Diario de Nantes. José Emilio Burucúa
y sus aplicaciones en mera manipulación de BD. El punto de partida de esta tendencia parecería haber sido un artículo de Chris Anderson, publicado en 2008, cuyo título traducido transmite el siguiente disparate: “El fin de la teoría. El diluvio de datos torna obsoleto el método científico”. Tal aluvión nos llevaría a encontrar patrones, según Anderson, que la ciencia no puede lograr. Así se establecen correlaciones absurdas e inútiles del tipo: la curva de las tasas de gente ahogada al caer de un bote en los lagos, ríos y costas marítimas de los Estados Unidos se superpone con la curva de las tasas de matrimonios en Kentucky, hasta un 95% de coincidencias en sus perfiles. O bien: las crisis financieras tienen siempre su origen en una sola causa, la deuda pública. Longo cree que la propia ciencia matemática viene a socorrernos de tanta estupidez. Los teoremas de Van der Waerden y de Ramsey establecen que, dada cualquier secuencia lo suficientemente larga y densa de valores de una variable, siempre es posible encontrar una secuencia correlativa referida a otra variable cualquiera, sin relación física, formal o causal entre ellas. Frente a aquellas estupideces, Longo propone volver a la sencillez metodológica de Demócrito, quien, al ver el desgaste de los escalones de un templo y verificar que el paso de uno o dos fieles por allí no cambiaba en lo más mínimo el aspecto visible de los escalones, dedujo que el desgaste debía ser un proceso muy lento de pérdida de partículas imperceptibles, detectado sólo al cabo de larguísimos períodos. De allí concluyó Demócrito que la materia había de estar formada por átomos tan diminutos que los sentidos comunes no alcanzaban a distinguirlos, salvo si mediase algún efecto de desprendimiento como el sugerido por el tránsito de los caminantes en las escaleras de un templo. Hubo dos respuestas, a las muchas preguntas formuladas a nuestro primer ponente, que retuve, admirado de su sencillez y contundencia. 1) La investigación emprendida por Longo tiene por objeto definir los mejores términos del diálogo a establecer entre la historia y las ciencias naturales, de modo tal que haya un enriquecimiento y no un aplastamiento mutuo (él cree que buena parte de la situación actual se debe al empobrecimiento cultural, literario, filosófico que afecta a los científicos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial). 2) La matemática interactuó casi cuatro siglos con la física, un maridaje que ha fertilizado a una y otra ciencia; decenas de nociones matemáticas nuevas, inéditas, inesperadas, nacieron de esas relaciones (para empezar, el cálculo infinitesimal, conocido en principio como “cálculo de fluxiones”, que buscó encontrar las herramientas para entender y medir los movimientos del cielo y de la Tierra). Sin embargo, a pesar de que la matemática lleva setenta o más años interactuando con la biología, no ha salido de allí ni una sola idea matemática nueva, se trata sólo de aplicaciones ultracomplejas de lo ya bien inventado en su reino.
A Longo siguió nuestro conocido Andreas Rahmatian, quien disertó sobre “La naturaleza de las leyes en el derecho y la economía”. Buena ponencia, pero sin el esplendor ni la novedad radical de los cincuenta minutos (nada más que eso), iguales a los de Andreas, empleados por el organizador del coloquio. La diferencia mayor entre ambas disciplinas respecto de las leyes es que los economistas dicen haberlas encontrado y los juristas, haberlas creado. Interesante. Rahmatian arrancó con la definición de nuestros objetos en el sentido jurídico (básicamente desde la perspectiva del derecho penal): conjunto de reglas que ordenan a las personas cómo han de comportarse. Hans Kelsen, figura mayor del positivismo legal, pretendió fundar una ciencia estricta del derecho y, para ello, entendió que las normas debían ser analizadas sin efectuar consideración alguna de sus contenidos ni de sus propósitos sociales. Por lo tanto, era necesario separar estrictamente la ley de la moral y pensar que el objetivo de una ciencia legal no podía ser nunca el de justificar ni mejorar un sistema legal concreto, cualquiera fuese. Aunque algo desacreditado, el positivismo de Kelsen todavía es aplicado por jueces y abogados en todo el mundo. El británico Herbert Hart quiso suavizar ese punto de vista en su libro El concepto de derecho, de 1961, donde intentó definir el contenido mínimo de la ley natural y referirlo a la noción de justicia, cosa que Kelsen rechazó por entender que la justicia no era un objeto abordable por parte del pensamiento científico. En 1971, John Rawls publicó la Teoría de la Justicia y rescató la legitimidad de emitir afirmaciones sobre lo justo y lo injusto, basadas en el uso del pensamiento racional. De allí extrajo su idea de la justicia como equidad, tributaria del moralismo de Adam Smith. Andreas prosiguió su recorrido con el examen de los antecedentes históricos de las aproximaciones científicas al concepto. Boyle y el propio Newton investigaron las posibilidades de lograr una ciencia legal que fuese tan racional como la ciencia de la naturaleza. Cesare Beccaria no se preguntó acerca de los contenidos de las leyes, sino de la predictibilidad de las decisiones de un juez según lo establecido por los códigos, lo cual sería el primer reaseguro de un pueblo contra la arbitrariedad. Beccaria pensaba que los jueces estaban obligados a resolver las causas criminales mediante una operación silogística: la premisa mayor la daba la ley general; la premisa menor, la conformidad de la acción juzgada a las leyes; la conclusión debía ser el otorgamiento de la libertad o la prisión por el tiempo establecido en el código. Lord Kames, de quien casi sabemos todo cuanto merece la pena gracias a Rahmatian, anhelaba construir científicamente el derecho para conseguir que el ejercicio de la autoridad quedase sometido a la razón. Nuestro expositor aludió al uso peculiar que las escuelas norteamericanas hacen de las teorías jurídicas, a las que pasan siempre por el tamiz de lo que habría sido la voluntad de los Padres Fundadores de la nación. Hubo algo más que un dejo de ironía europea en la acotación. Andreas pasó entonces a examinar la cuestión de los fundamentos metafísicos de todos los puntos de vista reseñados hasta ese momento. Dios fue la base y fuente de la ley hasta el siglo XVII; la naturaleza lo sería en el siglo XVIII, tanto en los partidarios franceses de la religión natural como en los pensadores escoceses, para quienes existe un amor universal de los seres humanos hacia lo justo. Hasta el positivismo de Kelsen tendría un apoyo metafísico último, por cuanto subyace en su ciencia la idea de la necesidad de una organización social, sin ser puesta en discusión. Hasta Hume entendió que tal necesidad estaba implícita en cualquier argumento de fondo sobre las leyes y, por eso, aceptó el valor de la jurisprudencia, garante segura del orden social, frente a las pretensiones de la razón natural. Por último, Andreas desembocó en la distinción que nuestro coloquio necesitaba: la ley en el sentido jurídico es un “debe”, hecho por el hombre, y cambia con el tiempo; la ley natural es un “es”, independiente de la volición humana, que el ser humano descubre a partir de la observación del mundo. El jurista prescribe y el físico describe. No obstante, hay dos casos importantes a señalar en los que se da una combinación del “debe” y el “es”: Galileo la imaginó en el horizonte de la física, Adam Smith la usó para enunciar las leyes del mercado y estatuir la “mano invisible”, de la que salieron tanto un desideratum moral de organización económica cuanto la economía matemática. A la hora de los comentarios, Alain Supiot nos recordó la conveniencia de aunar panoramas tan exhaustivos de la tradición occidental y otras visiones de la ley como la de la Common Law o la del dharma, según el cual las leyes cambian constantemente, no sólo en el curso cíclico de las reencarnaciones, sino en la vida de un hombre cuando pasa de una edad a la otra. Sigamos el ejemplo del análisis comparativo de Montesquieu en tal sentido y no imitemos a Condorcet, para quien esos trabajos de Montesquieu debían descartarse, pues la razón era una y universal, de modo que no podía haber más que un corpus de leyes buenas y verdaderas fundadas en ella.
Tocó el turno a Gabriel Catan, un compatriota afincado en París, físico y ahora filósofo, cuyo tema era “Hacia una teoría poscrítica de la representación”. Al principio, expuso de manera muy personal el sistema kantiano. Se preguntó cómo extraía Kant las leyes generales y universales de la naturaleza a partir de la perspectiva del sujeto en la que él mismo había encapsulado la experiencia científica. Mediante el método de las variaciones, se contestó Gabriel, que implica la identificación de los objetos del conocimiento por dos vías, la de la extensión y la de su comprensión, así como se hace necesario partir de un sujeto indeterminado que permite alcanzar la intersubjetividad y extraer de ella la objetividad del saber; recíprocamente, de una indeterminación del objeto, se obtiene la interobjetividad de la que se desprende la subjetividad. He ahí, según Catan, la construcción del sujeto y del objeto trascendentales, la estructura trascendental de lo humano, que encuadra y delimita el campo empírico para la investigación científica, al extremo de absorber el espacio y el tiempo, convertidos en la Umwelt, lo que rodea al sujeto de nuestra especie cuando conoce (Gabriel