La inexplicable lógica de mi vida. Benjamin Alire Sáinz
solo que el relámpago no provenía del cielo, sino de algún lugar dentro de mí. Ver toda esa sangre saliendo a borbotones de la nariz de otro me hizo sentir vivo. Esa es la pura verdad. Y aquello me asustó.
Tenía algo dentro que me asustaba.
Lo siguiente que recuerdo es estar mirando fijamente a Enrique mientras este seguía tumbado en el suelo. Había vuelto a ser el joven tranquilo de siempre (bueno, tranquilo no, pero al menos podía hablar).
—Mi padre es un hombre —dije—. Se llama Vicente. Así que, si lo quieres llamar de alguna manera, llámalo por su nombre. Y no es marica.
Sam se limitó a mirarme. Yo también la miré.
—Bueno, esto es una novedad —comentó—. ¿Qué ha pasado con el chico bueno? Jamás habría pensado que serías capaz de pegar a alguien.
—Ni yo —afirmé.
Sam me sonrió. Era una sonrisa rara.
Bajé la vista hacia Enrique. Intenté ayudarlo a incorporarse, pero él no iba a dejar que lo hiciera.
—Vete a la mierda —replicó levantándose del suelo.
Sam y yo lo observamos mientras se alejaba.
Se volvió y me hizo un corte de mangas.
Me quedé un poco aturdido. Miré a Sam.
—Es posible que no siempre sepamos lo que tenemos dentro.
—Es cierto —dijo Sam—. Creo que hay muchas cosas que encuentran un escondite en nuestro cuerpo.
—Tal vez esas cosas deban mantenerse ocultas —comenté.
Volvimos a casa despacio. Durante mucho rato Sam y yo no dijimos nada, y aquel silencio entre ambos resultó definitivamente perturbador. Por fin habló ella:
—Qué bonita manera de empezar el último curso.
Fue entonces cuando comencé a temblar.
—Oye, oye, ¿no te he dicho esta mañana que íbamos a arrasar?
—Qué graciosa —respondí.
—Oye, Sally, Enrique se lo merecía. —Me dirigió una de sus sonrisas; una de las tranquilizadoras—. Sí, claro, no deberías ir pegando a la gente. Eso es una mierda. Tal vez tengas a un chico malo muy dentro que está esperando a salir.
—No, ni de broma.
Me convencí a mí mismo de que solo acababa de pasar por un momento muy extraño. Pero algo me decía que ella tenía razón. O al menos un poco de razón. Agitado, así me sentía. Quizá Sam estuviera en lo cierto respecto a lo que escondemos dentro. ¿Qué más cosas se ocultaban ahí?
Continuamos el resto del camino en silencio.
—Vamos a Circle K. Te compro una Coca-Cola. —A veces bebía Coca-Cola; me reconfortaba.
Nos sentamos en el bordillo de la acera y bebimos nuestros refrescos.
Cuando me despedí de Sam en su casa, me abrazó.
—Todo irá bien, Sally.
—Sabes que llamarán a mi padre.
—Sí, pero el Señor V. es guay. —«El Señor V.», así llamaba Sam a papá.
—Sí —respondí—, pero da la casualidad de que el Señor V. es mi padre. Y un padre es un padre.
—Todo irá bien, Sally.
—Sí —dije.
A veces estaba repleto de síes poco entusiastas.
Mientras caminaba hacia casa, recordé la expresión de odio de Enrique Infante. Aún oía el «marica» resonando en mi cabeza.
Papá… Papá no era esa palabra.
Jamás sería esa palabra. Jamás.
Luego se oyó un trueno, y comenzó a llover a cántaros.
La tormenta me envolvió, no era capaz de ver nada de lo que tenía delante. Seguí caminando, con la cabeza agachada.
Simplemente seguí caminando.
Notaba el peso de mi ropa empapada por la lluvia. Y, por primera vez en mi vida, me sentí solo.
Papá. Yo. Problemas
Sabía que tenía serios problemas. Muy, muy serios. Me había metido en un buen lío. Papá, que a veces era estricto, pero siempre atento, y que jamás gritaba, entró en mi habitación. Mi perra, Maggie, estaba echada en la cama junto a mí. Siempre sabía cuándo me sentía mal. Así que allí estábamos, Maggie y yo. Supongo que se puede decir que sentía lástima de mí mismo. También era una sensación rara, porque sentir lástima de mí mismo no era uno de mis pasatiempos. En todo caso, sería uno de los de Sam.
Papá cogió la silla de mi escritorio y se sentó. Sonrió. Conocía aquella sonrisa. Siempre sonreía así antes de tener una charla seria conmigo. Se pasó los dedos por su espesa cabellera canosa.
—Me acaba de llamar el director de tu instituto.
Creo que desvié la mirada.
—Mírame —me pidió.
Lo miré a los ojos. Nos quedamos observándonos durante un instante. Me alegró no ver furia.
—Salvador —dijo entonces—, no está bien hacer daño a los demás. Y de ningún modo está bien ir por ahí dándoles puñetazos en la cara.
Cuando me llamaba Salvador, sabía que se trataba de un asunto serio.
—Ya, pero no sabes lo que dijo.
—No me importa lo que dijera. Nadie merece que lo agredan físicamente solo por haber dicho algo que no te gusta.
Me quedé callado un buen rato. Finalmente, decidí que necesitaba defenderme. O, por lo menos, justificar mis acciones:
—Hizo un comentario de mierda acerca de ti, papá.
En otro momento habría llorado, pero seguía demasiado enfadado como para llorar. Él siempre decía que llorar no tenía nada de malo, y que si la gente lo hiciera más a menudo, el mundo sería un lugar mucho mejor. No es que él siguiera su propio consejo. Y aunque yo no estuviera llorando, se puede decir que estaba un poco avergonzado de mí mismo (sí, lo estaba); de lo contrario, no habría tenido la cabeza inclinada. Sentí los brazos de papá sosteniéndome. Luego, me apoyé contra él y susurré:
—Te llamó marica.
—Ay —respondió—, ¿crees que nunca he oído esa palabra? Y peores. Esa palabra no expresa ninguna verdad, Salvi. —Me cogió de los hombros y me miró—. La gente puede ser cruel. Odia lo que no comprende.
—No quieren comprender.
—Tal vez no quieran hacerlo. Pero debemos encontrar una manera de disciplinar el corazón para que su crueldad no nos convierta en animales heridos. Somos mejores que eso. ¿Acaso no conoces la palabra civilizado?
Civilizado. A papá le encantaba esa palabra. Y por eso le encantaba el arte, porque civilizaba el mundo.
—Sí, papá —afirmé—. Lo entiendo, de verdad. Pero ¿qué sucede cuando un maldito bruto como Enrique Infante está siempre echándote el aliento en la nuca? Quiero decir… —Comencé a acariciar a Maggie—. Quiero decir que Maggie es más humana que la gente como Enrique Infante.
—No discrepo de tu valoración, Salvi. Maggie es muy dócil. Es dulce. Y en este mundo hay gente mucho más animal que ella. No todos los que caminan a dos patas son buenos y decentes. No todos los que caminan a dos patas saben usar su inteligencia. Ya lo sabes, tendrás que aprender a alejarte de las personas violentas a las que les gusta gruñir. Podrían morderte.