7 Compañeras Mortales. George Saoulidis

7 Compañeras Mortales - George Saoulidis


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¿por qué querrías volver a ese sitio deprimente? Espero que esto ayude un poco.

      ―Lo hará, Horace. Gracias ―dijo Evie sinceramente―. No es que no me guste, pero esto, contraatacar, es muy poco característico de ti.―Ella le hizo un gesto con la mano y añadió―: No es una queja.

      Horace se frotó el cuello.

      ―Sí, fue raro, en realidad. Había una extraña mujer en la oficina que nunca antes había visto. Soberbia. Un nombre raro, lo sé. Ella me empujó a hacerlo. Y lo hice. Y entonces me fui a tomar un café para calmarme, porque el corazón me iba a mil y no podía creer lo que yo mismo acababa de hacer, y ahí estaba de nuevo.

      ―Espera ―interrumpió Evie con la palma hacia arriba―, ¿ella te siguió? ¿Hasta dónde?

      ―Eh… No tan lejos, no era el café de la esquina porque no quería toparme con nadie del trabajo. Así que caminé un par de cuadras, por lo menos, y me senté en el primer café que vi. Definitivamente no estaba al alcance para hacer una escapada del trabajo, pero tampoco lejos.

      ―¿Y qué te dijo ella? ―preguntó Evie, aparentemente interesada―. ¿Estaba buena? ―Levantó una ceja.

      Él se rió nerviosamente.

      ―Sí, estaba buena. Y decía cosas rarísimas. Me hizo descargar una aplicación, luego me dio un token en realidad aumentada con la palabra orgullo escrita en griego y siguió hablando de pruebas, peligros y recompensas. Ahí me harté de ella y le dije que estaba loca, y se fue cabreada.

      Evie se rió.

      ―Atrevido… Nunca te imaginé haciendo algo así.

      ―Estoy diciendo la verdad, Evie.

      ―Y te creo. Por eso digo que nunca habría esperado eso de ti. Es genial.― Se puso de pie―. ¿Quieres zumo de naranja?

      ―Claro.

      Ella trajo el zumo fresquito. Había sido un día caluroso y Horace venía de cargar su caja en el calor del metro. Evie vivía en el centro, en Pangrati. Estaba lo suficientemente bien situado como para que fuera soportable el viaje a dondequiera que encontrara trabajo. Horace, por otro lado, tenía que hacer al menos una hora de trayecto y dos o tres transbordos para llegar a alguna parte.

      Ah, bueno.

      Tenía un pequeño ventilador que movía un poco el aire de la ventana. No hacía mucho, había visto tiempos mejores.

      ―¿Hace demasiado calor? ¿Quieres que ponga el aire acondicionado? Estoy ahorrando, pero contigo aquí puedo hacer una excepción.

      ―No, me voy a casa de todos modos. Está bastante fresco, gracias. ¿Tienes alguna entrevista?

      Un tema delicado. Miró hacia otro lado, acurrucándose.

      ―No…, tengo una la próxima semana. Ayer solicité la prestación de desempleo y, cuando eso se resuelva, estaré bien por un tiempo. Bueno, por un par de meses si estiro los gastos.

      ―Está bien, algo surgirá. ―Dudó, y luego repitió su invitación―: Sabes que siempre puedes quedarte conmigo si las cosas se ponen difíciles, ¿verdad?

      Ella le sonrió algo tensa y asintió.

      ―Bueno, Evie, me voy. Sólo quería venir a ver en qué estás y darte la carta de recomendación. ¡Buena suerte con la búsqueda de trabajo! ¡A los dos!

      Ella lo saludó en la puerta, asintiendo y doblando los brazos hacia su pecho.

      Horace se fue, pero no dejó de pensar en su amiga. Parecía vulnerable, y la parte masculina de su cerebro quería protegerla y cuidarla. ¿Pero a quién quería engañar? No estaba en posición de cuidar a nadie, ni siquiera a sí mismo.

      Tomó el largo viaje hacia el norte, de regreso a casa.

      Capítulo 4: Soberbia

      ―¿Qué te ha parecido? ―dijo la mujer rica.

      La rubia respondió:

      ―Aún no estoy segura. Tiene potencial, pero está por verse.

      El restaurante en aquella azotea con vistas al Partenón era uno de los mejores de Plaka. Un camarero sirvió más champán en sus copas y brindaron con un leve toque, como las damas.

      ―Por uno bueno, entonces ―dijo la mujer rica. Se limpió la comisura de los labios con una elegante servilleta de tela, y respiró como si se estuviera preparando para algo―. ¿Hiciste que aceptara los términos?

      La rubia sonrió.

      ―Ni siquiera los leyó, aceptó en el acto.

      ―Excelente, querida ―dijo la mujer rica con alegría contenida.

      ―Estoy segura de que nuestras hermanas están de camino a él mientras hablamos.

      La mujer rica levantó la vista, pensando. Sus joyas doradas titilaban cuando movía el cuello.

      ―Me acabo de imaginar a Desidia corriendo hacia él.

      ―Bueno, podría correr, así tendría más tiempo para sentarse y no hacer nada.

      La mujer rica se rió de eso.

      ―Buena. En realidad, yo no lo descartaría. Realmente tiene motivaciones extrañas. O ausencia de ellas. ―Agarró su bolso ridículamente caro para sacar su tarjeta de crédito. Hizo un ligero gesto y el camarero se acercó para recoger la tarjeta y completar el pago.

      ―¿Por qué siempre vienes aquí antes de un trabajo?

      La mujer rica miró al antiguo templo en la cima de la colina de la Acrópolis. Con una cierta introspección, contestó:

      ―Me… ayuda a poner los pies en el suelo. A recordar quiénes somos.

      La rubia gruñó y asintió, aparentemente satisfecha con la respuesta.

      ―Sin mencionar que este es el último lujo que podré disfrutar en mucho tiempo ―dijo la rica mujer, deleitándose con el aroma del champán.

      Capítulo 5: Horace

      Horace hizo cola para pasar por las puertas automáticas de la estación de metro. Hizo equilibrios con su caja para sacar el pase electrónico. Cuando estaba a punto de atravesarla, un hombre grande se coló y deslizó el suyo, pasando delante de él. Horace lo encontró grosero pero lo dejó pasar, gruñendo mientras caminaba con cuidado por el estrecho acceso.

      Esperó un poco, y se le cansaron los brazos. Miró alrededor y el único lugar en el que podía sentarse era en un banco, justo al lado del hombre grande. Horace pudo verlo mejor ahora, era el típico musculitos idiota. Camiseta ajustada sobre cuerpo inflado, cabello teñido a la última moda, tatuajes, vaqueros ceñidos. Hacía rodar en su mano un komboloi, una pequeña pulsera de cuentas, la alternativa griega tradicional a la pelota antiestrés.

      Horace no tenía ningún problema con el tipo, por lo que se sentó a su lado. El sitio era estrecho y aparentemente el hombre se sintió obligado a reclamar su espacio porque se estiró girándose y empujando lentamente a Horace hacia un lado. Horace soltó un gruñido pero no dijo nada.

      Después de unos minutos, llegó el metro. Entró y se quedó en el medio del vagón, con la caja en el suelo, asegurándose de que no interrumpiera el paso.

      Horace miró hacia afuera y se perdió en sus pensamientos. No se dio cuenta de que el hombre grande se había inclinado y sacado una de sus figuras de acción de la caja. Era la guerrera de un juego, a Horace sólo le gustaban las figuras de acción femeninas, y esa era particularmente tetona, con un traje muy revelador.

      ―¿Qué es esto? ¿Material para masturbarse? Jugando con muñecas, ¿no? ―dijo el hombre grande, agitándola.

      Horace se puso rojo de vergüenza y sintió hervir su sangre, pero


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