Las infancias y el tiempo. Esteban Levin
también lo hace en y por el tiempo, el cuerpo y los acontecimientos.
En esta instancia primera se tratará-se trató-se trata del tiempo del devenir por fuera de la repetición de la resignificación o el a posteriori. Momento privilegiado está, estuvo y estará en la ocasión del salto, la caída, el pasaje y la pérdida. No medible, huye del sentido pleno, insustancial; existe al romper la homogeneidad, la linealidad e irrumpe entre el antes, el después y el ahora. Existe simultáneamente vacío de contenido numérico y letras, pervive en cada acontecimiento originario de la experiencia infantil. Constituyen los prismas del tiempo.
En el territorio de Nunca Jamás, con Peter Pan conviven sus amigos de aventuras, piratas, hadas, guaridas, Wendy, los archienemigos, los Niños Perdidos… En fin, un territorio que no deja de construir desventuras plagadas de intrigas, enigmas, muerte e ideas que, lejos de dar miedo, lo causan y aprisionan aún más en una vida fantástica por la cual es y existe eternamente.
Peter no sería tal sin la isla que jamás nunca podrá ser otra más que ella misma. Los niños, durante la infancia, crean los propios prismas del tiempo. Conviven con ellos sin cristalizarse en uno. Móviles, plásticos, los atraviesan, juegan, imaginan y fantasean como jamás lo han hecho y lo harán.
Ante determinado sufrimiento, el dolor de existir cobra tal magnitud que indefectiblemente paraliza el sentido, detiene el devenir, enfría la experiencia y el afecto que ella conlleva, se defiende del otro y lo otro. Arma otra isla, plena de un afecto que no puede donar ni mover más allá. El tiempo bloqueado opaca lo fantástico y, refugiado en la repetición de lo mismo, se cobija en el cuerpo, la acción, la estereotipia, los síntomas. Pétreo, goza una y otra vez de la potencia del encierro, displacer que sin embargo lo protege de la pérdida. La plasticidad, en lugar de enlazar, estalla.
Conjeturamos que el malestar opaca el cristal, le quita el brillo, la transparencia y el reflejo en un proceso de esmerilado que, en vez de dar lugar a otra imagen, la oscurece y apaga, aunque de algún modo deja entrever el sufrimiento amorfo sin espejo. El tiempo del dolor sufriente encarnado en el cuerpo cobra existencia subjetiva; en bloque monolítico, detona lo inerte.
Los niños nunca nacen jugando; para que lo hagan, el Otro (encarnado en la madre el padre, los adultos, los hermanos) tendrán que jugar con ellos. Lo hacen con el cuerpo, el lenguaje, que constituye el campo y el tiempo de la ficción en escena. El otro desea al jugar, lo alimenta y cuida; se trata del don de amor al hijo, pero hay un momento en el que ese otro se ausenta y el pequeño debe esperar la llegada; entonces, las sensaciones y movimientos corporales comienzan a tener un lugar central. De algún modo ocupan el vacío, la ausencia de plenitud conforma el entretiempo constitutivo, es la ocasión de la experiencia corporal investida del don del deseo encarnado en la caricia y la palabra. Los primeros cristales del tiempo (3) instituyen el umbral del placer corporal, no como cuerpo-cosa, sino como sujeto que compone la plasticidad simbólica.
Tamara ha sido muy deseada y demandada, sus padres y hermanos esperaron mucho que llegara (luego del nacimiento de los dos primeros hijos, recién tras años de intentos, la mamá logró volver a quedar embarazada). Desde el inicio, la pequeña se convierte en el centro del amor familiar. Comporta la mirada, la palabra y el deseo de todos. Cuando comienzan a ponerle algún limite, ella se opone: solo quiere hacer lo que quiere; si no, reacciona golpeándose fuertemente la cabeza contra cualquier superficie sin registrar el mínimo dolor.
En las sesiones junto a los padres, Tamara no habla y la experiencia lúdica se empobrece en el hacer sensoriomotor de abrir o cerrar la puerta de una casita de juguete, vestir o desvestir una muñeca, lanzar pelotas, mover juguetes, tirarse por un pequeño tobogán… Los papás, predispuestos, le ofrecen juegos, objetos, libritos. Ella los toma, parece jugar, pero finalmente no lo hace. La acción pierde riqueza, languidece en sí misma, sin mucha relación con el otro.
Cuando por algún motivo los papás le dicen que no puede hacer algo o se niegan a su deseo, la intempestiva reacción de Tamara es violenta; golpea con fuerza la cabeza contra el piso, una silla, la pared, o cualquier cosa que esté a su alcance.
El “no” no alcanza a evitar el golpe: conmueve el ruido siniestro de la cabeza, la frente, la nuca o las orejas contra una superficie dura. Rápidamente, la toman, la sostienen y evitan la situación. Muchas veces le dan lo que quiere (por ejemplo, un juguete, la mamadera, una golosina, sentarse arriba de la mesa) y otras la contienen (en brazos, a upa, provocándole otra postura) hasta que logran calmarla o, con el paso del tiempo, la reacción se le pasa…
En varias entrevistas con los padres surge el tema de los límites. La mamá cuenta que, luego del destete, Tamara continúa buscando y tocándole el pecho en distintas circunstancias. Y que ella duda entre dejarla o no, pero finalmente cede.
Recalco justamente la vacilación en el límite: esa es una de las dificultades para reposicionarse y producir algún cambio. Los papás concuerdan con esta idea y de allí en más, ante la oposición de la mamá, la pequeña se ofusca, protesta pero, en lugar de golpearse, por primera vez empieza a decir “mamamama” para dirigirse a ella y llamarla. El tiempo del “no” habilita que la demanda circule en otra legalidad donde lo corporal, contenido en el deseo y la prohibición, abre a su vez la posibilidad del lenguaje y la de otra posición.
Entretiempo, primera hora (60 minutos)
Los paréntesis hacen que el tiempo respire.
El lenguaje y la experiencia son siempre después del tiempo de la infancia, pero él es también lo anterior del lenguaje y la experiencia. Entre ellos se produce un “entre” inefable e inalcanzable; es una memoria del después en el ahora del antes, un cristal. Me gustaría llamarlo “el tiempo del devenir”, temporalidad afectiva cuya función conecta, es efecto y causa de los prismas que generan la apertura.
Lo abierto del tiempo donará, dona y donó el lugar de la invención de lo nuevo, donde la experiencia de la palabra ligada al cuerpo lo recrea a través de la imagen, el espejo la divide de lo corporal y, al mismo tiempo, hace de puente. Al jugar, los niños realizan el cristal del tiempo sin pensar ni calcular. En ese espacio se va dando cuenta de que nada de aquello que comienza termina en él y que ya se originó en el después del antes donde todavía no estaba. El tiempo comienza a mover, a ser efectivo, sin entender ni saber por qué mueve. (4)
El tiempo de la infancia divide un pasado en la actualidad que historiza un futuro en resonancia. Al jugar, lo temporal se desprende y transita a través de un vacío que funciona como un tajo abierto al afuera, y liga el adentro. La temporalidad de los niños reúne lo que separa, establece dos orillas y un puente como un pasaje de redes que entretejen la historicidad en prismas de tiempo.
Los niños (juegan, jugaron y jugarán) toman conciencia de la finitud y la natalidad que implica la pérdida de lo anterior, un desgarro necesario que abre lo que todavía no es y anuda lo que ya fue, aquello que simultáneamente está siendo. En ese contexto, los niños crean el territorio ficcional del Nunca Jamás, utopía realizada, memoria del devenir que definimos como heterocronía (5) del tiempo.
La condición corporal de Peter Pan no se expone a la inquietud del tiempo, no recuerda ni se sostiene en lo anterior de la historia; parte, comienza, salta y vuelve siempre al mismo lugar. Existe solamente en la isla, resiste con todas sus fuerzas a cualquier cambio que implique perderla; vulnerable, consolida la ambivalencia (crecer y no hacerlo), vive la fantasía como realidad y viceversa, sin siquiera diferenciarla. Al hacer uso de la imagen corporal ella se separa, “se independiza”, del cuerpo, salta, vuela; ilimitada, se olvida de él. ¿Es posible desatarse del acontecimiento del cuerpo? Peter, ¿existe como ser corpóreo siendo atemporal?