Josephine. Christina McKnight

Josephine - Christina McKnight


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se sonrojó. Detestaba aceptar limosnas de sus amigas. Una pensaría que se habría acostumbrado después de todos estos años, pero ella seguía sintiéndose incómoda cada vez que acudían a su rescate. Tragándose su orgullo, asintió firmemente.

      –Gracias. Son hermosos.

      –Estoy pensando que el vestido rosa irá bien para la ceremonia —respondió Georgie dulcemente.

      Adeline se levantó, reprimiendo un bostezo.

      –Voy a retirarme. Os veré a ambas mañana por la mañana.

      –Sí. Se está haciendo tarde. También me iré a la cama —dijo Georgie.

      –Yo no tardaré mucho. —Josie también estaba cansada, pero todavía no estaba preparada para retirarse a su habitación. Antes deseaba terminarse el té y tener unos minutos de silencio.

      –Muy bien —dijo Adeline.

      Georgie asintió antes de que ambas dejasen la habitación. Josie se acercó a la ventana abierta, donde se empapó de la cálida brisa nocturna mientras se terminaba el té. El cielo estaba lleno de estrellas titilantes y una luna llena iluminaba el terreno. Una parte de ella envidiaba a sus amigas por no haber encontrado solo el amor, sino también la seguridad.

      Quizás Adeline tenga razón y un día Josie encuentre al hombre perfecto para ella. Un hombre que la amara, la valorara y la cuidara. Suspiró y se dirigió al aparador para apoyar la taza de té. La única cosa de la que estaba segura era que todavía no lo había encontrado.

      Había tenido la fortuna y la desgracia de conocer a muchos caballeros en bailes, musicales y otros eventos. Una vez incluso se había sentido atraída por un comerciante gallardo y apuesto. Lamentablemente, ella pronto descubrió que tenía los modales de un jabalí.

      Preparada para irse a la cama, salió del salón y echó a andar por el pasillo. Levantó la vista hacia los retratos colgados en marcos de oro mientras se encaminaba hacia las escaleras. Seguramente eran los parientes del conde. Uno de ellos atrajo su atención y se acercó. Resultó ser el retrato de una elegante mujer con unos cautivadores ojos violetas.

      Se preguntó qué historias contaría la dama del retrato si tuviese la capacidad de hablar. Tendría que preguntarle al conde sobre aquella mujer cuando tuviera la oportunidad. Después de asimilar los detalles de aquella pintura, se giró, obligándose a seguir su camino por el pasillo.

      –¡Oh! —dijo ella, su cuerpo chocando contra otro.

      Unas fuertes manos la sujetaron por los hombros, estabilizándola.

      –¿Está usted bien?

      Con las mejillas ardiendo, Josie levantó la vista y miró a un apuesto desconocido.

      Él le devolvió la mirada, la preocupación se le reflejaba en sus ojos verdes.

      –¿La he lastimado?

      –N-no. Ha sido mi culpa. No estaba mirando por dónde iba. —Josie dio un paso atrás para liberarse—. Mis disculpas.

      No esperó a que él respondiese y se alejó por el pasillo, subió las escaleras y se adentró en la seguridad de su habitación. No había pasado ni siquiera un día y ya se había puesto en ridículo. ¿Qué pensarían los otros invitados si se enterasen del incidente?

      Se estremeció al pensar en eso.

      CAPÍTULO DOS

      Devon Mowbray, duque de Constantan, raramente dejaba su propiedad. Sin embargo, cuando recibió la invitación para las nupcias de Lord Ailesbury, apenas pudo resistir la tentación. Observando la sala de dibujo, estiró las piernas y espero a que apareciese el hombre. Sus pensamientos vagaron hacia aquella belleza de pelo negro con la que se había tropezado la noche anterior, pero obligó a su mente a volver al presente y a recordar por qué había venido.

      Durante años había oído hablar de la Bestia de Faversham: un conde con la cara y el cuello lleno de cicatrices producidas por un incendio ocurrido hacía años. Se rumoreaba que el conde nunca salía de Faversham y que pasaba la mayor parte de su tiempo oculto en su propiedad. Devon se veía reflejado, aunque sus razones eran diferentes y mucho más problemáticas que una apariencia deforme.

      Más extrañas aún eran las historias sobre la participación del conde en el trabajo de la fábrica. Se decía que profesaba miedo a su gente, a pesar del cuidado que les brindaba. Eran chorradas sobre su espantoso comportamiento, el cual casaba con su apariencia. Aquellas historias resultaban difíciles de creer, pero era también imposible negar lo intrigantes que eran.

      Tamborileó los dedos sobre el apoyabrazos del sofá. A Devon le era difícil relajarse cuando estaba lejos de casa durante un largo periodo de tiempo, pero tenía que conocer al misterioso sujeto y verlo por sí mismo.

      Esperaba que nada malo ocurriese durante su ausencia. Su personal era excelente y se había ocupado de tomar todas las precauciones necesarias. Debía confiar en que todo fuese bien.

      Un hombre irrumpió en la habitación y Devon se levantó para saludarle.

      –Lord Ailesbury, supongo.

      No podía ser otra persona a juzgar por la cicatriz que cruzaba su cara. En realidad, era una cicatriz insignificante. Devon se había esperado algo mucho peor, dadas las historias que se contaban sobre aquel hombre.

      –Así es, y usted debe ser el duque de Constantan. —Ailesbury le dirigió una cálida sonrisa.

      Devon asintió con la cabeza. Todos los rumores habían descrito a Ailesbury de una manera incorrecta. No solo sus cicatrices estaban lejos de ser bestiales, sino que también parecía un hombre educado con una agradable actitud. Devon le ofreció una amable sonrisa.

      –Es un honor conocerle y le felicito por sus próximas nupcias.

      –Gracias. Debo decir que soy un hombre afortunado. —Ailesbury rio entre dientes—. Tome asiento, Su Excelencia.

      –No hay necesidad de tantas formalidades. Por favor, llámame Devon o, si lo prefieres, Constantan.

      Devon se relajó en un sofá de felpa. Aunque había venido con la intención de conocer a una bestia, el hombre que tenía ante sí no le decepcionaba. De hecho, sospechaba que podrían convertirse en amigos. Un inesperado, pero agradable pensamiento.

      –Muy bien, y deberás llamarme Jasper. —Ailesbury se volvió hacia un lacayo que estaba cerca, le pidió que trajera algunos refrigerios y, a continuación, se sentó frente a Devon—. ¿Cómo te ha ido el viaje a Faversham?

      –Bastante tranquilo. Nuestras propiedades están a menos de un día de viaje y los caminos son regulares. —Devon se cruzó de piernas—. Es una pena que no nos hayamos conocido antes.

      –Es cierto —dijo Jasper—. Antes de conocer a la señorita Adeline, mi futura esposa, nunca salía de Faversham.

      –Tenemos algo en común, ya que yo raramente dejo mis tierras.

      Un sirviente entró con una bandeja de plata repleta de dulces, galletas, una jarra y vasos. Los ojos de Jasper se llenaron de curiosidad, aunque no le preguntó los motivos de su reclusión.

      Devon aceptó un vaso de limonada.

      –Demasiadas responsabilidades hacen que me sea difícil alejarme.

      No era una mentira, ya que sus deberes para con su madre y para con la familia eran responsabilidades que le exigían estar cerca.

      –Comprendo perfectamente lo ocupado que puede estar un hombre con sus tierras —dijo Jasper—. Aquí en Faversham siempre hay alguien o algo que requiere mi atención.

      –He oído decir que tu casa fue una vez un monasterio. Es tan impresionante como las tierras.

      Devon había oído la misma cantidad de historias sobre la propiedad y sobre los alrededores que sobre aquel hombre. Ahora se preguntaba si también esas historias eran erróneas.

      –De hecho, lo fue. Tal vez, te gustaría unirte al señor Felton Crawford y a mí para un paseo por la propiedad. —Jasper dio un mordisco


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