El idilio de un enfermo. Armando Palacio Valdés

El idilio de un enfermo - Armando Palacio Valdés


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      —Vengo a saber la verdad definitiva sobre mi estado. Estoy enfermo del pecho. El médico que me ha reconocido dice que me encuentro en segundo grado de tisis pulmonar, y por si la ciencia tiene aún algún remedio para mi mal, me dirijo a usted, que está reputado como el primer médico que hoy tenemos.

      —Muchas gracias, querido—contestó el doctor, dirigiéndole una larga mirada de compasión.—Le reconoceré a usted y le diré mi opinión con franqueza, pues que así lo desea... Pero antes de que procedamos al reconocimiento, necesito saber los antecedentes de su enfermedad... Vamos a ver... ¿Cuánto tiempo hace que está usted enfermo?

      —En realidad, puedo decir que lo he estado siempre. Apenas recuerdo haber gozado un día de completa salud. Siempre he tenido una naturaleza muy enclenque, y he padecido casi constantemente... unas veces de uno y otras veces de otro... generalmente del estómago.

      —¿Malas digestiones?

      —Sí, señor; siempre han sido muy difíciles.

      —¿Con dolores?

      —No los he tenido hasta hace poco. Durante la niñez he padecido mucho. A los catorce o quince años empecé a sentirme mejor, a comer con más apetito y me puse hasta gordo, dado, por supuesto, mi temperamento; pero al llegar a los veinte, no sé si por el mucho estudiar o el desarreglo de las comidas, o la falta de ejercicio, o todo esto reunido, volvieron a exacerbarse mis enfermedades, y puedo decir que, durante una larga temporada, mi vida ha sido un martirio. Después mejoré cambiando de vida; pero he vuelto a recaer hace ya algún tiempo.

      —¿A qué ocupaciones se dedica usted?

      El joven vaciló un instante y repuso:

      —Soy escritor.

      —Mala profesión es para una naturaleza como la suya. Las circunstancias con que ustedes trabajan generalmente... a las altas horas de la noche, hostigados por la premura del tiempo... la falta de ejercicio... y el trabajo intelectual, que ya de por sí es debilitante... ¿Y dice usted que de algún tiempo a esta parte se ha recrudecido la enfermedad del estómago?

      —El estómago, no tanto: lo peor es la gran debilidad que siento en todo mi organismo desde hace tres o cuatro meses. Una carencia absoluta de fuerzas. En cuanto subo cuatro escaleras, me fatigo. No puedo levantar el peso más insignificante...

      —¿Ha tenido usted algún síncope, o siente usted mareos de cabeza?

      —Mareos, sí, señor; pero nunca he llegado a perder el sentido. Sin embargo, en estos últimos tiempos he temido muchas veces caerme en la calle.

      —¿Tose usted?

      —Hace un mes que tengo una tosecilla seca, y el lunes he esputado un poco de sangre. Me alarmé bastante y fui a consultar con un médico que conocía...

      —¿La sangre vino en forma de vómito o mezclada con saliva?

      —Nada más que un poquito entre la saliva.

      —Antes, ¿no había usted consultado?

      —Sí, señor, muchas veces; pero como se trataba de una enfermedad crónica, me iba arreglando con los antiguos remedios: el bicarbonato, la magnesia, la cuasia...

      —Bien; deme usted la mano.

      El doctor Ibarra estuvo largo rato examinando el pulso del joven. Después, observó con atención sus ojos, bajando para ello el párpado. Quedose algunos momentos pensativo.

      —Desearía reconocerle el pecho.

      —Cuando usted guste. ¿Es necesario que me desnude?

      —Sería mejor. Aquí no hace frío.

      El joven empezó a despojarse velozmente. Parecía tranquilo a primera vista. No obstante, quien le observase con cuidado, notaría que había crecido un poco la palidez de su rostro, y que tenía las manos trémulas. Cuando estuvo desnudo de medio cuerpo arriba, interrogó con la mirada al médico. Éste consideró el miserable torso que tenía delante, con profunda lástima. Las costillas pudieran contarse a respetable distancia: el cuello salía de sus estrechos hombros largo y delgado, y adornado con prominente nuez. Hízole seña de que se tendiese en el sofá y fue a sacar de un armario el estetoscopio. Después se coloco de rodillas al lado del sofá, y comenzó el reconocimiento. El doctor se entretuvo largo rato a palpar y repalpar el pecho, apoyando los dedos y dando sobre ellos repetidos golpecitos. En el lado derecho algo le llamó la atención, porque acudía allí con más frecuencia. Nada turbaba el silencio del gabinete. El joven observaba de reojo la fisonomía impasible del doctor. Una mosca se puso a zumbar tristemente en torno de ellos. Pero aún más triste zumbaba el pensamiento por el cerebro de nuestro enfermo, quien sentía escapársele la vida cuando se hallaba en los umbrales. Todos los instantes de dicha que había gozado acudieron en tropel a su imaginación: la vida se le presentó engalanada y risueña, como una mujer hermosa que le esperase: hasta sus dolores y quebrantos le parecieron amables en aquel momento en que le iban a notificar que dejaría de sentirlos para siempre. No obstante, si sus ideas y recuerdos le pusieron triste, no consiguieron enternecerle. Había en su alma tal fondo de entereza y orgullo, que consideraba indigno asustarse con la perspectiva de la muerte.

      El doctor tomó el instrumento, se lo puso sobre el pecho y aplicó el oído.

      —Tosa usted... así... no tan fuerte... Ahora respire usted con fuerza y acompasadamente.

      Hubo un largo silencio.

      —Vuélvase usted un poquito... así... Tosa usted otra vez... Basta... Respire usted con fuerza...

      Nuevo silencio, durante el cual el enfermo comenzó a acariciar una idea horrible.

      —Ahora hable usted.

      —¿De qué quiere usted que hable?

      —Recite versos, ya que es usted literato.

      —Bueno, recitaré los que más me convienen en este momento—repuso el joven sonriendo con amargura. Y empezó a decir en voz alta la admirable poesía de Andrés Chenier, titulada Le Jeune malade.

      Cuando hubo recitado algunos versos, el médico le interrumpió:

      —Basta... Siga usted respirando tranquilamente.

      Tornó a reinar el silencio. Un larguísimo rato se estuvo el médico con el oído atento a lo que en las profundidades del pecho de nuestro joven acaecía, explorando los más leves movimientos, los ruidos más imperceptibles, como el ladrón que fuese de noche a penetrar en una casa. A veces creía sentir los pasos de la muerte, como el soldado los de su enemigo, y la frente del anciano se arrugaba, pero volvía a serenarse al momento, adquiriendo expresión indiferente. Su atención era cada vez más profunda. En tanto, el paciente tenía fijos en el techo los ojos, donde empezaban a dibujarse las señales de una sombría decisión. Las cejas se fruncían: las negras pupilas despedían miradas cada vez más duras y tristes.

      El doctor levantó al fin la cabeza, y preguntó fríamente:

      —¿Qué médico le ha dicho a usted que estaba en segundo grado de tisis?

      —Ninguno—repuso el enfermo con la misma frialdad.

      El anciano se puso en pie vivamente, y le miró lleno de estupor. Después se santiguó exclamando:

      —¡Jesús qué atrocidad!—Y sonriendo con benevolencia:—Ha hecho usted una locura, joven. ¿Qué hubiese usted ganado con que le dijera que se moría?

      —Saberlo de un modo indudable.

      —Muchas gracias; ¿y después?

      —Después... después... después yo no sé lo que hubiera pasado.

      —Sí, lo sabe usted... pero más vale que no lo diga. Afortunadamente, le ha salido bien la treta; porque no necesito decirle que no tiene usted ningún pulmón lesionado: sólo hay un leve desorden en las funciones. Lo que usted tiene, salta a la vista


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