Mare nostrum. Vicente Blasco Ibanez

Mare nostrum - Vicente Blasco Ibanez


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arrugas. Una coloración caprichosa hacía negro el fondo de estas grietas, mientras que la parte expuesta al sol parecía lavada por la luz, con tonos más claros. La barba corta y dura se extendía por los surcos y lomas de su piel. Además, tenía pelo en las orejas, pelo en las fosas nasales, anchas y respingadas, prontas á estremecerse en los momentos de cólera ó de admiración... Pero esta fealdad disminuía bajo la luz de sus ojos pequeños, con las pupilas entre verdes y aceitosas; unos ojos que miraban dulcemente, con expresión canina de resignación, cuando el capitán se burlaba de sus creencias.

      Tòni era «hombre de ideas». Ferragut sólo le conocía cuatro ó cinco, pero duras, cristalizadas, inconmovibles, como los moluscos que, adheridos á la roca, acaban por convertirse en una excrecencia pétrea. Las había adquirido en veinticinco años de cabotaje mediterráneo, leyendo todos los periódicos de un radicalismo lírico que le salían al encuentro en los puertos. Además, al final de sus viajes estaba Marsella, y en una de sus callejuelas un salón rojo adornado de columnas simbólicas, donde se encontraba con navegantes de todas las razas y todas las lenguas, entendiéndose fraternalmente por medio de signos misteriosos y palabras rituales.

      Cuando entraba en un puerto de la América del Sur, después de larga ausencia, admiraba los rápidos adelantos de los pueblos jóvenes: muelles enormes construídos en un año, calles interminables que no existían en el viaje anterior, parques frondosos y elegantes sobre antiguas lagunas desecadas.

      —Es natural—afirmaba rotundamente—. Por algo son República.

      Al entrar en los puertos españoles, la menor contrariedad en el amarre del buque, una discusión con los empleados oficiales, la falta de espacio para un buen fondeo, le hacían sonreír con amargara. «¡Desgraciado país!... Todo era obra del altar y el trono.»

      En el río de Londres ó ante los muelles de Hamburgo, el capitán Ferragut se burlaba de su subordinado.

      —¡Aquí no hay República, Tòni...! Y sin embargo, esto es algo.

      Pero Tòni no se daba por vencido. Contraía el peludo rostro, haciendo un esfuerzo mental para dar forma á sus vagas ideas, vistiéndolas de palabras. En el fondo de estas grandezas presentía una afirmación de sus mismos pensamientos. Al fin se entregaba, desarmado, pero no convencido.

      —No sé explicarme: me faltan palabras... Son las gentes las que hacen todo eso.

      Al recibir en Tenerife la noticia de la guerra, resumió todas sus doctrinas con el laconismo de un triunfador.

      —Hay en Europa demasiados reyes... ¡Si todos los pueblos fuesen Repúblicas!... Esta calamidad había de llegar forzosamente.

      Y Ferragut no se atrevió á burlarse esta vez de la simpleza de su segundo.

      Toda la gente de Mare nostrum se mostraba entusiasmada por el nuevo aspecto de los negocios. Los marineros, taciturnos en las navegaciones anteriores, como si presintiesen la ruina ó el cansancio de su capitán, trabajaban ahora alegremente, lo mismo que si fuesen á participar de las ganancias.

      En el rancho de proa se entregaban muchos de ellos á cálculos comerciales. El primer viaje de la guerra equivalía á diez de los anteriores; el segundo tal vez proporcionase ganancia como veinte. Y se alegraban por Ferragut, con el mismo desinterés que su primer oficial, acordándose de los malos negocios de antes. Los maquinistas ya no eran llamados al camarote del capitán para idear nuevas economías de combustible. Había que aprovechar el tiempo, y Mare nostrum iba á todo vapor, haciendo catorce millas por hora, como un buque de pasajeros, deteniéndose únicamente cuando le cerraba el paso un destroyer inglés á la entrada del Mediterráneo, enviándole un oficial para convencerse de que no llevaba á bordo súbditos de los Imperios enemigos.

      La abundancia reinaba igualmente entre el puente y la proa, donde estaban la cocina y el alojamiento de los marineros, espacio del buque respetado por todos como dominio incontestable del tío Caragòl.

      Este viejo apodado «Caracol»—otro amigo antiguo de Ferragut—era el cocinero de á bordo, y aunque no se atrevía á tutear al capitán, como en otros tiempos, la expresión de su voz daba á entender que mentalmente seguía usando de esta familiaridad. Había conocido á Ulises cuando huía de las aulas para remar en el puerto, y él, por el mal estado de sus ojos, acababa de retirarse de la navegación de cabotaje, descendiendo á ser simple lanchero. Su gravedad y su corpulencia tenían algo de sacerdotal. Era el mediterráneo obeso, de cabeza pequeña, cuello voluminoso y triple mentón, sentado en la popa de su barca de pesca como un patricio romano en el trono de la trirreme.

      Su talento culinario sufría eclipses cuando no figuraba el arroz como tema fundamental de sus composiciones. Todo lo que este alimento puede dar de sí lo conocía perfectamente. En los puertos del Trópico, los tripulantes, hastiados de bananas, piñas y aguacates, saludaban con entusiasmo la aparición de la gran sartén de arroz con bacalao y patatas ó de la cazuela de arroz al horno, con la dorada costra perforada por la cara roja de los garbanzos y el lomo negro de las morcillas. Otras veces, el cocinero, bajo el cielo plomizo de los mares septentrionales, les hacía evocar el recuerdo de la lejana patria dándoles el monástico arroz con acelgas ó el mantecoso arroz con nabos y judías.

      En los domingos y fiestas de santos valencianos, que eran los primeros del cielo para el tío Caragòl—San Vicente Mártir, San Vicente Ferrer, la Virgen de los Desamparados y el Cristo del Grao—, aparecía la humeante paella, vasto redondel de arroz, sobre cuya arena de hinchados granos yacían despedazadas varias aves. El cocinero sorprendía á su gente repartiendo cebollas crudas, voluminosas, de acre perfume que arrancaba lágrimas y una blancura de marfil. Eran un regalo de príncipe mantenido en secreto. No había mas que quebrarlas de un puñetazo para que soltasen su viscosidad, y luego se perdían en los paladares como bocados crujientes de un pan dulce y picante, alternando con las cucharadas de arroz. El buque estaba á veces cerca del Brasil, á la vista de Fernando de Noroña, distinguiéndose las chozas cónicas de los negros instalados en la isla bajo un sol ecuatorial, y los tripulantes creían comer en una barraca de la huerta de Valencia, pasándose de mano en mano el porrón de vino fuerte de Liria.

      Cuando anclaban en puertos de pesca abundante, acometía la magna obra de guisar un arroz abanda. Los marmitones llevaban á la mesa del capitán la olla donde habían hervido los pescados mantecosos, revueltos con langostas, almejas y toda clase de mariscos. El se reservaba el honor de ofrecer la gran fuente con su pirámide de arroz dorado y suelto.

      Hervido aparte (abanda), cada grano estaba repleto del suculento caldo de la olla. Era un arroz que contenía en sus entrañas la concentración de todas las substancias del mar. Como si cumpliese una ceremonia litúrgica, iba entregando medio limón á cada uno de los que ocupaban la mesa. El arroz sólo debe comerse luego de humedecerlo con este rocío perfumado, que evoca la imagen de un jardín oriental. Únicamente desconocían esta voluptuosidad los infelices de tierra adentro, que llaman á cualquier rancho arroz á la valenciana.

      Ulises asentía á las reflexiones del cocinero, llevándose á la boca la primera cucharada con gesto interrogante... Luego sonreía, sumiéndose en gastronómica embriaguez. «¡Magnífico, tío Caragòl!» Su buen humor le hacía afirmar que los dioses sólo se alimentaban con arroz abanda en su hotel del Olimpo. Lo había leído en los libros. Y Caragòl, presintiendo en esto un elogio, contestaba gravemente: «Así es, mi capitán.» Tòni y los otros oficiales masticaban con la cabeza baja, interrumpiéndose únicamente para lamentar que el viejo se hubiese quedado corto al medir la ambrosía.

      El aceite era para él tan precioso como el arroz. En la época de la navegación miserable, cuando el capitán hacía esfuerzos por conseguir nuevos ahorros, Caragòl vigilaba especialmente la gran alcuza de su cocina. Sospechaba que los marmitones y los marineros jóvenes se atusaban el pelo para hacer el majo empleando el aceite como pomada. Toda cabeza que se ponía al alcance de su vista turbia la sujetaba entre sus brazos, llevando á ella las narices. El más lejano perfume del licor de oliva despertaba su cólera. «¡Ah, lladre!...» Y dejaba caer su manaza enorme, blanda y pesada como un guantelete de esgrima.

      Ulises


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