje diario de adoctrinamiento, el “buenos días”. El director no era una persona estable. Se había intentado teñir el pelo varias veces y el resultado era un mix de colores difícil de describir. Tras un par de avisos de utilidad pública y un automático padrenuestro, cada uno partía a su sala a empezar la jornada escolar.

      ~

      Yo estaba contento ese lunes, porque un vecino de la villa me había prestado un cómic donde Batman se enfrentaba a Drácula (e incluso en un momento Batman se transformaba en Drácula) y tenía muchas ganas de leerlo. Llegué a mi puesto en la sala, atrás en una esquina. Mi mochila roja, sin embargo, ya no estaba sobre la pequeña mesa que me había autoasignado a principios de año. Un grupo de alumnos, a los que consideraba mis mejores amigos del curso, habían decidido a mis espaldas no hablarme más, sin ningún motivo aparente, salvo seguir los caprichos de Franco Zúñiga, el carismático líder del grupo. Franco –ahora me doy cuenta que tiene hasta nombre de mala persona– quería sentarse con el Zurita, su nuevo mejor amigo, querido y admirado por emborracharse, a sus escasos 13 años, con la recién estrenada Lemon Stone. Me sacaron del grupo. Me echaron. Me dejaron relegado lejos de la banda, al otro extremo del salón. Recuerdo haber peleado un par de minutos por mi puesto, hasta que llegó el profesor y nos obligó a tomar nuestros lugares. Solo, al otro lado de la sala que contenía al séptimo básico C, vi mis lágrimas caer sobre las imágenes de Batman sacando colmillos de vampiro. Me sentí tan mal. Sentí lo que era no pertenecer. No tener amigos. No ser parte de nada. Ser solo. No me podía quedar ahí. Cuando llegó el recreo me fui directo donde la orientadora, a quien le decíamos la Tortuga, por su postura física y fría personalidad. Su trabajo era ayudar a los niños con problemas personales, enfocando gran parte de su trabajo en los alumnos cuyos padres estaban separados o en proceso de separación, es decir, el 80% de la población estudiantil. Inmediatamente me preguntó si mis padres seguían viviendo juntos. No respondí. Le dije que quería irme. Que no podía estar en el mismo lugar donde había sido rechazado. Que mi mamá me viniera a buscar ahora. Que la llamaran. Que viniera por favor. ¡Ahora! Mi madre llegó de emergencia en el Lada Samara, que milagrosamente aún funcionaba, y me llevó a la casa. No entendió por qué yo estaba así de triste. Al llegar a casa no hablamos mucho del tema. Fingí sentirme enfermo, y lo hice tan bien que al rato efectivamente me enfermé. Vomité con un capítulo de Los Venegas de fondo. Me dolió el rechazo de ese grupo de amigos. O ex amigos. Desde ese día supe que tener amigos sería el mayor problema de mi vida.

      ~

      Mi papá era de la idea de arrendar esa casa en Macul para siempre. Mi mamá no. Compraron entonces una vivienda en una de esas villas temáticas de La Florida. A diferencia de Macul, La Florida tiene toda la personalidad del mundo. Una comuna símbolo de la clase media embaucada en el sueño de la educación como vehículo de cambio social, que permutó sus espacios públicos por dos mall a muy corta distancia uno del otro, y se transformó en icono de progreso al tener el metro “por arriba”. Yo vivía frente al Líder más grande de Chile, que ­alguna vez fue noticia porque Don Francisco, disfrazado de civil, lo visitó en su inauguración y se dio cuenta de que estábamos muy consumistas los chilenos. Recuerdo ver a dos señoras pelear por unos neumáticos, en el pasillo siete. Minutos más tarde, fueron consultadas por este altercado y ambas comentaron que no tenían auto. Mario estaba muy ­desilusionado ­durante el reportaje, pero era difícil verlo tras su disfraz de gente común, con una boina que me recordaba a mi abuelo y unos pantalones grises que me recordaban a mí mismo. Mi villa, la villa El Alba, consiste en una selección de ríos del sur, conectados por avenidas que tenían nombres de lagos. Estaba Río Frío, Río Manso y Río Simpson, conectados por Lago Yelcho, por ejemplo. Al medio había una multicancha que nunca ocupé. Y a ambos costados, unos potreros que nunca crucé. Se terminó de pavimentar después de que me fui.

      ~


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