El cerco. Daniel Sorín

El cerco - Daniel Sorín


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      —Comisario, ¿no le dijo el ayudante que lo dejase ir?

      —No por escrito, señor.

      —Suéltelo ahora mismo —dijo el fiscal Alvarado, sin levantar la voz, pero como quien da una orden que no admite demoras.

      —Sabe lo que pasa, alguien creyó conveniente no apurarse.

      Alvarado sintió la alerta.

      —Pero ya está saliendo —le aclaró el comisario.

      —¿Quién fue?

      La contestación del comisario lo desconcertó y, cuando cortó, el fiscal sabía que arriba estaban preocupados.

      El celular sonó a las once de la noche, el cabo primero Jorge Rodríguez estaba en el baño evacuando sus intestinos, operación que dio inmediatamente por concluida al escucharlo.

      “Gordo, no t olvides qjugamos eldomingo”.

      El comisario había dicho que no le dijese nada a nadie, así que seguía recibiendo mensajes y llamados.

      —Puede conocer su voz, solo usted puede atenderlo, entendió, cabo, solo usted.

      Lo había entendido, claro que lo había entendido. Lo que no sabía era que el aparato estaría conectado a una computadora que grababa todo cada vez que lo llamaban.

      —Quédese tranquilo, lo vamos a apagar desde la cero hasta las seis de la mañana —le dijo el hijo de puta del comisario. Desde entonces, quince días atrás, estaba dieciocho horas en el Departamento de Policía.

      —No podría ser desde las diez...

      —Un policía está de servicio las veinticuatro horas.

      No lo dejó terminar el comisario Bermúdez, que después de unos segundos continuó:

      —Cabo, ¿espera alguna llamada comprometedora?

      —No, señor.

      —¿Seguro?

      —Sí, señor.

      —Entonces, hágame un favor —le dijo acercando su rostro y bajando el volumen de la voz—: no se haga el estrecho conmigo.

      Eso le había dicho, que no se hiciera el estrecho. Lo trataban como a un pelotudo, porque solo un pelotudo estaba en esa oficina dieciocho horas por día. Un cuartucho de dos por dos sin ventana, con las paredes color cremita, vacías, únicamente un cuadro del coronel Falcón, que miraba, atento, el crucifijo colgado en la pared de enfrente. Dieciocho horas sentado en una silla. Más tres de viaje, durmiendo un poco en la casa, otro poco en el tren y una horita en esa oficina de mierda.

      —Duerma aquí, pero con el aparato al lado.

      Lamentablemente, el cabo no podía pegar un ojo en ese lugar desangelado; se sentía —y era su exacta situación— abandonado, culpable de antemano porque un desquiciado lo había elegido para anoticiar sus asesinatos.

      Ayudame Virgencita, ayudame por favor, rogó.

      Cerró los ojos y la imagen de Tevere asaltó su memoria. Tevere era un compañero de escuela, allá en Gualeguaychú. Le había puesto un sapo en el bolsillo del guardapolvo y el animalito saltó justo cuando él le decía a la Mabel si quería que le llevase la mochila. La Mabel se rió, fue la risa más cruel que había escuchado; fue la primera vez que se sintió humillado, no tanto por ella como por su amigo. Se paró, el recuerdo removió el odio escondido, un resentimiento agazapado en los pliegues de su alma.

      No, yo aquí no voy a estar. Quién se cree que soy.

      Caminó hacia la puerta, la mano casi llegó al picaporte cuando escuchó otra vez el celular.

      Corrió, era un mensaje de texto: “mucho tiempo fuera de casa tevan soplartu mina”. Los de la 4. Los muy hijos de puta se burlaban de su desgracia. Con lo bien que la había pasado allá, no podía creer su mala suerte.

      A las doce de la noche el cabo se retiraba del Departamento rumbo a su casa, iba a apagar el celular cuando el aparato sonó tres veces.

      “1 mensaje recibido”, leyó.

      Apretó la tecla debajo de la palabra “mostrar”.

      Había un 3 y una dirección.

      Marcó un número:

      —Cabo primero Rodríguez, comisario. Mandó otro mensaje, señor.

      Si algo define la realidad es que el mundo es ajeno y televisado. Mientras tomaba su tercer whisky, el Inglés, con avaricia de banquero y trucos de tahúr, pensó en el salto que había dado. ¡Qué espectáculo el de la Gorda Mesa! Estuvo fantástica gritando que la iban a matar y después cayendo al piso. Veinte años había esperado algo así, un golpe de suerte que lo sacara de los espacios marginales para conducirlo a los floridos jardines del éxito. Pero no era alegría ni satisfacción lo que sentía, sino una ansiedad opaca, un cosquilleo que le hacía perder el ritmo de la respiración, y una pregunta golpeando a la puerta de su mente. Y ahora ¿cómo sigo?

      Nadie le creía a la Gorda. ¡Desde ya!, lo de ella era el exabrupto de una paranoica, pero el juego atraía más que un buen policial.

      A los del 6 la situación los había sobrepasado, pensó el Inglés. Perdidos, con el rumbo extraviado. ¿Adónde querían llegar con un reportaje al comisario Bermúdez? No tenían nada... Lo que no dejaba de ser amenazador, pensó, porque inevitablemente algo harían y él ignoraba qué.

      Sonrió, encendió un cigarrillo.

      ¿Cómo seguía?

      Tato Beraja tenía el escándalo: el bien y el mal y su comercio, todo mezclado. Había enjuiciado a las víctimas frente a las cámaras, apostó todo y le salió bien, un juicio rápido, fast food, fast trial.

      Un destello pasó por su mente. No maquinó ninguna intriga, fue solo instinto. Una intuición leve como una pluma: no podía competir aparato contra aparato, así que debía patear el tablero. Imaginó la antípoda del circo vacuo y se dijo que debía ir por los amantes del equilibrio.

      Lo encontraron después de tres semanas, los escasos vecinos se habían alarmado por el hedor insoportable. Para ese entonces, los pocos transeúntes que pasaban por la calle Virrey Liniers, una olvidada callejuela de tierra que cuando llovía se ponía absolutamente intransitable, ya habían denunciado que algo raro pasaba. Es increíble lo que tres semanas de altas temperaturas pueden hacer a la carne cuando carece de vida.

      Pero los efectivos policiales no llegaron gracias a una denuncia vecinal, sino a un mensaje de texto. Aunque prevenidos, no estaban preparados para lo que encontraron. Tuvieron que esperar las máscaras más de dos horas; incluso, cuando las consiguieron, la orden fue no permanecer más de cinco minutos.

      Adolfo Rodríguez, Harold, había pasado por la Casa hacía tiempo, durante la tercera emisión del ciclo. Aquella fue una mala temporada y, según se decía, el productor general le había echado la culpa a la elección de los participantes. “Otra temporada con tipos como Harold y terminamos en un canal de cable”, aseguraron que habría amenazado a los responsables del casting.

      Para desgracia del productor general, Harold recién abandonó el programa cuando terminó el segundo mes; para ese entonces los números estaban lejos de cumplir las expectativas de los anunciantes. La primera semana fuera de la Casa, Harold estuvo en las pantallas de quince programas de tevé, lo llamaban a toda hora y le pagaban lo que él quería. Lástima, pensaría cuando ya habitaba la casona de la calle Virrey Liniers, que hubiese querido tan poco. La novedad


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