Mi vida como dibujante. Fabrizio Copano
en el límite entre ambas comunas. Así que todo lo que hacíamos sucedía, técnicamente, en La Florida. Igual a veces, en discusiones con gente de familias de apellidos vinosos, juego la carta de mi clase social y digo que era de Puente Alto. Solo para ganar el punto. Puente Alto es jugar a ganador, especialmente ante mi desesperada falta de argumentos. Cuando llegamos a vivir al barrio, no estaba terminado. Había maestros de la construcción trabajando aún. Los vecinos, como toda la clase media baja, desconfiaban de ellos y creían que los robos que habían sucedido en las últimas semanas estaban ligados a su presencia. La lógica era que, como habían construido las casas, sabían cómo entrar. Eso tendría sentido si fueran fortalezas, no espacios hechos con vulcanita y rejas del tamaño de un arbusto. No solo los maestros sabían cómo entrar, cualquier persona con un carné de identidad y la fuerza de un perro ni tan grande, podía abrir la puerta de una casa de la inmobiliaria Aconcagua. Además, las ventanas eran sumamente delgadas, sonaban como terremoto con la menor ráfaga de viento y en el invierno quedaban estilando con el frío.
Un vecino muy religioso, que a raíz de mi nombre intentaba hablarme en italiano cada vez que me veía, regaló a todos unos silbatos por si veíamos algo sospechoso. Esto sucedía a comienzos de los 90, cuando Joaquín Lavín era alcalde de Las Condes y cualquier idea ingeniosa y poco elaborada cobraba adeptos instantáneamente. Todos teníamos nuestros silbatos, pero nadie los ocupaba. Las hijas del promotor de los silbatos eran mis únicas amigas del barrio. Sí, durante al menos dos años de mi adolescencia, mi grupo de amigos del barrio fue solo un grupo de mujeres. Todas de la misma familia. Las hermanas Videla. Eran cuatro, pero durante los meses en que las conocí, nació una quinta. Me gustaba jugar con las hermanas Videla, me sentía cómodo y querido. No había competencia, no tenía que demostrar nada. En los juegos no había ganadores ni perdedores. Ya no recuerdo por qué dejé de juntarme con ellas.
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Cuando pienso ahora en Bernardo, no me puedo imaginar su cara. Creo que nunca lo vi de cerca. Su vivienda no tenía pasto. Una vez vi pasar frente a mi casa un auto sin chofer. Cuando me acerqué vi que era el papá de Bernardo, quien manejaba casi acostado en el asiento y a alta velocidad por el estrecho pasaje. Tampoco puedo imaginarme cómo era su padre. Por alguna razón, lo relaciono físicamente con Eduardo Bonvallet, pero debo estar equivocado. Alguna vez con mi amigo Rodrigo fuimos a buscarlo para andar en bicicleta y el padre abrió la puerta semidesnudo, susurrando “no está”, por no más de tres segundos. Todos decían que Bernardo era tonto. Que solo tenía amigos por su PlayStation 2. Pero ahora me lo imagino como un niño abandonado y me da pena. Espero que esté bien, le pido perdón. Alguna vez me preguntó cómo podía arreglar su computador, ya que estaba muy lento. La verdad es que yo no sabía cómo hacerlo, pero no quería desilusionarlo. Le recomendé que lo dejara apagado por dos meses y cuando lo prendiera iba a estar en perfectas condiciones. No entiendo aún por qué mucha gente veía en mí a un erudito de la tecnología. Quizás fuera porque la caja del computador que mi padre compró estuvo en el patio abandonada por un buen tiempo: inconscientemente me empezaron a considerar un hacker. Pero yo no quería ser eso. Aunque no sabía qué quería ser.
En la casa esquina de la cuadra siguiente, color verde musgo, vivía un dibujante. Me enteré que su principal trabajo consistía en colorear para la serie de dibujos animados española Las tres mellizas, la cual había visto pero nunca con atención. Supe que era dibujante porque luego de pintar las escenas que ilustraba, las colgaba en el patio como si fueran calzoncillos húmedos. Su casa estaba a muy mal traer, no tenía pasto, todo era café y lo único que parecía tener luz eran sus pinturas. Él tampoco parecía una persona muy colorida, era un hombre cabizbajo, golpeado por la vida. Hernán y Hugo eran sus hijos. Compartía la tuición con su ex esposa, por lo cual solo se los veía por el barrio semana por medio. Ambos eran particularmente pequeños, seguro que en algunos países de Europa serían considerados enanos. Hernán era el líder, con su distintiva guayabera. Parecía un personaje de la película Carlito’s way mezclado con el skater norteamericano Tony Hawk. Estaba orgulloso de haberse subido una vez a la motocicleta de su papá y manejado una cuadra. Un día tomó mi mano, miró mis puños y me dijo que yo sería bueno pegando combos, porque se me marcaban “buenos cachos”, refiriéndose a mis nudillos. Rápido se hicieron amigos nuestros. No había mucho en común, salvo la baja estatura y la relativamente poca distancia entre nuestras viviendas.
Me gustaba entrar al pasaje Río Manso, e incluso hasta el día de hoy lo hago secretamente al menos una vez al año. Mirando la calle desde la avenida principal se ve en la esquina una casa con ampliaciones. Una casa-esquina. Es más grande que las del resto, de dos pisos, y tiene un estacionamiento con portón eléctrico. Ahí vivía un joven bien desagradable. Se llamaba Gabriel, tenía pecas y el carisma del dueño de una tienda de ropa de diseño. Era bueno para andar en patines y su mamá era una mujer atractiva, con un aire precordillerano, que contiene menos polución pero también menos oxígeno, así que también se la notaba venida a menos. Cuando lo conocí, y a pesar de una diferencia de edad de al menos cinco años, era el mejor amigo de Rodrigo.
Yo primero conocí al hermano de Rodrigo. Era alto, con pelo rubio y buen físico, según recuerdo. Con ese ímpetu de barrio, actitud desafiante y al mismo tiempo humilde y caballeroso con los más viejos. Según la escuché decir, su hijo era inteligente y se estaba perdiendo al juntarse con “los de la villa del frente”. Primero, nunca vi que existiera una villa al frente. Siempre consideré que era una continuación de nuestra propia villa, principalmente porque tenía el mismo nombre. Segundo, una vez compró una pistola a fogueo, cuyas instrucciones venían solo en chino. Me preguntó qué decía en la caja, ya que según él yo sabía inglés. Creo que se explica mi punto. No era un genio, pero tampoco era una mala persona. A Rodrigo, un año mayor que yo, lo recuerdo como mi único amigo del barrio y quizás el más importante de mi infancia. No teníamos tantas cosas en común, salvo el entusiasmo. Él quería armar y desarmar cosas. Pequeños objetos, lavadoras, autos, legos, lo que fuera. Yo solo lo apoyaba, intentando aparentar interés e incluso algún nivel de conocimiento. Una vez, con un portón y una bicicleta, armamos un go-kart y lo tiramos desde una montaña, autopropinándonos heridas leves. Rodrigo también pensaba que yo sabía mucho de computadores. Cuando por primera vez compró una torre CPU, me llamó para que la prendiera primero, pues temía que si lo hacía él se incendiaría de forma instantánea.
A diferencia de su hermano, no era nada de tonto. Rodrigo era emprendedor y aprendía rápido. Una vez, por agosto, compró papel y palillos de bambú, y se puso a hacer volantines para vender en septiembre en la puerta de mi casa. También mezclaba vidrio molido con alcohol, para hacer hilo curado en el living de la suya. Era muy talentoso elevando volantines y cortando los de los demás, a largos tramos de distancia. Yo era muy malo en ambas disciplinas. Esa fue la primera vez que mi falta de talento me liberó de cometer un crimen. Pero no la última.
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Hernán quemó una casa abandonada. Estaba al final de la villa, cerca del potrero. La casa llevaba abandonada varios años y el mito decía que unos mendigos vivían adentro. Muchos creen que esos mendigos murieron ahí. Yo no lo sé, pero creo que no, creo que estaba vacía. Sé que Rodrigo y Hernán planearon quemar la casa y que lo hicieron un sábado en la noche, de aburridos. Sé que Rodrigo se puso a robar chapas de autos después de eso y empezó a coleccionarlas en las paredes de su pieza. En uno de sus robos, lo atraparon los dueños del auto y le pegaron hasta romperle un brazo. Sé que luego se retiró para ser mecánico, y logró abrir su propia empresa: Arredondo Performance. Junto con su hermano tuneaban autos y llegaron a tener una colección de cuatro vehículos estacionados en su patio, pequeños city car con turbo y alas. Sé que ahora vive en Australia, tiene novia y postea memes contra la crisis en Venezuela y a favor de Sebastián Piñera. Sé que es una buena persona y que está orgulloso de mí. Me escribió un mensaje para decírmelo, pero no le contesté. Hacía tiempo que había dejado de hablarles. Franco Zúñiga me hizo desconfiar de las amistades, y antes de que ellos decidieran echarme, me encerré en mi pieza y tal como ese desafortunado vecino me puse a dibujar sin parar. Tenía 12 o 13 años, creo. Mientras mi madre se preocupaba por mí y mi falta de amigos, yo me transformé en dibujante. Y mientras el fuego se comía una casa a un par de cuadras, yo dibujaba una tortuga gigante saliendo del océano en una isla abandonada. No me arrepiento.
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