Somos las hormigas. Shaun David Hutchinson
me tomaba las cosas demasiado a pecho. Se esconde tras la excusa de que solo está de broma, de que el resto del mundo tiene que aprender a tener más sentido del humor. Normalmente, lo habría pasado por alto, pero estaba demasiado cansado, demasiado dolido y demasiado decepcionado. Fue la humillación la que hizo que no me pudiera callar:
—¿Tú te crees que esto a mí me hace puta gracia? ¿Tener que llamar al tío que primero me humilla y luego me la empalma para que venga a rescatarme en medio de la nada a las tres de la mañana? ¿Te crees que yo así me lo paso bien o qué?
El semáforo se puso en verde, pero el coche no se movió. Marcus me miraba con curiosidad, pero no tenía ni idea de lo que estaba pensando.
—Me alegra que vinieras a mi fiesta.
—¿Qué?
Marcus se encogió de hombros.
—Tendría que haberte invitado, pero pensé que no vendrías. Me alegra que lo hicieras.
Aquello no se acercaba ni remotamente a lo que esperaba que él dijera, y no supe qué responder. Sus momentos de sinceridad son escasos, pero a veces es majo cuando cree que nadie lo ve. Eso era lo único que hacía que siempre acabara volviendo con él, pero ya no era suficiente.
Marcus arrancó por fin y, cuando hubimos avanzado un poco, dije:
—Me llamaste escoria. Me hiciste sentir como escoria.
—Tranquilízate, Henry. Tienes la piel muy fina. —Marcus me miró, pero yo me negué a mirarlo a los ojos—. Oye, intenté buscarte para disculparme, pero te habías ido.
—Ya.
Marcus dio un giro y se metió en un Taco Bell. Las luces rosas y moradas emitían un brillo chillón en el aparcamiento vacío. Paró el coche, se desabrochó el cinturón de seguridad y se volvió hacia mí. No tenía una sonrisa en la cara, sino una expresión de franqueza que me ponía nervioso:
—Para mí es algo más que sexo, ¿sabes?
—¿El qué?
—Nosotros.
—¿Existe un «nosotros»?
Con Jesse, nunca necesité definir nuestra relación. Desde el principio, nos sentimos como una unidad. Éramos como dos signos de interrogación, uno de apertura y otro de cierre; por larga que fuera la frase, yo siempre sabía que él estaba al otro lado. Pero, con Marcus, no sabía qué era yo. ¿Era simplemente su objeto directo, o algo más?
Marcus apretó los dientes. Los músculos de su mandíbula se tensaron. Me miraba como si tener que responder a una simple pregunta no estuviera a su altura. Como si yo no estuviera a su altura.
—Henry…
Me bajé del coche. Estábamos a medio camino de mi casa, pero ya estaba más cerca que antes.
—Seguiré andando.
—Sube al coche, Chico Cósmico.
Cerré la puerta con toda la fuerza que pude y me regodeé en el ruido sordo que hizo, pero Marcus me chafó el momento bajando la ventanilla, así que le hice una peineta por si no me había entendido a la primera.
—Venga, Henry. Me he levantado en mitad de la noche por ti. ¿Acaso eso no demuestra algo? —Su voz no escondía nada de sarcasmo ni condescendencia. Era casi suficiente como para hacerme creer que le importaba.
—Demuestra que creías que te llevarías una paja por acercarme a casa.
Marcus agarró el volante con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. No estaba acostumbrado a que le gente le dijera que no. Había crecido rodeado de personas que lo habían convencido de que él se merecía todo lo que quisiera y que nadie debía negarle nada.
Una camioneta roja entró a la zona del Taco Bell a toda hostia con el tubo de escape trucado, anunciando al mundo que el conductor tenía un micropene. Vi la pegatina del Instituto Calypso a la vez que Marcus.
—Sube al coche y lo hablamos, Henry.
—Ya no importa.
Cuando la camioneta llegara a la ventanilla de pedidos, el conductor vería a Marcus. Me vería a mí de pie al lado del coche de Marcus. Después de un momento de duda, Marcus arrancó, huyó del aparcamiento y me dejó tirado otra vez.
Hice a pie el resto del camino hasta mi casa, ocultándome entre las sombras para evitar llamar la atención de los policías que patrullaban. Calypso es un pueblo tranquilo y la policía a veces no tiene nada mejor que hacer que incordiar a todo el que parezca que no encaja, y eso incluye a adolescentes en mitad de la noche que solo llevan unos bóxeres de ballenas besándose y una camiseta de atletismo.
Esta es mi vida. Un desfile de humillación y sufrimiento. Antes de lo de Jesse, podía soportar ser el Chico Cósmico. Él sabía lo de las abducciones, pero nunca me había hecho sentir como un chalado. Antes de lo de Jesse, sabía que no importaba lo que me pasara, que podría soportarlo siempre que estuviéramos juntos. Pero ahora vivo en un mundo después de lo de Jesse, donde duele echarle tanto de menos y nada tiene sentido. Mi novio y mi mejor amiga me habían abandonado. Marcus me usaba para follar. Soy el hazmerreír del instituto y un fantasma en casa.
Odio a Jesse por dejarme aquí. Si me lo hubiera pedido, me habría ido con él.
Me equivocaba al creer que los limacos me habían dado libertad. Ir a la fiesta no había cambiado nada. Si acaso, había empeorado mi vida. Ya no me importaba por qué me habían elegido a mí para decidir el destino de la Tierra. No importaba.
Cuando llegué a casa, con los pies llenos de cortes y rozaduras, decidí que no pulsaría el botón.
A la mierda. Que arda el mundo.
22 de septiembre de 2015
Después de la fiesta, me encerré en mí mismo y conté los días que quedaban para el fin del mundo (ciento veintinueve, por si las matemáticas no son lo tuyo). Habían pasado casi dos semanas desde que Marcus me dejara tirado en el Taco Bell y no había intentado disculparse. Ni mensajes, ni notas, ni manoseos en el baño a la hora de comer. Lo único que había cambiado era que me llamaba Chico Cósmico el doble de veces, lo cual solo reafirmaba mi decisión de no pulsar el botón.
Si los limacos querían a alguien que salvara el mundo, habían elegido a la persona equivocada. Marcus pulsaría el botón para salvar su pellejo, Audrey lo pulsaría porque realmente cree que todas las personas del planeta merecen vivir, y estoy seguro de que incluso Charlie lo pulsaría, pero solo porque el botón es rojo y le gustan los colores vivos.
No sé qué habría hecho Jesse. Él era capaz de ver la verdad de las personas, entendía a la gente de una forma en la que yo nunca podría. Quizás habría salvado el mundo porque merecía que lo salvaran, o quizás no habría pulsado el botón porque creería que lo único que haríamos es encontrar otra forma de aniquilarnos. Cualquier decisión que hubiera tomado habría sido la correcta. Jesse era el mejor de todos. Y, sin duda, lo mejor de mí.
Pero eso no importa. Los limacos me eligieron a mí y, por lo que a mí respecta, la vida no es más que un espectáculo de improvisación y todo nos lo inventamos al momento.
Mientras la señora Faraci nos hablaba sobre disoluciones reguladoras y pH, yo fingía prestarle atención apoyado sobre el puño y tapándome un ojo, pero con el otro abierto para que pareciera que estaba despierto. Mi madre y Charlie seguían peleándose cuando coincidían en la misma habitación, así que no conseguía dormir mucho en casa. Creo que al final me pudo el sueño, porque el timbre me sobresaltó. Marcus me dio una colleja cuando pasó por mi lado y tiró una moneda de cinco centavos sobre mi pupitre, que rebotó sobre mi libro y se fue rodando por el suelo.
—Quédate