Cruz de olvido. Carlos Cortés

Cruz de olvido - Carlos Cortés


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entrenado por ella estuviera involucrado. Pero me faltaban motivos. ¿Acaso mis propios hermanos, los sandinistas, tendrían más razones para haberlo hecho? Yo era nada más que un peón en la larga cadena de trasiego. Yo no tenía vela en ese entierro, en el entierro de la Revolución, o al menos eso pensaba yo entonces.

      ¿Cuántos eran? ¿Los asesinos? ¿El asesino? Tal vez dos o 20, todo depende. En la tierra había un ajedrez imposible de huellas cruzadas, superpuestas unas a otras, borrosas y diseminadas. Era imposible que eso diera algún resultado positivo en cualquier investigación policiaca. Yo ya lo sabía. Por eso sabía que Jaime estaba vivo, pero por las mismas razones podría pensar que estaba muerto y que nada más querían asegurarse de que yo volviera a Costa Rica y que soltara la lengua. En el fondo de mi razón, de mi confiada razón, a punto de estallar, pensaba, creía, estaba completamente seguro, absolutamente confiado, en que una masacre de semejante magnitud no podría quedar impune en ningún país, menos en Costa Rica, pero de nuevo estaba equivocado. Pero la impunidad no tiene nada que ver con la verdad. El país era demasiado pequeño como para albergar a un grupo de asesinos capaces de hacer algo así y que no lo supiera todo mundo. En Tiquicia todo se sabe, pensaba mientras daba pequeños sorbos al café hirviente y trataba de consolarme, por adelantado, de los días que tendría que sufrir y que se precipitaron como una inesperada, mojante y rápida lluvia tropical.

      Salí de Chelles y seguí por Cuesta de Moras hasta pasar la Asamblea Legislativa y el Museo Nacional. Atravesé un par de cuadras más y me encontré con el viejo hotel Bellavista: ahí, 15 o 20 años atrás, todos habíamos perdido la virginidad, y el hallazgo inesperado, más que repentino, me pareció una señal de buen agüero. Era el lugar perfecto. El sitio era discreto y sucio, entre un estacionamiento y una panadería. En la esquina de la calle seguía estando una cantina y media cuadra más allá un célebre hotel de putas, el Bristol, quizá el más famoso de San José. Toda mi generación había pasado por ahí y, evidentemente, yo también, y ahora me pareció que la inmensa estructura nacida de la madera y nada más que de la madera y del comején estaba a punto de venirse abajo. Pero cuando hablaba de perder la virginidad hablaba de amor y no de putas. ¿Karen, llamame Karen, Tania, Sheila, cómo se llamaba? A medio kilómetro de ahí se localizaban la Policía Judicial y el circuito de la Corte Suprema de Justicia. Era un lugar ideal, cerca de todo y de todos, a la vez visible e invisible.

      El hotel seguía siendo regentado por el Negro Willys. Lo supe porque en el vestíbulo me abrió la puerta un negro adormecido que instantáneamente me ofreció una llave y me preguntó si quería agua caliente y me reclamó la cuenta, por adelantado, en dólares. En dólares. Ya en la habitación, que tenía las paredes de plywood y un tapiz espantoso con flores de lis doradas en círculos rojos, pensé que era una locura alojarme en aquel cucarachero. Pude haberme hospedado en el Chelsea, no lejos de aquí, pero ese hotel ya no existía y en su lugar había un restaurante chino. Toda la ciudad parece haberse convertido en un inmenso restaurante chino.

      El Bellavista no era un hotel de mala muerte, pero había pasado, evidentemente, sus mejores épocas. Revisé minuciosamente las sábanas y el colchón y luego me acuclillé debajo de la cama hasta examinar perfectamente el piso. Al menos todo era limpio y no había manchas de humedad en ninguna pared. El peor hotel del mundo era el preferido de July, mi madre, el Imperial de Puntarenas, que tenía una inclinación de 40 grados sobre la playa y que nos obligaba a caminar sostenidos de las paredes. Y donde las cucarachas sabían cantar las mañanitas y las matábamos a zapatazos que hacían cimbrar toda la estructura carcomida por la sal. A la par del Imperial, el Bellavista era el Ritz.

      No quise quitarme la ropa, cosa que instintivamente hago, o no hago, siempre que llego a una habitación desconocida y maldita, como son las de todos los hoteles baratos. Recordé de súbito que el jeep estaba lleno de mis pertenencias de 10 años en Managuardiente y, sin embargo, me quedé dormido, en un abrazo conmigo mismo. ¿A quién podría abrazar, en aquel entonces? Eran las seis de la mañana de un día nefasto y el ruido de los autobuses subiendo a toda velocidad por Cuesta de Moras arrulló mi desasosiego.

      Esa larga noche diurna ni siquiera se presentó un recuerdo agradable a ayudarme a dormir, pero me dormí de pura desolación, de pura consolación. Soñé, me imagino, pero no me acuerdo de nada. A las dos de la tarde desperté y bajé a grandes zancadas las escaleras del segundo piso hasta el vestíbulo. En el parqueo el jeep seguía ahí, desbordado con las poquísimas cosas que quise conservar, pocas, muy pocas, pero que de cualquier forma formaban un buen montón. Un buen montón de mierda nostálgica. Dos negros me ayudaron a descargar el jeep y lo dejaron todo en cajas y en desorden. Pude ver entonces en esas cuatro cosas el amontonamiento de la vida: no demasiada ropa, libros, fotografías, mi diario de Managua, una pistola, la pistola con la que maté a Laura, afiches, discos de larga duración, de los viejos, como agujeros negros de música desperdiciada. Ni siquiera pude sacar una colección de victrolas que me habían heredado unos burgueses finqueros de Granada, que me habían tomado cariño, antes de marcharse a Miami. ¿Y todo para qué? ¿Uno es realmente aquella disminuida o pretenciosa acumulación de chunches sin destino?

      En una maletita de metal, verde olivo, del ejército, estaban mis viejos enseres revolucionarios: bandera, la primera cinta grabada de No pasarán, pañoleta, el silabario de Carlos Fonseca Amador, una antología manoseada de los escritos de Sandino, fotos de la última campaña de alfabetización. Todo lo demás lo había dejado atrás, como acostumbraba hacer cada vez que cambiaba de lugar, de mujer, de vida, de oficio o de mundo.

      Por eso nunca había logrado reunir una biblioteca. Los restos de mi biblioteca universitaria, en 25 cajas marcadas por una X, se habían podrido en el patio trasero de la casa de July. Hace unos años me escribió y me lo dijo: limpiaron el patio y cuando alzaron los paquetes todo se despedazó y en vez de libros lo que quedaba era una pulpa viscosa y negra, podrida, devorada por el tiempo.

      Nadie sabía o nadie debía saber que había vuelto a San José. Al menos, eso creía yo. La ilusión, sin embargo, duró muy poco. Fui al Bank of America y descubrí que en vez de los 500 dólares de la venta de un automóvil de segunda mano, hace más de una década, la cuenta registraba un millón de dólares. La felicidad ja, ja, ja, ja. Hasta entonces pensaba que aquellos 500 dólares eran el único territorio de mi vida que quedó fuera de la Revolución, aguardando mi regreso.

      En el momento del triunfo lo dejé todo y salí corriendo, en busca de los compas y del futuro que había dejado de ser una tentación. El millón de dólares era la mejor explicación de por qué había vuelto a Costa Rica. Alguien me estaba pagando, por adelantado, un trabajo pendiente, pero en ningún momento me hice la ilusión de que ese inmenso botín fuera para mí sino para un pez grande. En realidad, no era un millón, sino casi 20 o 19 y pico, pero a mí solo me correspondía uno, un millón de dólares, como una cifra simbólica. Ahora sabía, al menos, por qué debía de volver a Tiquicia.

      Al triunfo de la Revolución era un viejo de 28 años y tenía cualquier cosa menos un punto donde apoyarme. Tenía un hijo que casi no conocía y dos exmujeres que nunca llegué a conocer del todo. Después de mi pleistoceno sexual en el diario popular La Hora, y de su clausura, había transcurrido por muchos de los diarios y de las corresponsalías de Centroamérica y en espera del triunfo mis días languidecieron como copy en una agencia de publicidad de mierda. Ahí, en la agencia, donde aprendí lo único que sé del sentido práctico de la vida –todo lo demás es utópico– me había dejado enrolar por dos cosas que al menos una vez en la vida uno debe de mezclar: el amor y la revolución.

      Lucía Reyes, Lucía Re, era sandinista, era el enlace con un hospital de guerra que estaba en Liberia, en el norte del país, y además cantaba, cantaba y cantaba. Ambos éramos copy –el negro que le pone las palabras a los spots publicitarios–, ganábamos muy mal y nos enamoramos locamente y para toda la vida. Pero la vida es muy corta. Lucía conocía a todo el mundo en Nicaragua y yo a nadie, salvo a los pocos que habían vivido clandestinamente en Costa Rica. Nuestro amor eterno duró apenas lo necesario como para instalarme después de la insurrección. Unos seis meses.

      Quizás yo era demasiado poco avispado para el atronador furor revolucionario y ella, como yo esperaba, se escapó con un comandante. No con uno de los nueve, que eran los únicos que tenían el grado de Comandante de la Revolución


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