Un beso perdurable. Gabriela Bejerman

Un beso perdurable - Gabriela Bejerman


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si no es Picasso es otra cosa, un autor al que no leí, un texto que no entendí, un disco que no escuché, una obra que no vi, un evento al que no fui, una nueva onda de la que no me enteré.

      Estoy en falta.

      La otra noche te esperé bajo la lluvia mil horas

      Una fiesta en el garaje de un edificio. Hace calor, tenemos once años y bailamos descubriendo el universo preadolescente de los ochenta en la calle Olleros. Pero de pronto… ¡todos están cantando esta canción! La otra noche te esperé bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro, ah ah ah. Y cuando llegaste me miraste y me dijiste: loco, estás mojado, ya no te quiero, ah ah ah. Todos la conocen, todos la cantan, todos tienen una complicidad de la que estoy excluida. ¿Cómo nadie me hizo escuchar esta canción antes? ¿Por qué papá sólo pone Vivaldi, Mozart, Beethoven o a lo sumo los Beatles? Vuelvo a casa avergonzada de mí y de mi familia, que podría haberme abierto las puertas del rock nacional a tiempo, antes de quedar afuera. Afuera del baile, de la fiesta, de mi generación y de cualquier sensación de pertenencia y validación grupal. No conozco una canción: no existo.

      Te estás tocando sin darte cuenta

      Ok, va pasando el tiempo. Trece años, la peor edad. Lo único que quiero en la vida es tener novio. Mis fantasías de infancia son bailar en una discoteca con luces de colores abrazada a un chico. Pero llega la adolescencia y nadie gusta de mí. En cambio, yo tengo listas espumosas de nombres de varones que me gustan. Es más, el grado entero menos un par de horribles intragables es la lista de los chicos que me gustan. Yo no estoy en la lista de nadie.

      Esta noche estamos de fiesta en un departamento con las luces apagadas y un balcón abierto. ¡Parece que Adrián Castro Ramírez gusta de mí! Quizá me proponga ser su novia, para que no hablemos por una semana y luego la relación termine. Eso es un noviazgo a los trece a fines de los ochenta en un colegio cheto de Belgrano. Él está sentado cerca, pero no tanto. Me puse los pantalones ajustados de moda y la camisola bien amplia, quizá de mamá. Me abstraigo y fantaseo con el romance en puerta. ¿Será realmente que gusta de mí? ¿Cómo será cuando se me tire?

      Al rato una compañera de curso me susurra, alarmada o alarmista: tenías tu mano entre las piernas, abiertas, ¿no te diste cuenta? Todo el mundo pensó que te estabas tocando.

      Qué espanto, qué horror, qué vergüenza. Y sobre todo, qué lástima. Qué lástima que, adentro o afuera de la fiesta, no se me ocurrió tocarme a mí misma, en vez de esperar que el príncipe azul me pida matrimonio o me saque a bailar o me dé el primer beso.

      Seseo

      Me gustaba mucho hacer teatro. Participé de los grupos extracurriculares que la escuela ofreció en segundo, cuarto y quinto. Me sentía especial, una chica que de un día para otro podría protagonizar el nuevo Pelito o saltar directamente a Hollywood por un golpe de suerte y paladas de talento natural.

      Cuando charlamos con el profe progre copado de barba hacia fin de año (quinto) y yo comenté que quizá me anotaría en el conservatorio, él, con muchísimo tacto, dijo que me convenía ir a una fonoaudióloga para solucionar un temita de pronunciación.

      ¿Yo seseaba? ¿18 años de vida seseando? ¿Todo este tiempo había seseado y nadie me lo había dicho? ¿Todos se habían dado cuenta menos yo? Entonces no valía nada que me hubiera aprendido de memoria el monólogo entero de Fuenteovejuna, tan difícil. Ni valían mis hermosas actuaciones en las obritas de fin de año en inglés —para demostrar a los padres lo bien que aprendíamos el idioma—. Todo era en vano. Claro, yo era un fracaso, lo que siempre me había temido, y no había para ello solución. Jamás volvería a ofrecer mi voz y mi pronunciación al juicio ajeno. Prefería caer en el olvido, en el silencio, antes que en la ignominia.

      Flores para no agradar

      No sé cómo se llaman, pero mi psicóloga me dio flores de Bach que sirven para contrarrestar el apremio de agradar a los demás. Por ejemplo: responder demasiado rápido. Responder demasiado rápido que sí. Y sonreír con un revoltijo en la garganta, segura de que la que está en falta soy yo.

      Escribí estas viñetas sobre las piedras fundamentales de mi inseguridad haciéndome la graciosa para asegurarme una sonrisa de reconocimiento, una palmada de aliento, una legítima aprobación.

      Aunque para mí fue una desaprobación rotunda, aquel ejercicio de inglés lo pasé raspando. Porque fair significa justo. Es justo equivocarse. Injusto es sentirme siempre en falta. Tengo derecho de gozarme a mí misma sin mirarme en un espejo ajeno. It’s fair.

      Qué alivio. Me doy gracias.

      Rápido por los teclados

      Hoy charlando con mi amigo José me di cuenta de que dos mujeres que tuvieron roles secundarios en mi vida han quedado cruzadas como si fueran una sola. Fueron dos mujeres amargas en roles didácticos frente a una niña ávida y sensible. Dos mujeres que jamás pensaron que hoy estarían juntas aquí, en mi página de la memoria.

      Cuando estaba en séptimo grado fui a la academia Pitman. A mi papá le pareció que era algo que me iba a servir toda la vida y, como en tantas otras cosas, no se equivocó. De hecho ahora mismo se escucha el sonido desesperado de una tecla tras otra y puedo decir que me resulta enervante ver a alguien tipear con dos dedos.

      La academia quedaba en la calle Cabildo casi Monroe. Yo iba los viernes, eso también le daría algo de clima festivo, además del aire de libertad que tenía para mí asistir a una actividad de adultos sola. Cada uno tecleaba en su propia y gastada máquina de escribir donde no había letras, claro. Durante la primera parte de la instrucción, uno podía mirar en lo alto de la sala un enorme cartel semejante al teclado. Alzabas la vista mientras los dedos se movían yendo por sus caminos: a,s,d,f… Ya en la segunda parte te sentaban de espaldas al cartel, las letras habían entrado desde las yemas de tus dedos hasta tu cerebro para no borrarse más.

      Después venía una tercera etapa. Al contrario de las anteriores, en que escuchabas el ritmo de toda una sala de islas autómatas tecleando, te encerraban en una sala, te ponían unos auriculares y entrabas en el desafío de tipear a la velocidad de la luz.

      Pitman combinó muy bien con mi acelere natural. Tal vez también por eso el recuerdo es tan grato. Pero yo iba demasiado rápido y por eso cometía errores. Hasta hoy, por ejemplo, si no me esmero, escribo Gabirela en vez de Gabriela. Al final de cada ejercicio venía una especie de guardiacárceles con una birome roja y marcaba cuántas veces me había equivocado. La recuerdo muy bien, tenía un delantal blanco y, a pesar de su juventud, era mustia. Cumplía con su trabajo sin afecto y sin pasión, jamás me sonrió y seguramente sentía que la vida la trataba igual que ella a mí. Cuando a la noche se iba a dormir, otra vez tendría en la mano una birome roja y su calificación imaginaria siempre sería deficiente, sus únicos sueños serían los que tenía al dormir, y con la tinta roja nunca dibujaría un verdadero corazón.

      Volvamos a Gabirela, la ávida aceleradita que a los doce subía feliz a su clase de dactilografía. De ella me quedó el tacto en letras, el empeño por no tener cruces rojas y la velocidad incómoda con que hago todo. A veces también leo rápido y entiendo cualquier cosa, hace poco me pasó: decía “crónica de viaje” y yo leí “crianza de viaje”. También me pasa con el oído, escucho cualquier cosa y lo digo en voz alta, ¿dijiste copetín discreto? Queda un hermoso chiste con el que me divierto, al menos yo; me enorgullezco de entender mal, siento que es un talento: el de convertir el mundo a mi propia religión. Pero… a pesar de esto, quisiera no ir tan rápido.

      En aquella época de Pitman también existía Ilvem, con su método de lectura veloz. Todo lo que fuera rápido, para mí era un ideal; cuando viajaba en subte y veía la publicidad con ese cerebro futurista me decía a mí misma que debía tomar el curso. Sin embargo, una vez un compañero de Letras muy admirado me dijo que estaba aprendiendo a leer más despacio. ¡Qué sorpresa me resultó su comentario! ¿Cómo podía alegrarlo eso?


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