Sin segundo nombre. Lee Child

Sin segundo nombre - Lee Child


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Reacher –dijo Reacher.

      —¿Por qué me llama?

      —Para decirle dos cosas.

      —¿Pero por qué a mí?

      —Porque usted puede llegar a escuchar.

      —¿Dónde está?

      —Ya estoy muy lejos de la ciudad. No me va a volver a ver nunca más. Me temo que su división uniformada lo defraudó mucho.

      —Debería entregarse.

      —Eso fue lo primero –dijo Reacher–. Eso no va a suceder. Mejor que se entienda bien desde el principio. O vamos a gastar mucha energía en el ida y vuelta. No me va a encontrar nunca. Así que ni lo intente. Simplemente resígnense con altura. Mejor gaste su tiempo en lo segundo.

      —¿Fue usted en la cárcel? ¿Con el recluso en libertad condicional al que molieron a golpes?

      —¿Por qué iba a estar en la cárcel un recluso con libertad condicional?

      —¿Qué es lo segundo?

      —Tiene que averiguar quién era exactamente la chica del bolso, y quién era exactamente el chico del buzo. Nombres y antecedentes. Y qué había exactamente en el bolso.

      —¿Por qué?

      —Porque antes de que me lo diga se lo voy a decir yo a usted. Cuando vea que tengo razón, quizás me empiece a prestar atención.

      —¿Quiénes son?

      —Lo vuelvo a llamar más tarde –dijo Reacher.

      Estaba en el diner de la esquina. De donde habían salido el almuerzo y la cena. El lugar más seguro, en medio del pánico. Nadie ahí adentro lo había visto antes. Ningún policía iba a entrar para tomarse un café en un descanso. No en ese momento. Estaba fuera de cuestión. Y la comisaría era el ojo de la tormenta, lo que significaba que en una cuadra a la redonda las patrullas o estaban acelerando a fondo para alejarse de ahí y buscar en otros lugares o estaban frenando a fondo al volver, todos pesimistas y decepcionados y frustrados. En otras palabras había drama visual y emoción, pero por eso mismo no mucha observación paciente por la ventana hacia los alrededores inmediatos del vecindario.

      El teléfono estaba en la pared de un pasillo en la parte de atrás del diner, con baños a la izquierda y a la derecha, y una salida de emergencia al fondo. Reacher colgó y volvió a su mesa. Era una de las seis personas sentadas ahí solas en las sombras. Nadie le prestaba atención. Tuvo la sensación de que no eran raros los desconocidos. Al menos como concepto. En la pared había viejas fotografías. Más artefactos de otras épocas colgados en exhibición. La ciudad había estado en el negocio de la tala. Se habían hecho fortunas. La gente había estado entrando y saliendo constantemente por cientos de años, arrastrando cargamentos, vendiendo herramientas, simulando todo tipo de indignación falsa con respecto a los precios.

      Quizás una parte de la ciudad todavía trabajaba. Un aserradero solitario acá o allá. Quizás todavía pasaba alguna gente. No mucha, pero suficiente. Definitivamente en el diner nadie miraba a los ojos. Nadie se escondía atrás de un diario para marcar un teléfono a escondidas.

      Reacher esperó.

      * *

      Llamó de nuevo, una cantidad de minutos al azar después de que pasó la primera hora. Puso la mano ahuecada sobre la boca para que el ruido del lugar no sonara dos veces igual. Quería que pensaran que estaba en movimiento. Si pensaban que no era así iban a empezar a preguntarse dónde se había escondido, y Aaron parecía un tipo lo suficientemente inteligente como para darse cuenta. Podía entrar derecho y tomar asiento.

      Atendieron el teléfono a la primera llamada.

      —Habla Aaron –dijo Aaron.

      —Tiene que preguntarse por una cuestión de transporte –dijo Reacher–. Seis tipos me llevaron anoche a Warren. Pero sólo dos me trajeron esta mañana. Seis tipos eran muchas horas extras en una tarde. Excesivas, podrían decir algunos, para un prisionero en un micro. Especialmente cuando el presupuesto es un problema. Así que ¿por qué se hizo así?

      —Usted es una incógnita. Más vale prevenir que curar.

      —¿Entonces por qué no me pusieron los mismos seis tipos esta mañana? No saben de mí ahora mucho más de lo que sabían anoche.

      —Estoy seguro de que usted me va a decir por qué –dijo Aaron.

      —Dos posibilidades. No enfrentadas necesariamente. Como conectadas.

      —A ver.

      —Querían que yo estuviera anoche ahí sin falta. Era importante que fuera. Mi abogada presentó una petición razonable. Dijeron que no. Aprobaron un innecesario paseo de ida y vuelta que fue sólo una pérdida de nafta y horas hombre. Asignaron a seis tipos para asegurarse de que yo llegara ahí sano y salvo.

      —¿Y?

      —No esperaban que viniera de vuelta esta mañana. Así que no asignaron custodia. Así que cuando llegó el momento tuvieron que armar un equipo de cabotaje que ya tenía muchas otras cosas que hacer hoy.

      —Eso no tiene sentido. Todos esperaban que viniera de vuelta esta mañana. Para la lectura de derechos. Procedimiento estándar. Conocimiento general.

      —¿Entonces por qué armaron ese otro equipo?

      —No lo sé.

      —No estaban esperando que volviera.

      —Sabían que tenía que volver.

      —No si estaba en coma en un hospital. O muerto en la morgue. Lo que normalmente sería algo inesperado. Pero lo sabían bien de antemano. No organizaron transporte de ida y vuelta.

      Aaron hizo una pausa.

      —Fue usted ahí en la cárcel –dijo.

      —El tipo ni siquiera me conocía –dijo Reacher–. Nunca nos habíamos cruzado. Así y todo vino directo hacia mí. Mientras sus amigotes armaban un lío lejos de ahí. Estaba por salir en libertad condicional. Lo que yo creo es que Delaney fue el que lo metió en la cárcel, en su momento. ¿Estoy en lo cierto?

      —Sí, es así.

      —Así que hicieron un trato. Si el grandote se encargaba de mí, sin que lo descubrieran, entonces Delaney lo ayudaría en la audiencia ante el comité de libertad condicional. Diría que era una persona reformada. ¿Quién lo podía saber mejor que el oficial que lo arrestó? La gente asume una especie de conexión mística. A los comités de libertad condicional les encanta toda esa mierda. El tipo habría salido. Excepto si no hacía el trabajo. Subestimó a su oponente. Posiblemente le informaron mal.

      —Está admitiendo una agresión delictiva.

      —No me va a encontrar nunca. Podría estar en California mañana mismo.

      —Dígame quién era la chica –dijo Aaron–. Y el chico de buzo. Demuéstreme que sabe de lo que está hablando.

      —El chico y la chica eran dos títeres. A los dos los amenazaron para que participaran. Probablemente a la chica la acababan de agarrar. Quizás por segunda vez. Quizás incluso la primera. La DEA del estado. Delaney. Ella piensa que él está intentando decidir si dejarla ir o no. Él le propone un trato. Lo único que tiene que hacer es llevar un bolso. Le propone un trato similar al chico. Un caso menor puede pasar. Iba a poder volver a Yale o a Harvard o de donde sea que fuera sin ningún tipo de antecedente. Papá no tiene por qué enterarse. Lo único que tiene que hacer es correr un poco y arrebatar un bolso. El chico y la chica no se conocen. Son de casos distintos. ¿Hasta acá tengo razón?

      —¿Qué había en el bolso? –dijo Aaron.

      —Estoy seguro de que el informe oficial dice que era o metanfetamina o OxyContin o dinero. Una cosa o la otra. Una entrega o un pago.

      —Era dinero –dijo Aaron–. Era un pago.

      —¿Cuánto?


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