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Akal / Pensamiento crítico / 5
Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero
El orden de El capital
Por qué seguir leyendo a Marx
Prólogo de
Santiago Alba Rico
Diseño cubierta: RAG
Ilustración de cubierta: Santiago Jiménez Jiménez
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
Entre los años 2006 y 2010, la elaboración de este libro ha contado con la colaboración de los Proyectos de Investigación «Naturaleza humana y comunidad I y II» (Hum2006-04909 y FFI2009-12402), financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación.
1.ª reimpresión, 2011
© Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, 2010
© Ediciones Akal, S. A., 2010
Tablas y esquemas realizados por Clara Serra Sánchez
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-3625-8
Prólogo
Decía Chesterton que «el pueblo nunca puede rebelarse si no es conservador, al menos lo bastante como para haber conservado alguna razón para rebelarse».
Esto es más cierto aún si de lo que se trata es de rebelarse contra el capitalismo. Benjamin comparó el mundo capitalista con un tren sin frenos que rodaba hacia el abismo. Y en lugar de imaginar la revolución socialista bajo el potente aspecto de una locomotora (como tantas veces se había hecho ya), la comparó con el freno de emergencia. La objeción más definitiva que el ser humano puede hacerle a la economía capitalista es que no es capaz de detener, ni siquiera de ralentizar, la marcha. La humanidad ha emprendido un viaje que no tiene estaciones. Incluso los revolucionarios más insensatos han tenido que rendirse a la evidencia de que es imposible competir en velocidad con el capitalismo. Ya en 1848, Marx constataba cómo la economía capitalista había logrado que todo lo sólido se disolviese en el aire. En el año 2009 sabemos hasta qué punto es así. En palabras de Carlos Fernández Liria, «el capitalismo ha atacado este planeta por tierra, mar y aire. Ha reventado el subsuelo terrestre con pruebas nucleares, ha abierto un agujero de ozono en la estratosfera y llenado de misiles las galaxias. Ha desquiciado el código genético de las semillas y ha cubierto de brea los océanos».
Tras apoderarse del mercado del arte y obligar a la belleza a cotizar en bolsa, el capitalismo ha decidido incluso mover de su sitio los glaciares. Esas montañas de hielo habían sido elegidas por Kant como ejemplificación de lo sublime. Lo sublime es aquello que viene demasiado grande a nuestra imaginación, aquello que la imaginación intenta recorrer en vano, experimentando el fracaso de su esfuerzo. Pero lo que es inmenso para la imaginación de los hombres, es pequeño para el capitalismo. Como es sabido, dos glaciares de los Andes chilenos están siendo removidos y desviados para que una compañía estadounidense propiedad de la familia Bush explote unos yacimientos mineros.
En su ofensiva contra todo lo existente, el capitalismo ha deglutido no sólo seres humanos y recursos materiales, sino también ese patrimonio inmaterial sin el cual la reproducción misma de la humanidad es imposible: el conocimiento. «Recientemente», nos dice Fernández Liria, «el capitalismo ha extendido su ofensiva planetaria y ha decidido conquistar también el mundo inteligible, asaltando la universidad y poniéndola al servicio de los intereses del mercado. Nada comparable, de todos modos, a la hazaña de mantener a la mitad de la población mundial viviendo con menos de dos dólares diarios, mientras que las 84 mayores fortunas personales suman una cifra equivalente al producto interior bruto de China y sus 1.200 millones de habitantes. Al hilo de la crisis económica, mientras en el verano de 2009 la patronal española exigía a los sindicatos el despido gratuito (el libre hacía tiempo ya que existía), el presidente del BBVA blindaba su sueldo con una indemnización de 93,7 millones de euros. Así pues, en su gesta por los confines del surrealismo, el capitalismo no ha permitido al ser humano conservar ni tan siquiera el sentido común».
Este panorama no deja mucho lugar a dudas. Pero no siempre se vio tan claro. Los revolucionarios comunistas y anarquistas cayeron a menudo en el error de intentar competir en velocidad y eficiencia con el capitalismo. En realidad, pensaban con acierto que el capitalismo era una traba para el desarrollo humano que el propio capitalismo había contribuido a posibilitar. Lo que no se entendió tan claramente es que el capitalismo no imponía esa traba con un freno, sino con un acelerador. Por eso, el capitalismo deja atrás, al mismo tiempo, aquello que hay que conservar a cualquier precio y aquello que es irrenunciable potenciar.
El capitalismo frena acelerando. Por el camino, como ya señalara el Manifiesto Comunista, ha dado al traste con todo lo que supuestamente había de sagrado e inamovible en la vida humana, desde la vida familiar al tejido cultural o religioso. El capitalismo, sin duda, ha dañado en su misma raíz la consistencia antropológica más elemental. Pero esto no supone necesariamente una calamidad, porque en esa consistencia también van incluidas –como Marx sabía muy bien– las servidumbres humanas más abyectas, como el patriarcado o la tiranía religiosa. Más allá de esa servidumbre, tenemos una oportunidad para aprender a vivir –como nos aconsejaba Aristóteles y siempre gusta de recordar el propio Carlos Fernández Liria– no como los mortales que somos, sino en tanto que seres racionales capaces de inmortalizarse en las obras de la libertad.
Ahora bien, es esta posibilidad del desarrollo humano la que el capitalismo impide absolutamente. Las obras de la razón –decía Husserl– no pertenecen al tiempo, sino a la eternidad. En todo caso, no se acomodan fácilmente a los requerimientos temporales y mucho menos al ritmo vertiginoso de la aceleración capitalista. Y, sin embargo, son irrenunciables. Los hombres, decía Kant, por mucho que amen la vida, aman más aquello que hace a la vida digna de ser vivida. Entre todo aquello que merece ser conservado y por lo que merece la pena rebelarse, no hay nada más irrenunciable que la dignidad. Y, con ella, aquello que la hace posible, la libertad; y aquello que ella exige a este mundo, la justicia.
Es fácil reconocer aquí el anhelo que impulsó a tantos y tantos revolucionarios en los dos últimos siglos. Ahora bien, el corpus doctrinal del marxismo tenía enormes dificultades para anclar ahí su concepción del «hombre nuevo» que se proponía forjar políticamente. Pues una vida política a la altura de las exigencias de la razón no era, en definitiva, más que aquello que las grandes revoluciones burguesas habían llamado «ciudadanía». No era, después de todo, sino el modelo de ser humano que la Ilustración había considerado irrenunciable. Bien poca cosa para una teoría dialéctica de la historia que exigía avanzar mucho más allá del mundo burgués y que pretendía ser más veloz incluso que el capitalismo, hasta acabar adelantándolo en los cauces del devenir histórico. De este modo, lo que el capitalismo frustraba y mutilaba, el marxismo se empeñaba en dejarlo bien atrás, como antiguallas destinadas a ser sepultadas por la corriente imparable de la historia. La paradoja fue que el patriarcado o la religión –sufriendo, sin duda, grandes modificaciones– demostraron tener una insólita capacidad de adaptación al curso siempre cambiante del capital, mientras que lo que sucumbía era precisamente el pensamiento de la Ilustración, la única columna vertebral posible de todo proyecto político republicano. En su lugar, el marxismo se empeñó en descubrir la pólvora, inventando un hombre más nuevo que el ciudadano y un derecho más legítimo que el derecho. Como trágicos resultados podemos citar, por ejemplo, el culto a la personalidad de Stalin o la revolución cultural maoísta.
Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero