Sin segundo nombre. Lee Child

Sin segundo nombre - Lee Child


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sabía que estaba en el diner. Ahora sabe que estoy a una o dos cuadras. Todo se trata de dónde están los teléfonos públicos. Estoy seguro de que se dio cuenta de eso bastante rápido. Lo que yo creo es que ahora mismo nos está observando. Toda su brigada nos está observando, probablemente. Mucha gente. No estamos sólo usted y yo, Delaney. Hay mucha gente aquí.

      —¿Qué es esto? ¿Una de esas operaciones psicológicas?

      —Es lo que usted dijo. Una apuesta. Aaron es un tipo inteligente. Me podría haber venido a buscar hace horas. Pero no lo hizo. Porque quería saber qué iba a pasar después. Estuvo observando durante horas. Está observando ahora mismo. O quizás no. Porque quizás de hecho fue siempre medio tonto. Pero ¿le pareció tonto a usted? Esa es la apuesta. Debo decirle que, en lo personal, apuesto a inteligente. Mi consejo profesional sería que cierre la boca y se tire al piso. Hay testigos por todos lados.

      Delaney miró hacia la izquierda, atrás de la gomería. Después hacia la derecha, al local abandonado. Hacia delante, al estrecho callejón entremedio. Puertas y ventanas por todos lados, y sombras.

      —No hay nadie acá –dijo.

      —Hay sólo una manera de asegurarse –dijo Reacher.

      —¿Sería?

      —Retroceda hasta una de las ventanas y fíjese si alguien lo agarra.

      —No voy a hacer eso.

      —¿Por qué no? Usted dijo que no hay nadie acá.

      Delaney no respondió.

      —Le toca elegir –dijo Reacher–. ¿Aaron es inteligente o es tonto?

      —Me va a ver disparándole a un fugitivo. No importa si es inteligente o si es tonto. Siempre y cuando deletree bien mi nombre, me van a dar una medalla.

      —No soy un fugitivo. Mandó a Bush y a la abogada para que se encontraran conmigo. Fue una invitación. Nadie me persiguió. Quería que me escapara. Quería alguna carnada en el agua.

      Delaney hizo una pausa.

      Miró hacia la izquierda. Hacia la derecha.

      —Está hablando pavadas –dijo.

      —Eso es siempre teóricamente una posibilidad.

      Reacher no dijo más nada. Delaney miró todo alrededor. Ladrillo viejo, podrido por el hollín y la lluvia. Entradas a edificios. Y ventanas. Algunas enteras y con vidrios, otras rotas y con agujeros, otras apenas un hueco en la pared, ya sin ningún tipo de marco.

      Había una de esas en la planta baja del negocio abandonado que estaba al lado. A la altura del pecho por encima de la vereda. A unos tres metros. No mucho más atrás del hombro derecho de Delaney. Era un posicionamiento de manual. A la infantería le habría encantado. Controlaba la mayor parte de la cuadra.

      Delaney miró para ahí.

      Se arrimó hacia ahí, de costado, siempre apuntándole a Reacher, pero mirando por encima del hombro. Se acercó, y acortó la poca distancia que le quedaba, en diagonal, estirando el cuello hacia atrás, intentando vigilar a Reacher, intentando ver algo ahí adentro, las dos cosas a la vez.

      Llegó a la ventana. Siempre de frente a Reacher. Retrocediendo. Mirando sobre sus hombros. Izquierda y derecha. No viendo nada.

      Se dio vuelta. Rápido, como el principio de una veloz mirada acá y allá. Por un segundo estuvo de cara al edificio. Se puso en puntas de pie, y apoyó las manos en el alféizar, con Glock y todo, temporariamente incómodo, y se trepó todo lo que pudo y se inclinó hacia delante y metió la cabeza para echar un vistazo.

      Un brazo largo lo agarró del cuello y lo tiró para adentro. Un segundo brazo le agarró la mano del arma. Un tercer brazo le agarró el cuello de la chaqueta y lo arrastró por encima del alféizar hacia la oscuridad de adentro.

      Reacher esperó en el diner, con café y tarta todo pago por el departamento de policía del condado. Dos horas después entró el uniformado novato. Había ido manejando hasta Warren para buscar el sobre papel madera con las cosas de Reacher. Su pasaporte, su tarjeta ATM, su cepillo de dientes, sus setenta dólares en billetes, sus setenta y cinco centavos en monedas de veinticinco y sus cordones. El chico corroboró que estuviera todo y se lo alcanzó.

      Después dijo:

      —Encontraron los treinta mil dólares. Estaban en el freezer en la casa de Delaney. Envueltos en papel aluminio y churrasco congelado.

      Después se fue, y Reacher les pasó los cordones a sus zapatos y se los ató. Se guardó las cosas en los bolsillos y vació la taza y se paró para irse.

      Entró Aaron por la puerta.

      Dijo:

      —¿Se va?

      Reacher dijo que sí, que se iba.

      —¿Adónde va?

      Reacher dijo que no tenía la menor idea.

      —¿Va a firmar la declaración de testigo?

      Reacher dijo que no, que no la firmaría.

      —¿Ni siquiera si se lo pido de manera amable?

      Reacher dijo que no, que ni siquiera así.

      Entonces Aaron preguntó:

      —¿Qué habría hecho si no hubiera puesto a mis hombres en esa ventana?

      Reacher dijo:

      —A esa altura él ya estaba nervioso. Estaba a punto de cometer errores. Las oportunidades hubieran surgido por sí mismas. Estoy seguro de que algo se me habría ocurrido.

      —Dicho de otra manera no tenía nada. Estaba apostando todo a que yo fuera un buen policía.

      —No haga de eso una gran cosa –dijo Reacher–. Lo cierto es que supuse que en el mejor de los casos sería cincuenta y cincuenta.

      Salió caminando del diner, del pueblo, hasta una alternativa de izquierda o derecha en la ruta del condado, norte o sur, Canadá de un lado New Hampshire del otro. Eligió New Hampshire y empezó a hacer dedo. Ocho minutos más tarde estaba arriba de un Subaru, escuchando hablar a un tipo sobre las pastillas que había tomado para el dolor de espalda. Nada como esas pastillas. Lo mejor del mundo, dijo el tipo.

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