La Barraca. Vicente Blasco Ibanez
y de rapiña.
Aumentó, por fin, el precio del arrendamiento de las tierras. Barret protestó, y hasta lloró recordando los méritos de su familia, que había perdido la piel en aquellos campos para hacer de ellos los mejores de la huerta. Pero don Salvador se mostró inflexible. ¿Eran los mejores?... Pues debía pagar más. Y Barret pagó el aumento. La sangre daría él antes que abandonar estas tierras que poco á poco absorbían su vida.
Ya no tenía dinero para salir de apuros; sólo contaba con lo que produjesen los campos. Y completamente solo, ocultando á la familia su situación, teniendo que sonreir cuando estaba entre su mujer y sus hijas, las cuales le recomendaban que no se esforzase tanto, el pobre Barret se entregó á la más disparatada locura del trabajo.
Olvidó el sueño. Parecíale que sus hortalizas crecían con menos rapidez que las de los vecinos; quiso él solo cultivar todas las tierras; trabajaba de noche á tientas; el menor nubarrón de granizo le ponía fuera de sí, trémulo de miedo; y él, tan bondadoso, tan honrado, hasta se aprovechaba de los descuidos de los labradores colindantes para robarles una parte de riego.
Si su familia estaba ciega, en las barra cas vecinas bien adivinaban la situación de Barret, compadeciendo su mansedumbre. Era un buenazo, no sabía «plantarle cara» al repugnante avaro, y éste lo iba chupando lentamente hasta devorarlo por entero.
Y así fué. El pobre labrador, agobiado por una existencia de fiebre y demencia laboriosa, quedábase en los huesos, encorvado como un octogenario, con los ojos hundidos. Aquel gorro característico que justificaba su mote ya no se detenía en sus orejas; aprovechando la creciente delgadez, bajaba hasta los hombros como un fúnebre apagaluz de su existencia.
Lo peor para él era que este exceso de cansancio insostenible sólo le permitía pagar á medias al insaciable ogro. Las consecuencias de su locura por el trabajo no se hicieron esperar. El rocín del tío Barret, un animal sufrido que le seguía en todos sus desesperados esfuerzos, cansado de trabajar de día y de noche, de ir tirando del carro al Mercado de Valencia con carga de hortalizas, y á continuación, sin tiempo para respirar ni desudarse, verse enganchado al arado, tomó el partido de morir, antes que permitirse el menor intento de rebelión contra su pobre amo.
¡Entonces sí que se consideró perdido irremisiblemente el pobre labrador! Con desesperación miró sus campos, que ya no podía cultivar; las hileras de frescas hortalizas, que la gente de la ciudad consumía con indiferencia, sin sospechar las angustias que su producción hace sufrir á un pobre padre en continua batalla con la tierra y la miseria.
Pero la Providencia, que nunca abandona al pobre, le habló por boca de don Salvador. Por algo dicen que Dios saca muchas veces el bien del mal.
El insufrible tacaño, el voraz usurero, al conocer su desgracia le ofreció ayuda con una bondad paternal y conmovedora. ¿Qué necesitaba para comprar otra bestia? ¿cincuenta duros? Pues allí estaba él para ayudarle, demostrando con esto cuán injustos eran los que le odiaban y hablaban mal de su persona.
Y prestó dinero á Barret, con el insignificante detalle de exigirle una firma—los negocios son negocios—al pie de cierto pa pel en el que se hablaba de interés, de acumulación de réditos, de responsabilidad de la deuda, mencionando para esto último los muebles, las herramientas, todo cuanto poseía el labrador en su barraca, incluso los animales del corral.
Barret, animado por la posesión de un nuevo rocín joven y brioso, volvió con más ahinco á su trabajo, á matarse sobre aquellos terruños, que parecían crecer según disminuían sus fuerzas, envolviéndolo como un sudario rojo.
La mayor parte de lo que cosechaba en sus campos se lo comía la familia, y los puñados de cobre que sacaba de la venta del resto en el Mercado de Valencia desparramábanse, sin llegar á formar nunca el montón necesario para acallar á don Salvador.
Estas angustias del tío Barret por satisfacer su deuda sin poder conseguirlo acabaron por despertar en él cierto instinto de rebelión, haciendo surgir de su rudo pensamiento vagas y confusas ideas de justicia. ¿Por qué no eran suyos los campos? Todos sus abuelos habían dejado la vida entre aquellos terrones; estaban regados con el sudor da la familia; si no fuese por ellos, por los Barret, estarían las tierras tan despobladas como la orilla del mar.... Y ahora venía á apretarle la argolla, á hacerle morir con sus recordatorios, aquel viejo sin entrañas que era el amo, aunque no sabía coger un azadón ni en su vida había doblegado el espinazo.... ¡Cristo! ¡Y cómo arreglan las cosas los hombres!...
Pero estas rebeliones eran momentáneas; volvía á él la sumisión resignada del labriego, el respeto tradicional y supersticioso para la propiedad. Había que trabajar y ser honrado.
Y el pobre hombre, que consideraba el no pagar como la mayor de las deshonras, volvía á sus faenas cada vez más débil, más extenuado, sintiendo en su interior el lento desplome de su energía, convencido de que no podía prolongar esta lucha, pero indignado ante la posibilidad tan sólo de abandonar un palmo de las tierras de sus ascendientes.
Del semestre de Navidad no pudo entregar á don Salvador mas que una pequeña parte. Llegó San Juan, y ni un céntimo. La mujer estaba enferma; para pagar los gastos hasta había vendido el «oro del casamiento» las venerables arracadas y el collar, de perlas, que eran el tesoro de familia, y cuya futura posesión provocaba discusiones entre las cuatro muchachas.
El viejo avaro se mostró inflexible. No, Barret, aquello no podía continuar. Como él era bueno (por más que la gente no lo creyese), no podía consentir que el labrador siguiese matándose en este empeño de cultivar unas tierras más grandes que sus fuerzas. No lo consentiría; era asunto de buen corazón. Y como le habían hecho proposiciones de nuevo arrendamiento, avisaba á Barret para que dejase los campos cuanto antes. Lo sentía mucho, pero él también era pobre.... ¡Ah! Y por esto mismo le recordaba que habría que hacer efectivo el préstamo para la compra del rocín, cantidad que con los réditos ascendía á....
El pobre labrador ni se fijó en los miles de reales á que subía su deuda con los dichosos réditos: tan turbado y confuso le dejó la orden de abandonar sus tierras.
La debilidad, el desgaste interior pro ducido por la abrumadora lucha de varios años, se manifestó repentinamente.
Él, que no había llorado nunca, gimoteó como un niño. Toda su altivez, su gravedad moruna, desaparecieron de golpe, y arrodillóse ante el vejete pidiendo que no le abandonase, pues veía en él á su padre.
Pero buen padre se había echado el pobre Barret. Don Salvador se mostró inflexible. Lo sentía mucho, pero no podía hacer otra cosa. Él también era pobre, debía procurar por el pan de sus hijos.... Y continuó embozando su crueldad con frases de hipócrita sentimiento.
El labrador se cansó de pedir gracia. Fué varias veces á Valencia á la casa del amo para hablarle de sus antepasados, de los derechos morales que tenía sobre aquellas tierras, á pedirle un poco de paciencia, afirmando con loca esperanza que él pagaría, y al fin el avaro acabó por no abrirle su puerta.
La desesperación regeneró á Barret. Volvió á ser el hijo de la huerta, altivo, enérgico é intratable cuando cree que le asiste la razón. ¿No quería oirle el amo? ¿Se negaba á darle una esperanza?... Pues bien; él en su casa esperaba; si el otro quería algo, que fuese á buscarle. ¡A ver quién era el guapo que le hacía salir de su barraca!
Y siguió trabajando, aunque con recelo, mirando ansiosamente siempre que pasaba algún desconocido por los caminos inmediatos, como quien aguarda de un momento á otro ser atacado por una gavilla de bandidos.
Le citaron al Juzgado y no compareció. Ya sabía él lo que era aquello: enredos de los hombres para perder á las gentes de bien. Si querían robarle, que le buscasen allí, sobre los campos que eran pedazos de su piel, y como á tales los defendería.
Un día le avisaron que por la tarde iría el Juzgado á proceder contra él, á expulsarlo de las tierras, embargando además para pago de sus deudas todo cuanto tenía en la