Cruz de olvido. Carlos Cortés
los Legionarios de la Libertad, no sería más que la versión universitaria del partido y que Augusto Baby Morales tal vez ni siquiera conocía a Jaime, pero, igual que su hermano mayor, tuvo que estar presente –"por responsabilidad, vos sabés, de la política"–: noblesse >oblige.
Pero, para decir algo en su favor, a diferencia de lo que pudo haber sido el Procónsul en sus beligerantes años universitarios, su hermanito no prometió ni el fuego vengativo ni la sangre purificadora, ni siquiera la imperativa justicia pronta y cumplida. Se atuvo a dar una breve semblanza de mi hijo como estudiante ejemplar y ya. Después, muy ceremoniosamente, se encajó sobre la cabeza un gran sombrero charro y empezó a cantar. De inmediato lo rodearon unos mariachis impecables y tocaron las canciones preferidas de los Legionarios de la Libertad: El rey, Cruz de olvido, el Son de la Negra, Vamonos, Que te vaya bonito, Amanecí en tus brazos... Y el hermanito lloró intensamente. Lloraba, cantaba, lloraba. No cantaba mal, por cierto. Parecía que se estaba despidiendo del mundo. Lloraba, cantaba, lloraba. Muy triste. Tristísimo. Como si solo tuviera su tristeza.
Llovió entonces. Llovió con fuerza y el agua dispersó con rapidez el escaso gentío. Nos quedamos unos pocos mientras finalizaba la lánguida ceremonia: la caja en tierra, una breve oración, y cuando todo terminó, cuando se fueron las últimas personas, los sepultureros, y solo quedaron unas cuantas coronas de flores regadas por el barro lleno de pisadas, me percaté de la inmensa plantación de tumbas blancas sobre la que caía aquella lluvia blanca, desolada, inesperada, de marzo, lloré.
Cuando solo quedamos Jaime y yo, solos, como la única presencia tangible bajo aquel mundo de agua, entonces lloré. Lloré todo lo que pude. Lloré hasta saciarme. Lloré hasta que sentí que ya había llorado por todos aquellos muertos.
Esa noche Dante me encontró borracho y afiebrado y no me dijo nada. ¿Por qué sabía que Jaime no estaba ahí abajo? O tal vez no lo sabía.
VI
40 años no es nada
Aquella noche, Ricardo Blanco se había preparado, se había alistado, se había amueblado como quien entra, de una vez por todas, a la historia y marcha, paso a paso, junto a ella. Cumplía 40 años, se sentía joven y bello, se sentía admirado, imitado, continuamente citado, y a la vez deliciosamente aborrecido, envidiado y todopoderoso ante sus detractores. Babyface, le decían.
Los costarrisibles lo reconocían y lo aplaudían. No podía pasar inadvertido: en el supermercado, en un restaurante, en cualquier sitio; siempre era él, a la intemperie, inolvidable y eterno. Cumplía 40 años, dirigía con éxito el primer telenoticiero del país, ganaba muy bien, mucho más de lo que jamás se hubiera imaginado en sus inicios, ya totalmente olvidados, trotskistas, y estaba a punto de escribir su primer libro, cuyo título le fascinaba y repasaba mentalmente cada vez que podía: Asesinato en familia. ¿No era un título hermoso?
Nunca ambicionó ser escritor, o quizá sí, una mezcla de Hemingway y Raymond Chandler, pero quería tener al menos un libro que agregar a su abultado currículo. Pero sabía que jamás lo publicaría. Es más, que jamás lo escribiría. ¿Por qué él, que lo tenía todo en el mundo, tendría que ponerse a transcribir las confesiones del Maestro, del viejo maestro? ¿Qué tenía que ver él con aquellos asesinatos “en familia”?
No conocía todos los hilos ni la trama, pero era difícil no amarrar cosas por aquí y por allá. Era demasiado tonto como para no ser inteligente. Era demasiado inteligente como para no hacerse el tonto.
Durante una eternidad, el Maestro, “Papi” Miranda, el mejor periodista de su generación, fue el secretario del Benemérito de la Patria, del Padre de la República, del Padrastro de la Democracia, del Abuelo de la Nación, del Padrino de la Constitución –copio textualmente del obituario escrito por la cronista social Purita de Rivera, muchos años después–, “El Zorro” González, Ricardo González Montealegre o Ricardo González Guardia –depende del abuelo–, el único hombre que había sido cuatro veces presidente en la historia del país. Y el Maestro, cuando empinaba el codo y se cogía todo el brazo, whiscacho tras whiscacho, desabrochaba la lengua y en la ensalada aparecían El Panameño y sus muertos. Aparecía la plata de la “contra”, el trasiego de armas y de cocaína y otro montón de enredillos de los que era mejor hacerse de la vista muy pero muy gorda. Así que, ni modo, Ricardito sabía que nunca, de antemano, que nunca podría escribir Asesinato en familia. ¿Qué sabía él de Olof Palme y de aquellos callejones oscuros que llevaban a sus asesinos hasta los amigos del Panameño? ¿Qué sabía de los muertos de La Penca y de Edén Pastora, vivito y coleando? ¿Qué sabía de la plata de la NED para ayudar a la UNO y que se había perdido en aquella carrera de relevos que empezaba en el Panameño y que, según el Maestro o según el Benemérito de la Patria, terminaba en algún amigo cercano del Procónsul? ¿Qué sabía él, Ricardito Blanco, de esos enredos en los que querían meter a su pobre Procónsul o a su otro hermano del alma, Siete Puñales, su flamante ministro del Interior, todos ellos buenos ciudadanos, paladines de la libertad y de la seguridad? ¿Qué tenía que ver aquella “familia”, como la llamaba con rabia, en el colmo, en el borde, en el abismo de la intoxicación alcohólica, el Maestro, en la que estaba metida el “hermanito menor” del Procónsul, que las malas lenguas decían que más bien era su hijo y no su hermano menor?
Pero Ricardito Blanco era demasiado vivo como para no hacerse el tonto. ¿Qué mierda sabía él de literatura y de libros? Nada. Lástima ese título tan guapo: Asesinato en familia, que se le había regalado enterito el Maestro en sus borracheras. ¿O sino Incesto y crimen o Todos en la misma cama? No, no, no. Asesinato en familia. Divino, divino. Y pensar que no lo escribiría jamás por falta de huevos y de corazón. El estaba seguro que el Procónsul, sin embargo, no tenía que ver con aquel atolladero de mierda en el que lo querían meter. No, ni mierda, nada que ver. Eran cosas de Siete Puñales y de su viceministro de Seguridad. A la puta, sin duda. Eran cosas del Gato López y de su amigo, el Panameño. El Procónsul tenía las manos limpias. Qué lástima. Pero por lo que potis había dejado aquellas versiones bien grabaditas en su estudio privado, en videocasete. Por lo que potis, por si las moscas, por si aca... Tan bonito título y nunca lo iba a escribir, él, que era un gacetillero nato. Nato e innato. Un culiador nato. Por delante y por detrás, por derecho y por revés.
Pero esta noche el Colegio de Periodistas, la Presidencia de la República y el Ministerio de Cultura lo homenajearían con el premio nacional de periodismo.
Desde que empezó a estudiar –para ser gacetillero– pensó en ganarlo. Más bien pensaba, con esa soterrada soberbia que emergía de su interior, que la decisión se había postergado excesivamente y seguro que por razones políticas. Ya había ganado varios premios e incluso el del “sacro colegio de gacetilleros” y uno de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) por sus crónicas juveniles. Pero no tenía la medalla al mejor periodista del año, sino hasta ahora.
Sabía perfectamente que era el Procónsul, su íntimo “enemigo” y Presidente de la República, quien había presionado para lograr la decisión de sus colegas, pero sobradamente lo merecía.
—El Procónsul lo que quiere es comprarme. Muy bien. Yo valgo mucho más –decía Blanco en privado con los ojos brillantes de ironía y, a la vez, de codicia. La certeza de “valer mucho más” no estaba en discusión, por algo sus colegas no lo soportaban e intentaron ningunearlo por todos los medios posibles hasta que ya no les quedó más remedio que aceptar “mi peso en oro”, como él mismo decía. Sí, Ricardito Blanco valía mucho más.
Durante su último viaje a Nueva York había escogido especialmente unos zapatos Florsheim. Una corbata de seda, Dior, que había esperado, hasta pasar de moda, varios años en su closet. Pero en su última visita a Nueva York fue a Saks Fifth Avenue por un “ajuar” completo. Como si fuera una novia que busca su vestido blanco de raso, adquirió, como lo había querido hacer siempre, dos docenas de camisas blancas, con su monograma, RB, y un par de gemelos de oro, para abrochar los puños de las camisas, con el mismo símbolo.
Todo dependía de un jurado de “notables” de la profesión, de sus colegas injustos y malagradecidos. Todo dependía, como siempre, de la “justicia universal”, como él acostumbraba repetir