Sin segundo nombre. Lee Child

Sin segundo nombre - Lee Child


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       SIN SEGUNDO NOMBRE

      10 historias de Jack Reacher

      Traducción de Aldo Giacometti

       LEE CHILD

Blatt & Ríos

      DEMASIADO TIEMPO

      Sesenta segundos en un minuto, sesenta minutos en una hora, veinticuatro horas en un día, siete días en una semana, cincuenta y dos semanas en un año. Reacher hizo un cálculo mental aproximado y le dio poco más de treinta millones de segundos en un intervalo de doce meses. Tiempo en el cual se cometerían cerca de diez millones de delitos relevantes sólo en Estados Unidos. Más o menos uno cada tres segundos. Nada raro. Ver que uno se produzca justo enfrente tuyo, de cerca y personal, no era inherentemente improbable. La ubicación importaba, claro. Los delitos iban adonde la gente iba. Las probabilidades eran mejores en el centro de una ciudad que en el medio del campo.

      Reacher estaba en una ciudad vaciada en Maine. No cerca de un lago. No en la costa. Nada que ver con langostas. Pero érase una vez que había sido buena para algo. Eso estaba claro. Las calles eran anchas y los edificios de ladrillo. Tenía un aire de prosperidad perdida. Las que tal vez antes habían sido grandes tiendas eran ahora negocios de todo por un dólar. Pero no era todo oscuro. Esos negocios de todo por un dólar movían al menos algo de dinero. Había un café de franquicia. Había mesas afuera. Las calles estaban casi atestadas. El clima ayudaba. El primer día de primavera y el sol radiante.

      Reacher dobló en una calle tan ancha que la habían cerrado al tráfico y la habían bautizado como plaza. Había mesas de bar frente a deslucidos edificios rojos a ambos lados, y quizás treinta personas paseando en el espacio entremedio. Reacher primero vio la escena de frente, con la gente delante de él, repartida de manera aleatoria. Más tarde se dio cuenta de que los que más importaban habían formado una figura perfecta, como una T mayúscula. Él estaba en la base, mirando hacia arriba, y cuarenta metros más allá, en la barra de la T, había una mujer joven caminando en ángulo recto por su campo de visión, de derecha a izquierda delante de él, cruzando la ancha calle directo de una vereda a la otra. Tenía un bolsito de tela colgado del hombro. La tela parecía de gramaje medio, y era de color natural, pálida contra su remera oscura. Ella tenía quizás veinte años. O incluso menos. Podría haber llegado a tener dieciocho. Caminaba despacio, la mirada en alto, disfrutando del sol en la cara.

      Entonces desde el extremo izquierdo de la barra, y mucho más rápido, apareció corriendo un chico, de frente hacia ella. Edad parecida. Zapatillas, pantalón negro ajustado, buzo con capucha. Agarró el bolso de la mujer y se lo arrancó del hombro. Ella quedó desparramada, la boca abierta con algún tipo de exclamación incrédula. El chico de la capucha se calzó el bolso bajo el brazo como una pelota de fútbol americano e hizo una finta hacia la derecha y salió corriendo por el tallo de la T, derecho hacia donde estaba Reacher en la base.

      Entonces desde el extremo derecho de la barra aparecieron dos hombres de traje, caminando en la misma dirección de vereda a vereda que había caminado la mujer. Estaban unos veinte metros atrás de ella. El delito tuvo lugar justo enfrente de ellos. Reaccionaron como reacciona la mayoría de las personas. Se quedaron quietos por un instante y después se dieron vuelta y miraron cómo se escapaba el muchacho, y levantaron los brazos de manera animada pero incoherente, y gritaron algo que podría haber sido ¡Ey!

      Entonces empezaron a perseguirlo. Como si hubiese sonado el disparo de largada. Corrieron fuerte, las rodillas bombeando, flameando el faldón de los abrigos. Policías, pensó Reacher. Tenían que ser. Por la coordinación tácita. Ni siquiera se miraron. ¿Quién más reaccionaría así?

      A cuarenta metros de distancia la joven mujer se volvió a poner de pie de prisa y se fue corriendo.

      Los policías seguían acercándose. Pero el chico del buzo negro estaba diez metros por delante de ellos, y corriendo mucho más rápido. No lo iban a atrapar. No había manera. Sus números relativos eran negativos.

      Ahora el chico estaba a veinte metros de Reacher, esquivaba hacia la izquierda, hacia la derecha, corría por donde nadie obstruía el terreno. A tres segundos de distancia. Con un hueco obvio enfrente suyo. Ahora a dos segundos de distancia. Reacher se movió hacia la derecha, un paso. Ahora a un segundo de distancia. Otro paso. Reacher golpeó al chico con la cadera y lo volteó y el chico se deslizó por el piso en un enredo de manos y piernas. El bolsito de tela voló por el aire y el chico se raspó y rodó por otros tres metros, y entonces llegaron los hombres de traje y se le fueron encima. Una pequeña multitud se apretó alrededor. El bolso de tela había tocado tierra a un metro de los pies de Reacher. Tenía un cierre en la parte de arriba, bien cerrado. Reacher se agachó para agarrarlo, pero después lo pensó mejor. Mejor no tocar la evidencia, dejarla como estaba. Se alejó un paso. Al lado de él se juntaron más espectadores.

      Los policías sentaron al chico, aturdido, y le esposaron las manos detrás de la espalda. Un policía hizo guardia y el otro pasó por encima y levantó el bolso de tela. Parecía desinflado y sin peso y vacío. Colapsado. Como si no tuviera nada adentro. El policía escaneó las caras a su alrededor y miró a Reacher. Sacó una billetera del bolsillo de atrás y la abrió con un veloz y practicado movimiento de muñeca. Había un documento detrás de una ventana de plástico lechoso. Detective Ramsey Aaron, departamento de policía del condado. En la foto estaba el mismo tipo, un poco más joven y mucho menos agitado.

      —Muchas gracias por estar ayudándonos con eso –dijo Aaron.

      —De nada –dijo Reacher.

      —¿Vio exactamente lo que pasó?

      —Creería que sí.

      —Entonces voy a necesitar que firme la declaración de testigo.

      —¿Vio que la víctima se fue corriendo?

      —No, no lo vi.

      —Parecía estar OK.

      —Bueno saberlo –dijo Aaron–. De todas formas vamos a necesitar que firme la declaración.

      —Ustedes estuvieron más cerca de todo que yo –dijo Reacher–. Pasó justo enfrente de ustedes. Firmen su propia declaración.

      —Francamente, señor, va a tener más valor si viene de una persona común. Alguien del público, quiero decir. A los jurados no siempre les gustan los testimonios de la policía. Un signo de los tiempos.

      —En algún momento fui policía.

      —¿Dónde?

      —En el Ejército.

      —Entonces usted es incluso mejor que una persona común.

      —No me voy a poder quedar para un juicio –dijo Reacher–. Estoy de paso. Tengo que seguir viaje.

      —No va a haber juicio –dijo Aaron–. Si tenemos un testigo presencial en el registro, que es además un veterano militar, con experiencia en las fuerzas de seguridad, la defensa lo va a declarar culpable. Simple aritmética. Sumas y restas. Como cuando se quiere sacar un préstamo. Así es como funciona ahora.

      Reacher no dijo nada.

      —Diez minutos de su tiempo –dijo Aaron–. Vio lo que vio. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

      —OK –dijo Reacher.

      Fueron más de diez minutos, incluso al principio. Se quedaron ahí y esperaron a un patrullero que viniera a llevarse al chico a la comisaría. Eventualmente apareció, acompañado por una ambulancia de los bomberos, para chequear los signos vitales del chico. Para declararlo apto para el procesamiento. Para evitar bajo custodia una muerte sin explicación. Y todo eso llevó tiempo. Pero al final el chico se subió al asiento de atrás y los uniformados a los de adelante y el auto partió. Los curiosos se volvieron a dispersar. Reacher y los dos policías quedaron ahí solos.

      El segundo policía dijo que su nombre era Bush. Ninguna relación con los Bush de Kennebunkport. También detective del condado. Dijo que el auto estaba estacionado en la calle pasando la esquina más lejana de la plaza. Señaló. Allá donde había empezado


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