Тюльпаны. Выращивание и уход. Составление букетов. Группа авторов

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Cardosanto, su prepotente suficiencia, y el habitual desdén de sus maneras, rubricadas por estereotipos de una jactancia abominable (p. 28).

      Goriggio Cardosanto como personificación del autoritarismo, del amo y el esclavo conviviendo en un mismo sujeto, del señor hambriento de siervos, dispuesto a callar cualquier manifestación contraria a sí mismo, servil él mismo a la élite gobernante, y consecuentemente, con el título de “director vitalicio” de la Orquesta de Imbervalt:

      (…) el grotesco director de las simiescas bravatas rítmicas que adoraban las aspavienteras gentes de Palacio y motivo de admiración de los ingenuos aldeanos de Imbervalt; porque es bien sabido que los farsantes prevalecen en las aldeas. Como no podrían sobrevivir en un medio de conocedores, instalan su reino en un mundo de inocentes, único lugar para erigir estatuas a sí mismos, en honor de galopantes egolatrías, y neuróticas necesidades de triunfo (p. 28).

      (…) y así pasaron muchos días antes de mi curación: se aparecía, a ratos, la esferoidea cara mongoloide, afloraba el vómito y sonaba otro vals; fue mi única defensa; por mucho tiempo los valses vomitados se arremolinaban sobre su cabeza defecándolo, escupiéndolo, revolcándolo en un tres por cuatro de porquería (…) (Orellana, 2019, p. 46).

      Así, el violín-arma, como recurso de resistencia del «oprimido», permite situar abajo a la personificación del poder, defecándolo, escupiéndolo, vomitándolo, como un deseo profundo de justicia de tantos sujetos subalternizados y marginalizados por el pensamiento aldeano, ese que les niega su humanidad.

      Pero claro, Armadel era una amenaza para Imbervalt, una amenaza por su singular forma de crear valses, de interpretar y deconstruir los valses criollos, por su enajenada forma del ver el mundo. Era una amenaza por su «anormalidad», por hacer de su creación musical y su búsqueda estética, algo más que mero afán de reconocimiento y elitismo culto. «Quienes solo puedan verme con los ojos de los “normales”, me convertirán inevitablemente en un loco abominable…» (p. 35).

      Amenaza porque no se conformaba con «roer blandamente la jaula que encerraba sus casas y castillos», sino que quebraba sus barrotes, para vivir fuera de ella aunque esto le significara la marginalización y el destierro.

      El don lunar que le permitía transgredir a la música misma haciéndola antimelódica, esparciendo sonidos disonantes, los que mejor retrataban el sinsentido de la vida en Imbervalt. Recoger los sonidos más cotidianos y hacerlos música, hacer audible la vida misma –grotesca, gozosa, amorosa, injusta, jerárquica, mediocre, doble cara–, los sonidos hechos música-mensaje, como afirma Orellana.

      (...) y todos los ruidos y sonidos cobraron vida súbita: los ecos de la ciudad, el viento, los insectos sonaban agigantados con un fragor de turbas danzando a mi alrededor con gritos como de burlones comediantes (...) (pp. 39-40).

      Pero me sentía pleno, sin embargo, agradecido por la “dádiva”, gratitud a qué, a quién,… ¿sería a los ángeles que vi pasar luminosos en el cielo?... Porque entonces supe y estuve más y más convencido, que ni los muros ni el olvido ni el cinturón del tiempo, ni la razón obstinada en validar fechas y calendarios, habían podido evitar el milagro… los ángeles que habían armado el pedazo de teatro, pero ante todo la dádiva, la rehabilitación de los fantasmas, estos ángeles piadosos habían depositado en mis arterias el poder mágico de haber rescatado de las sombras, del tenebroso océano del tiempo, un trozo de vida perdida, de haber podido dar una vuelta al manubrio de la máquina que restituye el movimiento a las marionetas estáticas, y haber tendido sobre mi desencanto el lienzo balsámico de la ilusión (…) (p. 45).

      Aquí Armadel y Orellana se vuelven uno, rescatando trozos de vida perdida del tenebroso océano del tiempo lineal y abstracto, ese que prefiere no ver hacia atrás y en atropellado camino hacia «el progreso» avanza callando las voces de quienes son eliminados a su paso. Ambos, dotados del don lunar de rescatar la memoria, de expresar con notas musicales aquello que las palabras no son capaces de enunciar con toda su hondura: el dolor humano, la rabia de la injusticia, la profunda indignación frente a la violencia sin sentido de la civilización del capital, con su terrorismo de Estado, autoritarismo, despojo, desesperanza, angustia, enajenación, miseria o hipocresía. Así, la tormenta de sonidos imbervaleses-guatemaltecos se constituye en maldición/regalo-material para el entretejido de su música.

      (…)Pensaba en las causas de su conflicto básico, que eran llevar en las arterias los ayes de un pueblo, y en la conciencia el rechazo instintivo de sectores «cultos», formados por miopes y sordos; situación que explicaba por qué se había puesto a hacer valses –como una especie de gracioso paréntesis musical-, en medio de una labor que se encaminaba hacia lo «sonoro-social», y que había asentado un manifiesto estético, que contenía el afán idealista de plasmar el paisaje sonoro urbano en su profundo contenido (p. 54).

      «Siempre habrá un Huisderio», sentencia Orellana en El violín valsante de Huis. Armadel, no solamente en la música, aunque sea quizás en las artes (no las elitistas y elitizadas) en donde la transgresión, la no-racionalidad y la rebeldía tengan la tierra más fértil para la disputa del surgimiento de la vida no dañada. Pero quizás, si abrimos bien los ojos y los oídos, hallaremos muchos Huisderios; allí, entre las mujeres, hombres, niños/as y ancianos/as


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