Mare nostrum. Vicente Blasco Ibanez

Mare nostrum - Vicente Blasco Ibanez


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se mostraba igualmente familiar en su respeto. Unos eran de la misma tierra del capitán, otros habían navegado largamente á sus órdenes.

      Ulises conoció como armador un sinnúmero de preocupaciones que no había sospechado antes. Se verificó en él la angustiosa transformación del artista que se convierte en empresario, del literato que se desdobla en editor, del ingeniero dedicado á la fantasía de los inventos que pasa á ser dueño de fábrica. Su amor romántico por el mar y sus aventuras fué acompañado ahora de preocupaciones sobre el precio y el consumo del carbón, sobre la concurrencia rabiosa que hacía bajar los fletes, y la busca de puertos nuevos con carga pronta y remuneradora.

      El Fingal, que había sido rebautizado por su nuevo propietario con el nombre de Mare nostrum, en memoria de su tío, resultaba una compra dudosa á pesar de su bajo precio. Ulises se había entusiasmado como navegante al ver su proa alta y afilada dispuesta á afrontar los peores mares, su esbeltez de buque veloz, sus máquinas sobradamente poderosas para un vapor de carga, todas las condiciones que le habían hecho servir de correo durante varios años. Consumía demasiado combustible para dedicarse con ganancia al transporte de mercancías. El capitán, durante sus navegaciones, sólo pensaba ahora en el alimento de las calderas. Siempre le parecía que Mare nostrum marchaba con excesiva rapidez.

      —¡Media máquina!—gritaba por el tubo á su primer mecánico.

      Pero á pesar de esta precaución y de otras, el gasto de combustible resultaba enorme al hacer el arqueo de un viaje. El buque consumía todas las ganancias. Su velocidad era insignificante comparada con la de un trasatlántico, pero resultaba absurda en relación con la de los vapores mercantes de gran casco y pequeña máquina que iban solicitando carga á cualquier precio por todos los puntos.

      Esclavo de la superioridad de su buque y en continua lucha con ella, Ferragut se esforzó por seguir navegando sin grandes pérdidas. Todas las aguas del planeta vieron á Mare nostrum dedicado á los transportes más raros. Gracias á él ondeó la bandera española en puertos que no la habían visto nunca.

      Hizo viajes por los mares solitarios de Siria y Asia Menor, ante costas donde la novedad de un buque con chimenea hacía correr y aglomerarse á las gentes de los aduares. Realizó desembarcos en puertos fenicios y griegos cegados por la arena, que sólo conservaban unas cuantas chozas al pie de montones de ruinas. Algunas columnas de mármol se erguían aún como troncos de palmeras desmochadas. Ancló junto á temibles rompientes de la costa occidental de África, bajo un sol que hacía arder la cubierta, para recibir caucho, plumas de avestruz y colmillos de elefante traídos en largas piraguas por remeros negros. Salían siempre de un río poblado de cocodrilos é hipopótamos, en cuyas orillas alzaba la factoría los conos pajizos de sus techumbres.

      Cuando faltaban estos viajes fuera de las rutas ordinarias, Mare nostrum hacía rumbo á América, resignándose á luchar en baratura con ingleses y escandinavos, que son los arrieros del Océano. Su tonelaje y su calado le permitían remontar los grandes ríos de la América del Norte, llegando hasta las ciudades del remoto interior que hacen humear las filas de chimeneas de sus fábricas al borde de un lago dulce convertido en puerto.

      Navegó por el rojizo Paraná hasta Rosario y Colastiné, para cargar trigo argentino; fondeó en las aguas de ámbar de Uruguay, frente á Paysandú y Fray Ventos, recibiendo cueros destinados á Europa y carne salada para las Antillas. En el Pacífico remontó el Guayas á través de una vegetación ecuatorial, en busca del cacao de Guayaquil. Su proa cortó la infinita lámina del Amazonas, apartando los troncos gigantescos arrastrados por las inundaciones de la selva virgen, para anclar frente á Pará ó frente á Manaos, tomando cargamentos de tabaco y café. Hasta llevó de Alemania pertrechos de guerra para los revolucionarios de una pequeña República.

      Estos viajes, que en otro tiempo entusiasmaban á Ferragut, tenían ahora como final una decepción. Después de pagados los gastos y de haber vivido con rabiosa economía, apenas quedaba algo para el armador. Cada vez eran más numerosos los buques de carga y el flete más barato. Ulises, con su elegante Mare nostrum, no podía luchar contra los capitanes septentrionales, alcoholizados y taciturnos, que aceptaban á cualquier precio el llenar sus buques sórdidos, emprendiendo una marcha de tortuga á través de los océanos.

      —No puedo más—decía con tristeza á su segundo—. Voy á arruinar á mi hijo. Si me compran Mare nostrum, lo vendo.

      En una de sus expediciones infructuosas, cuando sentía mayor desaliento, una noticia inesperada cambió su situación. Acababan de llegar á Tenerife con maíz de la Argentina y fardos de alfalfa seca. Tòni volvió á bordo después de haber legalizado los papeles del buque.

      —¡La guèrra, che!—gritó en valenciano, la lengua de su intimidad.

      Ulises, que se paseaba por el puente, acogió la noticia con indiferencia. «¿La guerra?... ¿Qué guerra era esa?...» Pero al saber que Alemania y Austria habían roto las hostilidades contra Francia y Rusia, y que Inglaterra acababa de intervenir en defensa de Bélgica, el capitán se lanzó á calcular las consecuencias políticas de esta conflagración. No veía otra cosa.

      Tòni, menos desinteresado, habló de la suerte futura del buque... ¡Terminada la miseria! Los fletes á trece chelines tonelada de un hemisferio á otro iban á ser en adelante un recuerdo vergonzoso. No tendrían ya que solicitar carga de puerto en puerto como quien pide una limosna. Ahora les tocaba darse importancia, viéndose solicitados por los consignatarios y comerciantes desdeñosos. Mare nostrum iba á valer como si fuese de oro.

      Tales predicciones, que Ferragut se resistía á aceptar, empezaron á cumplirse al poco tiempo. Escasearon los barcos en las rutas del Océano. Unos se refugiaban en los puertos neutrales más próximos, temiendo á los cruceros enemigos. Los más eran movilizados por sus gobiernos para los enormes transportes de material que exige la guerra moderna. Los corsarios alemanes, valiéndose de astucias, aumentaban con sus presas el pánico de la marina mercante.

      Saltó el precio del flete de trece chelines la tonelada á cincuenta; luego á sesenta, y á los pocos días á ciento. Ya no podía subir más, según el capitán Ferragut.

      —Aún subirá—afirmaba el segundo con una alegría cruel—. Veremos la tonelada á ciento cincuenta, á doscientos... ¡Vamos á hacernos ricos!

      Y Tòni empleaba el plural al hablar de la futura riqueza, sin que se le ocurriese por un momento pedir á su capitán unos céntimos más sobre los cuarenta y cinco duros que recibía al mes. La fortuna de Ferragut y del buque la consideraba como suya. Se tenía por dichoso siempre que no le faltase el tabaco y pudiera enviar su sueldo íntegro á la mujer y los hijos, que vivían allá en la Marina.

      Su ambición era la de todos los navegantes modestos: comprar un pedazo de tierra y hacerse labrador en su vejez. Los pilotos vascos soñaban con praderas y manzanos, una casita en una cumbre, y muchas vacas. El se imaginaba una viña en la costa, una vivienda blanca con emparrado, á cuya sombra fumaría su pipa, y toda la familia, hijos y nietos, extendiendo la cosecha de pasa sobre los cañizos.

      Le unía á Ferragut una admiración familiar, igual á la del antiguo escudero por su paladín, á la de un sargento viejo por un oficial de genio. Los libros que llenaban el camarote del capitán le hacían recordar sus angustias al examinarse en Cartagena para adquirir el título de piloto. Los graves señores del tribunal le habían visto palidecer y balbucear como un niño ante los logaritmos y las fórmulas trigonométricas. A él que le preguntasen sobre casos prácticos, y su pericia de patrón de barca, habituado á todos los peligros del mar, le haría responder con el aplomo de un sabio.

      En los trances difíciles—días de tormenta, bajos tortuosos, vecindad de costas traidoras—, Ferragut sólo se decidía á descansar cuando Tòni le reemplazaba en el puente. Con él no había miedo á que entrase por descuido la ola de través que barre la cubierta y apaga las máquinas, ó que el escollo invisible clavase su colmillo de piedra en el vientre del buque. Seguía junto al timonel el rumbo indicado, inmóvil y silencioso, como si durmiese de pie; pero en el momento oportuno dejaba caer la breve palabra


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