El Metro Del Amor Tóxico. Guido Pagliarino

El Metro Del Amor Tóxico - Guido Pagliarino


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ir? —me preguntó Norma.

      —A comer algo bueno.

      —¿A comer? ¿Tienes hambre?

      —No he probado casi nada —Tuve una inspiración. Dando vueltas, me arriesgué a decir—: Si conoces alguna cocina disponible, podría preparar alguna cosilla aceptablemente sabrosa.

      —¿Sabes cocinar? ¿Y te gusta? —Su voz sonaba a sorpresa y diversión—: Yo lo odio.

      —A mí me gusta y, al menos, sé lo que como, pero ¿dónde encontramos una cocina? —Le rocé el brazo en una levísima caricia.

      —En mi casa —sonrió.

      Era un pequeño apartamento en la calle 34, junto al Herald Square, en Manhattan, en el bajo de una casa antigua recién pintada. No estaba lejos del hotel. Un bonito apartamento. Desde el salón-recibidor, bastante amplio, con muebles de madera de ébano de estilo inglés del siglo XIX y dos pequeños divanes modernos enfrentados, poco más que sillas, se entreveía a la izquierda, por la puerta que se había dejado abierta, la cómoda del dormitorio, de estilo Luis XV. La entrada a la cocina se veía al fondo a través de una puerta con un arco, toda de madera de nogal. El baño debía estar junto al dormitorio.

      —Vivo de alquiler —aclaró Norma—, incluidos los muebles. Hasta el mes pasado vivía en el ático de mi marido, aquí al lado. Arnold también puso el atelier.

      —¿El atelier? ¿Qué es, un modisto?

      —Pues no —se rio— es Arnold Miniver, el pintor.

      Nunca había oído es nombre:

      —¿Es famoso?

      —¡Muy famoso! —se asombró—. Ha vendido incluso en Italia ¡¿De verdad no lo conoces?!

      —Francamente, no —La dejé perpleja—. ¿Puedo entrar en la cocina?

      —Oh... claro, estamos aquí por eso, ¿no? —La expresión indicaba una idea muy distinta. En realidad, pensé en cierto momento en abandonar la idea de la comida y pasar de inmediato al cortejo, pero el hambre que tenía y, sobre todo, ese aplazamiento podía ser una buena táctica para aumentar su interés por mí, siempre y cuando yo le mostrara rápidamente el mío.

      No tenía mucho en la despensa. Improvisé con ese poco: carne cruda en lonchas finas, pepinillos en vinagre, yogurt, perejil congelado y tomates y me puse a preparar cuatro deliciosos escalopines. Trituré finamente los pepinillos mezclándolos luego con el yogurt en un bol con un poco de sal y un poco de perejil que había descongelado previamente con un momento en el horno. Lo dejé reposar. Entretanto, puse al fuego una gruesa sartén antiadherente, a fuego vivo, poniendo un papel de horno. Cuando se oscureció en los puntos en contacto con el fondo, quité el papel y eché la carne a la sartén. Siempre a fuego vivo, asé los pequeños bistecs durante cuatro minutos por cada lado. Puse sal y serví en dos platos, cubriendo la carne con la salsa fría. Unas rebanadas de tomate de guarnición. ¡Algo sabroso y rápido! Norma, aunque estaba a dieta, se comió toda su ración, alegremente. Sí, creo que también se puede conquistar así a las mujeres, por el paladar.

      No sabía que, tal vez en ese momento, algún otro se estaba preparando para pescarme por el paladar, con una bebida y con un objetivo bien distinto.

      Nos quedamos en la intimidad hasta casi la hora del cóctel.

      Por mí, no habría sido una simple aventura de viaje. Ya al volver al hotel con Norma empecé a entenderlo.

      Me había duchado en su casa y en el Plaza me cambié rápidamente de ropa, en un momento, pero igualmente llegamos a casa de Lines con media hora de retraso, los últimos:

      —Está bien —me susurró ella en cuanto llegamos, al ver que miraba el reloj—, eres el invitado de honor.

      Tal vez no estaba tan bien para el dueño de la casa, al que, en cuanto el criado, un hombre de aspecto frágil de unos sesenta años, de piel mulata, evidente fruto de una combinación afroamericana y europea, nos abrió e hizo entrar, se le escapó un sonriente:

      —¡O, por fin! —Pero inmediatamente se corrigió—: ¡Estábamos todos impacientes por conocerlo en persona, señor Velli! —Y, después de estrecharme la mano, volviéndose a los presentes, me aplaudió. Los demás se unieron al aplauso.

      El editor parecía tener unos cincuenta años, pelo espeso, entrecano y descuidado, media altura y muy delgado, pero fuerte: me estrechó la mano con energía.

      Éramos unos veinte. Los invitados más importantes, como entendí por la actitud de mayor respeto de Lines y supe mejor por Norma, eran ocho: los hermanos Albert y Elizabeth Valente, ambos de unos cuarenta años, multimillonarios en dólares, él patrono del premio heredado de su difunto padre, poeta aficionado, que vivió durante décadas con fama de padrino mafioso, pero que, cuando murió, ya había adquirido la pátina de un financiero honrado; Peter Capponi, un obeso importador de unos cuarenta años, y su esposa Angela, de unos treinta, única mujer presente completamente enjoyada; un tal Vito Valloni, un obeso barbudo de pelo blanco debido a una peluca cana y en punta en la cabeza que le hacía parecer ridículo, hombre de media altura, con más de sesenta años, propietario de grandes almacenes y tiendas, librerías, emisoras de televisión y periódicos en varios estado; el taciturno general Reginald Huppert, jefe de la Policía de Nueva York, con su esposa Liza, mucho más joven que él, de unos treinta años, hermanastra de Lines: muy guapa; Anne Montgomery, viuda, la mujer más rica de Estados Unidos, de unos cincuenta años; su hijo Donald, de aspecto insignificante, no muy alto, de pelo oscuro, que parecía tener unos treinta años, y su administrador y consultor financiero, John Crispy, de unos sesenta años.

      —Un extraño idealista, ese Donald Montgomery —me dijo Norma después de salir solos los dos a la terraza—: Es el heredero de una fortuna colosal, pero, después de licenciarse en derecho como quería su madre para que cuidara mejor de sus intereses, se incorporó como funcionario en el FBI. Increíble, ¿verdad?

      —Tal vez podía haber escogido algo mejor.

      —Pienso lo mismo. En todo caso, los asuntos de la familia siguen siendo dirigidos totalmente, con su comisión, por John Crispy —Lo señaló con un breve movimiento de cabeza: en ese momento el hombre, sentado en un rincón justo a la entrada, estaba tragándose de golpe un brebaje y comiendo aceitunas—. Que no te engañen las apariencias: le llaman «el Caimán» de Wall Street. Trabaja como una fiera manteniéndose sobrio todo el día y hacia esta hora empieza a relajarse bebiendo todo lo que puede. No sé como lo hace, pero no se emborracha nunca.

      Me preguntaba cómo Norma, una simple empleada de la fundación, podía saber todas esas cosas. ¿Tal vez a través de su marido?

      La respuesta me llegó después de unos minutos. En cuanto volví a entrar en el apartamento, se me acerco rápidamente Liza Huppert, la esposa del general, que me tomó del brazo y me alejó de Norma y me llevó, casi a la fuerza, a la mesa de la bebida.

      Al ser la mujer pariente cercana del dueño de la casa, la seguí, aunque fuera a regañadientes, por respeto a nuestro anfitrión.

      —¿Es Norma una buena ayudante, señor Velli? —me preguntó en un mal italiano—. ¿Ya le ha enseñado la ciudad?

      Asentí mecánicamente con la cabeza.

      —Hable en su idioma, señora Huppert, sé inglés. Sí, Norma Miniver me ha resultado muy útil.

      Quién sabe con qué cara lo dije. Solo sé que la mujer mostró una sonrisa no muy agradable y, con muy poca educación, me dijo:

      —¡Cuidado, dulce poeta! ¿No será que ustedes dos…?

      —No —desmentí secamente—. Me ha servido de gran ayuda, eso es todo —Le miré fijamente a los ojos durante un par de segundos, con reprobación: ¿cómo se atrevía?

      —Ah —Pareció relajarse, sin


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