Damas de Manhattan. Pilar Tejera Osuna
de su llegada a Nueva York decidió dejar la escuela de medicina para inculcar nociones de enfermería a las familias inmigrantes del Lower East Side. Empezó haciéndolo en la Escuela Técnica Hebrea para Niñas al tiempo que visitaba y atendía a los enfermos hacinados en la zona. Pero al comprender que necesitaba estar más cerca de los pacientes se mudó, junto con otra enfermera, Mary Brewster, a una espartana habitación de un edificio de viviendas situada en la calle Jefferson. Pasado un tiempo se animaron a comprar un apartamento en el 265 de Henry Street. Aquello fue posible gracias al apoyo de un banquero y filántropo judío, Jacob Schiff, con gran interés en que se prestara ayuda a los «pobres judíos rusos» llegados a la ciudad.
Las cosas marchaban bien y en un momento dado Lillian Wald decidió abogar por los estudios de enfermería en las escuelas públicas. A partir de aquel momento, las cosas cambiaron para siempre en la ciudad de Nueva York y en el país entero. Fue la primera en acuñar el término: «enfermera de salud pública».
Había asomado la cabeza en un mundo hasta entonces inexistente y sus iniciativas no cayeron en saco roto. La Junta de Salud de Nueva York decidió apoyar la creación de la Organización Nacional de Enfermería, la primera del mundo y que Lillian Wald llegaría a presidir.
Pero su sueño era sacar adelante un centro que ofreciera, además de atención médica, servicios sociales y educación en materias que iban desde la lengua inglesa hasta la música. Después de trabajar duramente en el proyecto, el Henry Street Settlemen abrió sus puertas en 1893. La iniciativa contó también con los fondos de Jacob Schiff.
Como si los ojos del barrio se hubieran abierto a las posibilidades de mejorar las cosas, se produjeron más cambios. En 1902, nueve años después de su fundación, el Henry Street Settlement acondicionó uno de los primeros parques infantiles de la ciudad de Nueva York en el patio trasero del edificio para ofrecer un ambiente seguro donde jugar a los niños de las calles. Ese mismo año se financió también la primera escuela pública de enfermeras de la ciudad de Nueva York. El crecimiento del proyecto fue imparable. En 1906, el centro contaba con 27 enfermeras y atrajo nuevos apoyos financieros. Siete años después, contaba con siete edificios repartidos a lo largo de Henry Street así como dos centros satélite con tres mil miembros en sus clases; 92 enfermeras que realizaban anualmente doscientas mil visitas a domicilio. Todo un lujo a principios de siglo.
Había tanto por hacer que a Lillian Wald no le daban los días ni las horas. Se interesó también por el desempleo, los desahucios, la capacitación de las comadronas, la situación de los niños que no iban a la escuela por defectos físicos, el trabajo infantil y hasta por las condiciones laborales de las empleadas en los comercios y las fábricas. Fue precisamente esa apertura de miras, esa camaradería con las enfermeras que le ayudaron a poner en marcha sus iniciativas, lo que tal vez la llevó a establecer relaciones tanto románticas como platónicas con otras mujeres. De ellas obtenía apoyo, consejos y una valiosa inspiración. Entre ellas, la abogada Helen Arthur y Mabel Hyde Kittredge, que la ayudaron en el programa para servir almuerzos en escuelas públicas.
Lillian Wald estuvo a cargo del Henry Street Settlement hasta 1933. Durante sus cuarenta años al frente impulsó campañas de reforma social, de salud pública y de antimilitarismo, así como una cruzada por los derechos humanos. Fue una de las grandes reformistas de la ciudad y una fuente de inspiración para las progresistas. Algunas de sus innovaciones, como la creación de parques infantiles y los programas de almuerzos escolares, redefinieron la educación en todo el país.
Mucho antes de que las grandes instituciones filantrópicas se crearan a lo largo y ancho del país, Lillian Wald ayudó a fundar la Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color, la Oficina de Niños de los Estados Unidos, el Comité Nacional de Trabajo Infantil y la Liga Nacional de Sindicatos Femeninos. También se le debe la Escuela de Enfermería de la Universidad de Columbia. Además de todo ello, puso en marcha los seguros de enfermería gracias al acuerdo alcanzado con la Metropolitan Life Insurance Company.
Aunque el Servicio de Enfermeras a Domicilio de Nueva York se disolvió en 1944, la iniciativa fue pionera. Brindó a muchas mujeres una oportunidad a través de la formación y el empleo. Gracias a ello pudieron tener una carrera y su propia riqueza, al margen de sus esposos o de sus familiares, trabajando fuera casa.
El edificio de ladrillo rojo de Henry Street aún se mantiene en pie y sus programas siguen ayudando a cientos de familias.
CUESTIÓN DE PERSONALIDAD
LINA ASTOR
(1830-1908)
El nacimiento del Waldorf Astoria
La 5.ª Avenida es, entre otras muchas cosas, el escenario central en el que transcurre la novela de Edith Wharton: La edad de la inocencia, obra que le valió a su autora el Premio Pulitzer en 1920. En ella se describe la élite social que vivió en Nueva York en los años 1870, ofreciendo un retrato de algunas de las familias aristócratas de Manhattan de finales de siglo. En esta amplia avenida, concretamente en su intersección con la calle 33, se abrió el primer hotel de Nueva York, el Waldorf Hotel —de trece pisos y cuatrocientas cincuenta habitaciones—, el 13 de marzo de 1893, en el sitio donde el multimillonario William Waldorf Astor había tenido su mansión. Su creación se debió a una rencilla familiar en la que tuvo mucho que ver su tía, Caroline «Lina» Schermerhorn Astor, una de esas grandes figuras de la burguesía neoyorquina, que con su actitud cambió para siempre el paisaje social de Manhattan.
Puede decirse que la historia arranca en 1862, cuando Lina Astor se establece en la esquina suroeste de la calle 34 con la 5.ª Avenida, confirmando así el estatus de la zona. No será hasta 1893 que esta arteria de la ciudad se verá transformada, dejando de ser una calle residencial para convertirse, podríamos decir, en una zona comercial, con la construcción del hotel Astoria; pero hasta entonces hay más de tres décadas de historia neoyorquina en las que Lina Astor tiene mucho que contar.
Vestida con su largo traje de terciopelo negro, un fino collar de perlas en el cuello y un broche de oro prendido cerca del discreto escote, Lina Webster Schermerhorn Astor, presidió las cenas celebradas en las más opulentas mansiones neoyorquinas a finales de siglo xix. Toda ella rezumaba poder. Repartía amables y escuetas palabras, solo propias de quien se sabe una diosa. Su aire de suficiencia acompañaba cada uno de sus gestos, sus dedos enguantados se dejaban caer en las manos de quienes se inclinaban ante ella, soñando con sus favores en un ambiente decadente propio de una película de Visconti. En aquellas veladas solo tenían permitido el acceso quienes estaban en la «Lista de Cuatrocientos», las personas más relevantes del país según lo estipulado por el árbitro social Ward McAllister, su amigo y confidente.
El 23 de septiembre de 1853 se habían unido dos respetables familias cuando Lina Shermerhorn contrajo matrimonio con el empresario, criador de caballos de carreras y navegante, William Backhouse Astor jr., heredero de una saga de emprendedores que había amasado en el pasado una fortuna con el comercio de pieles, invirtiendo más tarde su dinero en bienes raíces en la ciudad de Nueva York. Pero a pesar de la riqueza de la familia Astor, Lina tenía un pedigrí superior y aquello se evidenciaba en su distinción. Esta dama nacida en 1830 formaba parte de la aristocracia holandesa descendiente de los primeros colonos y ahora paladín de la alta sociedad. La suya era una de las familias que, con el crecimiento de la población y la creciente urbanización del bajo Manhattan en la década de 1830, había decidido trasladarse al norte de Bond Street, cerca de la ultramoderna Lafayette Place, que había sido desarrollada, por cierto, por el abuelo paterno de su esposo.
Lina Schermerhorn había sido educada no solo para hablar francés con fluidez o para saber moverse con la elegancia de una emperatriz. Le habían inculcado desde niña que su posición le abriría puertas, pero también generaría celos y envidias, sobre todo, entre sus más allegados, y aquello habría de convertirse en una profecía.
Lina Schermerhorn se ocupó de criar a sus cinco hijos y administrar su hogar. Pero, gracias a la herencia familiar, dependía mucho menos de su esposo que la mayoría de las casadas de la época. Aquello le permitió disfrutar de cierta libertad para vivir a su antojo.
En 1862 el matrimonio mandó construir en la 5.ª Avenida