Mare nostrum. Vicente Blasco Ibanez

Mare nostrum - Vicente Blasco Ibanez


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como si fuese su hija. El marino tuvo que rebuscar en el fondo de su memoria para acordarse de una chicuela de cuatro años que andaba á gatas por la playa del pueblo de su madre mientras él, con una gravedad de hombrecito, oía contar al viejo secretario del Municipio las pretéritas grandezas de la marina catalana.

      Era hija de un Blanes—el único pobre de la familia—que mandaba los buques de sus parientes y había muerto de la fiebre amarilla en un puerto de la América central. Ferragut no podía explicarse cómo la criatura-reptil de la arena, con una eterna perla verde colgando de sus narices, era aquella misma joven esbelta, de un moreno pálido de arroz, que ostentaba su abultada cabellera semejante á un casco de ébano, con dos pequeñas espirales ante las orejas. Sus ojos parecían tener las tintas cambiantes del mar: negros á unas horas, azules á otras, verdes y profundos cuando reflejaba la luz del sol como un punto de oro.

      Se sintió atraído por su sencillez, por la gracia tímida de sus palabras y sonrisas. Era algo de irresistible novedad para este ruedamundo que sólo había conocido cobrizas de carcajada bestial, asiáticas amarillentas de gestos felinos ó europeas de los grandes puertos, que á las primeras palabras piden de beber y cantan sobre las rodillas del invitante, poniéndose su gorra como testimonio de amor.

      Cinta—este era su nombre—parecía conocerle toda su vida. Había sido el objeto de sus conversaciones con doña Cristina cuando ambas entretenían las monótonas horas tejiendo encajes al uso de su pueblo. Al pasar Ulises ante el cuarto de ella, vió unos retratos suyos de la época en que era simple agregado á bordo de un trasatlántico. Cinta los había sustraído indudablemente de las habitaciones de su tía. Admiraba á aquel primo aventurero desde mucho antes de conocerlo.

      Una tarde, contó el marinero á las dos mujeres cómo se había salvado en la costa de Portugal. La madre le escuchó volviendo la vista, temblándole las manos al mover los bolillos de su encaje. De pronto sonó un alarido. Era Cinta, que no podía escuchar más. Y Ulises agradeció sus lágrimas, sus lamentos convulsivos, sus ojos agrandados por una expresión de terror.

      La madre de Ferragut se preocupaba del porvenir de esta sobrina pobre. Su única salvación era el matrimonio, y la buena señora había fijado sus miras en cierto pariente que andaba más allá de los cuarenta, necesitando el aporte de esta juventud para refrescar su vida de solterón maduro. Era el sabio de la familia. Doña Cristina lo admiraba porque no podía leer sin el auxilio de unos lentes y porque ingería en la conversación palabras latinas, lo mismo que los clérigos. Enseñaba retórica y latín en el Instituto de Manresa, y hablaba de ser trasladado algún día á Barcelona, término glorioso de una carrera ilustre. Todas las semanas se escapaba á la capital para hacer largas visitas á la viuda del notario.

      —Por mí no viene—decía la buena señora—. ¿Quién se molesta por una vieja?... Te digo que quiere á Cinta, y para la chica será una suerte casarse con este hombre tan sabio, tan serio.

      Escuchándola, Ulises empezó á pensar qué hueso podría romperle un marino á un catedrático de retórica sin incurrir en responsabilidad.

      Un día, Cinta buscó por toda la casa un dedal opaco y gastado que le servía muchos años. De pronto cesó en sus rebuscas, se puso encarnada y bajó los ojos. Su mirada había encontrado la mirada fugitiva de su primo. Lo tenía él. En el cuarto de Ulises se veían cintas, madejas de hilo, un abanico viejo, depositados sobre papeles y libros, por el mismo reflujo misterioso que había arrastrado sus retratos del dormitorio de su madre al de su prima.

      El marino gustaba de quedarse en casa. Pasaba largas horas meditando con los codos en la mesa, pero atento al mismo tiempo á un susurro de ligeros pasos que podía sonar de un momento á otro en el corredor inmediato. Todo lo sabía: la trigonometría esférica y rectilínea, la cosmografía, las leyes de vientos y tempestades, los últimos descubrimientos oceanográficos. Pero ¿quién podría enseñarle la forma de hablar á una señorita sin asustarla?... ¿Dónde diablos se aprendía el arte de declararse á una persona decente?...

      En él las dudas no eran nunca largas ni dolorosas. ¡Adelante! Cada uno sale del paso como puede. Y una tarde, cuando Cinta iba del salón al dormitorio de su tía para traerle un libro piadoso, tropezó en el pasillo con Ulises.

      De no conocerle, hubiese temblado por su existencia. Se sintió agarrada por unas manos poderosas que la despegaron del suelo. Luego una boca ávida estampó en la suya dos besos agresivos. «¡Toma, y toma!...» Ferragut se arrepintió al ver á su prima temblando contra la pared, con una palidez de muerte, los ojos lacrimosos.

      —Te he hecho daño. Soy un bruto... ¡un bruto!

      Casi se puso de rodillas, implorando su perdón; cerraba los puños como si fuera á golpearse, castigando su atrevimiento. Pero ella no le dejó seguir... «¡No, no!...» Y mientras gemía esta protesta, sus brazos se cerraron formando un anillo en torno del cuello de Ulises. Su cabeza se inclinó hacia él, buscando el abrigo de su hombro. Una boca húmeda se unió modestamente á la boca del marino, al mismo tiempo que la barba de éste se mojaba con un rocío de lágrimas.

      Y no se dijeron más.

      Cuando, semanas después, escuchó doña Cristina la petición de su hijo, su primer movimiento fué de protesta. Una madre oye con anticipada benevolencia toda pretensión sobre una hija, pero es ambiciosa y exigente cuando se trata de un hijo. Ella había soñado algo más brillante. Pero su indecisión fué corta. Aquella muchacha tímida era tal vez la mejor compañera para Ulises. Además, estaba preparada, por lo que había visto en su infancia, para ser la mujer de un marino... ¡Adiós al catedrático!

      Se casaron. Luego, Ferragut, que no podía vivir inactivo, volvió al mar, pero como primer oficial de un trasatlántico que hacía viajes regulares á la América del Sur. Para él, equivalía esto á ser empleado en una oficina flotante, visitando los mismos puertos, repitiendo invariablemente iguales trabajos. Su madre se mostraba satisfecha al verle con uniforme. Cinta fijaba su vista en el almanaque como la esposa de un empleado la fija en el reloj. Tenía la certeza de que, transcurridos dos meses, le vería aparecer de nuevo viniendo del otro lado de la tierra, cargado de regalos exóticos, lo mismo que un marido que vuelve de la oficina con un ramo comprado en la calle.

      Al regreso de los dos primeros viajes fué á esperarle en el muelle, buscando con la vista su gorra de galón de oro y su levita azul entre los pasajeros trasatlánticos que se agitaban en las cubiertas con la alegría de la llegada á Europa.

      En el viaje siguiente, doña Cristina la obligó á quedarse en casa, temiendo que la emoción y las aglomeraciones del puerto perjudicasen su próxima maternidad. Luego, en cada una de sus arribadas, vió Ferragut un hijo nuevo, aunque siempre era el mismo; primeramente, un envoltorio de batistas y blondas sostenido por una nodriza endomingada; luego—cuando ya era capitán del trasatlántico—, un chicuelo con faldillas, mofletudo, de cabeza redonda cubierta de sedosa pelusa, tendiendo hacia él los bracitos; finalmente, un muchacho que empezaba á ir á la escuela y al ver á su padre agarraba su dura diestra, admirándolo con ojos profundos, como si contemplase en su persona la concreción de todas las fuerzas del universo.

      Don Pedro el catedrático siguió visitando la casa de doña Cristina, aunque con menos asiduidad. Tenía el gesto resignado y fríamente colérico del hombre que cree haber llegado demasiado tarde y está convencido de que su desgracia es obra de su descuido... ¡Si él hubiese hablado antes! La certeza de su importancia no le permitía dudar que la joven le habría aceptado con júbilo.

      A pesar de esta convicción, no podía contener en ciertos momentos una agresividad irónica, que se desahogaba inventando apodos clásicos. La joven esposa de Ulises, inclinada sobre su labor de encajera, era Penélope esperando la vuelta del errabundo marido.

      Doña Cristina aceptaba este sobrenombre, por saber vagamente que era el de una reina de buenas costumbres. Pero el día en que el catedrático, por una deducción lógica, llamó Telémaco al hijo de Cinta, la abuela protestó.

      —Se llama Esteban, como su abuelo... Eso de Telémaco es nombre de teatro.

      En uno de sus viajes aprovechó Ulises una


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