Hastío De Sangre. Amy Blankenship

Hastío De Sangre - Amy Blankenship


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      Hastío de Sangre

      Serie ‘Vinculo De Sangre, Libro 10

      Amy Blankenship, RK Melton

      Translated by Erika Cosenza

      Copyright © 2012 Amy Blankenship

      Segunda edición publicada por Amy Blankenship

      Todos los derechos reservados.

      Capítulo 1

      Once años atrás… Los Ángeles, Santuario de Hogo.

      Tasuki escuchaba el silencio de la casa, que lentamente estaba empezando a volverlo loco. No podía dormir, ni siquiera si su vida dependiera de eso. Al salir de la cama, encendió la luz de su dormitorio para poder ver la foto que estaba en el borde del espejo del vestidor. La imagen era de Kyoko, la hermana de su mejor amigo, y él se la había traído de su casa cuando nadie miraba.

      Había sido tomada en el momento perfecto y había capturado sus hermosos ojos color esmeralda bajo el rayo del sol. Ese día debe haber habido bastante viento, porque parecía que el cabello flotaba para enmarcar su dulce rostro.

      Nunca había querido una novia, pero en lo único en que podía pensar era en esa chica que lo miraba desde la imagen. Estaba por tomar la foto, pero su mano se detuvo cuando en el reflejo vio que algo blanco se movía a sus espaldas. Se volteó y fue a la ventana para mirar la casa de al lado.

      Frunció el ceño al ver que Kyoko estaba parada en su balcón, vestida con un camisón blanco. ¿Qué hacía afuera a esta hora de la noche? Tasuki quitó el cerrojo de la ventana esperando poder abrirla sin el que el chirrido despertara a su padre. Gruñó cuando se quedó trabada por la mitad y tuvo que empujar más fuerte, lo que causó que subiera de golpe con un fuerte ruido.

      Kyoko salió a la pequeña terraza de madera adosada a su dormitorio, que estaba en el segundo piso. El frío aire nocturno que jugueteaba con el ruedo de su camisón a la rodilla y le hacía volar el cabello castaño se sentía bien. Los ojos esmeralda miraron las estrellas y los labios formaron esa clase de sonrisa que solo una niña feliz podría tener.

      Era casi la medianoche, y no podía dormir. Estaba demasiado ansiosa. Era casi su cumpleaños, iba a tener diez. Todos sus amigos de la escuela iban a ir a su fiesta, incluso algunos de los amigos de su hermano Tama. Tama era un año menor y ya era mucho más alto que ella, pero eso no le daba envidia. Amaba muchísimo a su hermano.

      Tama la había defendido el otro día a la salida de la escuela. Algunos de los chicos habían empezado a burlarse de ella, diciendo que la había criado un viejo loco que le decía a todo el mundo que los demonios eran reales. Uno de ellos llegó a decir que había oído que su padre le decía a su madre que no iba a pasar mucho tiempo antes de que vinieran los del psiquiátrico a llevarse a su abuelo en una camisa de fuerza.

      Kyoko había tirado su bolso al piso y lo había empujado por mentiroso. ¡Ese Yohji era un mal chico!

      Los bravucones no tuvieron ninguna oportunidad cuando de repente aparecieron Tama y Tasuki. Tasuki la había quitado de la reyerta y la había empujado detrás de él mientras Tama tomaba un palo grueso y lo sostenía como si fuese un bate de béisbol.

      Yohji solo había reído, sintiéndose valiente frente a sus amigos, y había acusado a Tama de ser tan raro como su hermana. Tama le dio un buen golpe en el brazo, y Yohji se tomó el brazo y cayó de rodillas por el dolor.

      Cuando el hermano mayor de Yohji avanzó para contraatacar, Tasuki no lo dudó: lo derribó e hizo que cayera hacia atrás sobre su hermano. Kyoko pensó que la pelea había terminado y estaba feliz... Pero Tama no estaba satisfecho aún.

      Su hermano se había vuelto contra Tasuki y le había gritado:

      —Yo soy su protector... ¡Yo! ¡No tú!

      Kyoko lanzó una risita al recordar la mirada furiosa de Tasuki. Fue eso realmente lo que había ahuyentado a los bravucones. Ella había tenido que intervenir para aplacar la pelea entre su hermano y Tasuki antes de que todo se hubiera terminado. Eran mejores amigos, por el amor del cielo, y ver que se peleaban estaba mal.

      Al final, habían acordado que ambos serían sus protectores a partir de ese momento. Ahora se hacían llamar sus guardianes... Hasta hicieron un pacto de sangre. Al menos, eso es lo que Tama le dijo.

      El simple hecho de pensar que había guardianes que la rodeaban hacía que Kyoko sintiera tan bien que creía que nada nunca la iba a dañar. Como Tasuki vivía en la casa de al lado, podían ir y venir juntos de la escuela, y los bravucones la dejarían tranquila.

      Su sonrisa se hizo más brillante cuando oyó vagamente que el reloj de abajo daba las doce. Ya había pasado la medianoche, y eso quería decir que oficialmente tenía diez años.

      Miró hacia la casa de Tasuki y sonrió al verlo parado en la ventana del dormitorio mirándola. Estaba por saludarlo, pero él de repente miró detrás de él y la luz de su dormitorio se apagó justo cuando él desapareció de las cortinas.

      Kyoko se mordió el labio inferior y se preguntó si el padre lo había atrapado despierto a esa hora. No entendía por qué Tasuki tenía un horario para ir a dormir. Tenía doce años y, a sus ojos, era grande. Cuando ella creciera, él iba a ser su novio... Hoy él le había dicho eso.

      Miró el estanque que había pasando el santuario de su abuelo y lanzó un suave suspiro al ver el reflejo de la luna en la superficie calma. Algo en el santuario le llamó la atención. Kyoko inclinó la cabeza preguntándose si su abuelo estaba allí dentro. Podría haber jurado que él estaba durmiendo.

      Mirando fijamente, podía distinguir un brillo azul que venía del interior. Se mordió el labio inferior mientras se asomaba al barandal tratando de ver mejor. La luz que se veía a través de las hendijas de la madera era... como una luz negra pero más azul. Sus ojos esmeralda se encogieron cuando creyó ver una sombra que se movía en la luz. Sintió ganas de bajar y mirar de cerca.

      Con una mueca, Kyoko se sopló el oscuro flequillo que le tapaba los ojos y recordó lo que había pasado la última vez que se había atrevido a ir al santuario sagrado. Su abuelo había entrado y había dejado la puerta entreabierta, solo un poquito. Lo único que había hecho fue dar una miradita, y él había enloquecido.

      —No sé por qué tanto alboroto... Es solo la estatua de una princesa —Kyoko murmuró las mismas palabras que había dicho ese día.

      La respuesta del abuelo había sido cerrar la puerta de un golpe y echar el cerrojo. Había parecido tan asustado al voltearse y decirle que nunca nunca entrara allí. Había aceptado al instante porque si algo asustaba tanto a su abuelo... No quería tener nada que ver con algo así. Pero eso había sucedido un par de meses atrás, y su curiosidad había empezado lentamente a picarle otra vez.

      Con una sonrisa traviesa, Kyoko miró por sobre su hombro hacia el interior de su dormitorio para asegurarse de que no hubiera moros en la costa antes de subirse al barandal y sentarse sobre él con las piernas colgando. Si alguien se hubiera despertado y la hubiera visto así, habría estado en grandes problemas. Pero estar sentada así bien valía soportar un sermón sobre seguridad. Teniendo todo detrás y sin poder verlo, estar sentada ahí le hacía sentir como si estuviera flotando en la noche mientras miraba el agua.

      Su atención volvió al santuario cuando la luz azul de repente se hizo más brillante, como cuando nace una estrella. Con un relámpago enceguecedor, la luz silenciosamente explotó hacia afuera. La puerta del santuario se salió de los goznes con un suave ruido, al que siguió un gran chapoteo.

      «¿Un chapoteo?», pensó Kyoko

      Su mirada volvió a la brillante agua del estanque al ver que las ondas crecían y se hacían círculos grandes en el lugar donde algo había caído. Sin pensar en lo peligroso de la altura, se giró sobre el barandal y se deslizó por uno de los postes metálicos que sostenían la terraza.

      Apenas sus pequeños pies tocaron el pasto, se lanzó a correr pensando que el abuelo de alguna manera había sido despedido y caído dentro del agua. Usando el puentecito, Kyoko saltó al agua apuntando al centro de las ondas. No tuvo tiempo de pensar en los pinchazos del agua helada que


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