Hecatombes. Indira Córdoba Alberca

Hecatombes - Indira Córdoba Alberca


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primavera. El amplio jardín delantero, la casa sobre una pequeña elevación detrás de él. Sus paredes blancas y grandes se notan desde la carretera. Aquel inicio de verano fue uno de los más hermosos que puedo recordar junto a ti: te levantabas temprano a preparar ese café fuerte, cuyo aroma me hacía saltar de la cama por el puro placer de besarte. Tus besos y el café me despertaban, me motivaban. Eso me hizo embellecer el jardín, tomarlo en serio, aprender sobre girasoles, sobre suelos, sobre el clima, y todo lo que fuese necesario para la casa de girasoles que no planeamos tener, pero que estaba y se hacía más famosa en los alrededores con el tiempo. Cada planta florecida me arrancaba una sonrisa. La satisfacción de mi vida junto a ti, cuando éramos cómplices y creíamos que la felicidad no era un invento, no pensábamos en lo que lastimaba porque en esos momentos no existía. Sí estaba el aroma de ajo y especias en la cocina, el sabor del vino y la risa, porque el mañana estaba lejos y me creía la ilusión que a la vida la habían hecho a mi medida.

      Kiko aún te recuerda entre los girasoles, te busca, pasea por el jardín del mismo modo y a la misma hora en que lo hacía contigo. Suele rondar tus espacios y no permite que nadie excepto yo se acerque a ellos. De lo contrario ladra feroz y amenazante, si yo no lo conociera tanto me preocuparía, pero sé que solo protege tu recuerdo, tal vez porque no pudo protegerte a ti. Kiko me acompaña por las noches, sé que está ahí tras la puerta, pendiente de mi respiración, de mis gemidos y mi llanto. Sabe cuando me derrumbo en la desesperación de no tenerte, entonces me sigue en silencio, arrima su cabeza sobre mis rodillas y me mira mientras mis lágrimas caen una tras otra, segundo tras segundo.

      Se venía la noche cuando yo llegaba de pasear a Kiko, volvíamos llenos de energía, agitados y acalorados porque el paseo había tomado más tiempo de lo habitual. El verano empezaba a sentirse y por alguna razón inexplicable Kiko se mostró inquieto tres cuadras antes. Pensé que era el calor, debí traer más agua, me dije, pero él, indómito como siempre, corría delante de mí. Me tiraba hacia casa, al principio creí que jugaba, después pensé que eran las ganas de hacer sus necesidades cuando dudó en avanzar. Yo empezaba a perder la paciencia y lo regañé por no ir a mi ritmo. Su actitud y su expresión no eran normales, lo desconocí y me preocupé. De lejos vi en la calle un movimiento inusual, había personas alrededor de nuestra casa, y conforme me fui acercando, gente a la que yo nunca presté atención y con la que ni cambié un saludo me miraba con descaro. Un policía me preguntó si era yo la señora de esa casa. Noté la desgracia de inmediato y sin contestarle, presa del terror de perderte, me lancé hacia la puerta, pero el hombre me detuvo y se apresuró a decirme que la policía estaba adentro y que habían ordenado que todo el mundo quedara fuera hasta que la situación se normalizara. ¿Qué situación? ¿Se puede normalizar la destrucción y la muerte? ¡Es mi casa! ¡Voy a entrar ya! ¿Qué hace ahí la policía? El hombre no dijo más nada y se limitó a forcejear conmigo para impedirme entrar.

      Al rato yo ya estaba poseída por la histeria y el llanto, un par de oficiales me pidieron que los acompañara. Me explicaron que fuiste víctima del vandalismo que protagonizaba los saqueos por todo el país. Como si leyeran el parte policial, me dijeron que los delincuentes se llevaron lo que más pudieron de la casa y que destruyeron casi todo lo que encontraron al paso, tal vez para descargar la frustración de no haber hallado dinero y joyas. Los bandidos en principio habían creído que no había nadie y, al encontrarte trabajando en el estudio, te dispararon sin reparos. En ese momento, tu cuerpo estaba siendo trasladado hacia la morgue, y yo debía acompañarlos para ejecutar el reconocimiento y los trámites de rigor. En lo que me parecieron segundos, nuestro hogar y toda la cuadra se habían llenado de cámaras de televisión, fotógrafos y periodistas que me acosaban con preguntas que yo apenas entendí y no contesté.

      Nada ha terminado; libre ya de la lástima de amigos y parientes, recorro nuestro jardín en ruinas y soy uno más de esos girasoles pisoteados. El frío de la noche no me alcanza, este cuerpo desconoce el cansancio, todos mis sentidos se mantienen alerta, me he memorizado los sonidos de la noche y cuando ya no soporto este dolor de estar consciente, prendo la TV y, movida por un fatal designio, me detengo en un noticiero de trasnoche para “enterarme” de muchos otros eventos, réplicas del nuestro, que siguen haciendo noticia: cientos de comercios de todo rubro, casas de familia y estancias chicas son presa de los saqueos que se extienden por todo el país. Los delincuentes aprovechan “el paro” de policías para hacer de las suyas. Un policía con cara de yo no fui dice que él y sus compañeros rechazaron la oferta del gobierno provincial y seguirá el acuartelamiento. Además, se excusa diciendo que pone el pecho a las balas por una ciudad que le debe muchos meses de un sueldo que hace años es el mismo, que primero es padre y esposo, que no puede salvar vidas ajenas si las propias mueren de hambre. En instantes su jefe lo contradice y asegura que la provincia no se adhirió al paro y que sus hombres están en las calles haciendo cumplir la ley y el orden. Las imágenes de fondo para el discurso del uniformado son las que tomaron de nuestra casa rodeada de policías y sirenas de ambulancia. Miro y escucho todo eso como si fueran las historias de algún otro, cosas que pasan lejos de aquí, quizá allá en la capital, donde la gente es mezquina y desconfiada. Luego muestran las imágenes de unos jovencitos que no deben tener quince años y sacan carritos de supermercado llenos de mercadería y víveres –se nota que el país muere de hambre, me digo–, enseguida el noticiero exhibe otras tomas de negocios de electrodomésticos destruidos por los saqueadores, que se llevan grupos electrógenos, microondas, afeitadoras, celulares y computadoras como pueden, otras muestran carritos llenos de botellas de vino y licores de todo tipo. El periodista que da las noticias hace un acercamiento a la pantalla de su computadora para que veamos cómo los pillos hacen alarde de su latrocinio en las redes sociales y se burlan del hambre, del trabajo y de la ley. La gente protesta con carteles exigiendo respuestas al gobierno y, para ratificar mi confusión, aparece en la tele un ministro diciendo que la seguridad y la economía están en su mejor momento: “Esos son solo cuatro delincuentes locos que aterrorizan a esta provincia, son hechos aislados, nada tienen que ver con el resto del país”. ¿Adónde será que pertenecemos entonces? Y si es así, ¿por qué decretaron asueto administrativo y no habrá clases ni bancos hasta nueva orden?

      Kiko siente mis suspiros sin respuesta, se arrima a mí y me mira, acaricio sus orejas y desde mi butaca miro el jardín en ruinas y los girasoles rotos. El ministro debe tener razón: la inseguridad, el hambre, la pobreza, el femicidio, la trata de personas y la corrupción aquí no existen. Son solo fábulas policíacas, aquí donde todo está perfectamente bien, nuestro dinero no sale en bolsas de basura fuera del país, nadie lo esconde en paraísos bancarios de islas del Caribe. Si los girasoles y tú ya no están más, es solo porque no eran de esta ciudad, de esta provincia ni el país, es solo porque la belleza y el amor son de otro mundo. Por lo demás, acá todo anda bien.

      El 10

      La parada del colectivo está a diez minutos de su casa. Se levantó temprano para prepararse y almorzar; es casi la hora de salir y no puede hacerlo. Una y otra vez repasa los apuntes en papel reciclado que sacó de la basura. Por enésima vez el reloj de la cocina le dice que ya es tarde. El primer colectivo ya pasó y perderá el último si ella no viene ya. Siente un incontrolable ardor en el estómago, la manzana de adán le revienta la garganta, saltan las lágrimas y bajan por sus mejillas encendidas. La transpiración corre por su espalda y moja su limpísima camisa recién planchada.

      –¿Qué pasa que no llega? ¿Estudiamos tanto y no se va a presentar?

      –En la parada no lo encontré. ¡Qué raro! Siempre llega media hora antes para comparar apuntes y despejar las últimas dudas.

      –Que no quedan despejadas y nunca son las últimas.

      Cinco veces a la semana soportó dolor en los dedos de los pies. Dos cuatrimestres en la facultad. A mitad de cada clase el calambre lo obligaba a aflojarse con disimulo las zapatillas y, con el talón afuera, concentrarse en la explicación del profesor. Con las falanges entumecidas estudió mes y medio para cada parcial.

      “Ya está, no me presenté, quizá en la próxima fecha, con más suerte…” El golpe de la reja impacta en su corazón. Corre a la salida, “¡Mamá!” alcanza a balbucear. En el vano de la puerta, ella tira el bolso al piso, sin desatarse los cordones, se descalza a golpe de talón. Él se pone las zapatillas


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