El enemigo. Jacinto Octavio Picón
por Soroeta, retrocedió anoche desde Goizueta a unos caseríos del monte Oyarzun. En la provincia de Vizcaya, según las últimas noticias, no quedan más que los dispersos de la partida Maidagan. En el resto de la Península no ocurre novedad extraordinaria.»
De pronto sonaron en la puerta de la casa dos aldabonazos.
—Ahí está tu hermano; baja, hija, baja.
Leocadia cogió la llave de encima del aparador, y salió sin precipitarse. Oyose a poco en la escalera ruido de pasos sofocados por risas, y entraron con Leocadia en la habitación dos hombres jóvenes, pero de tipo distinto. Pepe era en varón lo que su hermana Leocadia en mujer; un madrileño de pura raza, pálido, de mirada inteligente, mediana estatura, palabra fácil y movimientos rápidos: el otro era su amigo Millán, que hacía el amor a Leocadia. Pepe vestía como señorito pobre: Millán como trabajador a quien siendo limpio le falta tiempo para acicalarse. El primero, acercándose a su padre, le besó como pudiera hacerlo un niño; y el segundo, antes de saludar, dirigió una mirada a la puerta del pasillo por donde había vuelto a marcharse Leocadia con dos o tres paquetes que trajo su hermano.
—¿Lo ves, papá?—dijo Pepe.—Cuando vengo solo, tarda esa media hora en abrir; hoy, como sabía que éste venía conmigo, ha bajado la escalera a saltos.
Millán, interrumpiéndole, se aproximó a la mesa y comenzó a dar conversación a don José, por esquivar las bromas de su amigo:
—Sabrá Vd. que las partidas de Gerona se han disuelto... Lo grave es que por el Baztán han entrado dos jefes con cien hombres, y que unidos a otra partida, cerca de Estella, andan ya por las inmediaciones de Pamplona.
—La Gaceta no dice nada, al menos La Correspondencia no lo copia.
—Pero el Gobierno lo sabe, y en el Ministerio de la Guerra no se habla de otra cosa. El hermano de un cajista de casa está de escribiente en la Dirección de Infantería, y allí lo ha oído.
—Y por el Maestrazgo, ¿no hay nada?
—Todavía...
—Como no tengan mano de hierro, estamos perdidos.
—Eso no; la guerra podrá durar lo que la otra, pero a Madrid no vienen.
—La cena es la que viene ahora—dijo doña Manuela, entrando con una cazuela entre las manos.
En un papel de cigarrillo pudo haberse hecho el menú de aquella pobre gente: el clásico besugo, ensalada de lombarda, leche de almendra y los postres traídos por Pepe; no había más. La botella de Rueda estaba destinada a don José, que daría un par de copas a Millán. Los demás acordaron decir que el vino blanco les irritaba mucho. De allí a poco no quedó del besugo sino la raspa; de la ensalada, ni una hoja.
—Vaya a la salud de esas piernas—decía Millán, apurando un trago y mirando de reojo a Leocadia.
—¡No volverán a correr como corrieron!
—Todo vuelve, don José, todo; ya ve Vd., hasta los carlistas.
Doña Manuela, picada de no haber escuchado todavía un elogio para su guiso, comenzó a tronar contra la política.
—No sabéis hablar de otra cosa. Pues dejarles que vengan. Peores que estos que mandan ahora no serán.
—Calla, mujer. ¡Tú que sabes! Sería un horror. Vosotros—añadió el viejo, dirigiéndose a los muchachos—no tenéis idea de lo que hicieron la otra vez. Siete años duró; la gente no podía salir de las ciudades, fusilaban hasta niños y mujeres... Sería una vergüenza... ahora que el ejército está bien armado y mejor vestido. En la otra guerra se batieron con fusiles de pistón y hasta de chispa, y llevaban en invierno pantalones de hilo.
Leocadia se levantó para ir a buscar la leche de almendras, y volvió en seguida trayendo la sopera.
—Y todo eso en defensa de la religión—dijo Millán en tono de burla.
—La religión no tiene nada que ver en esto, hijos míos. Cuando se alzaron en armas contra Fernando VII, nadie había maltratado a la religión; durante la guerra, los batallones cristinos gastaban más tiempo en misas que en ranchos; los liberales eran casi más devotos que los absolutistas; nadie se había metido con la Iglesia; y luego, eso ya lo habéis alcanzado vosotros, lo de San Carlos de la Rápita tampoco tuvo que ver nada con la religión. No hay más sino que cuatro provincias quieren imponer la ley a toda España. ¡Si viviera don Juan! ¡Ese sí que era hombre! ¡Buena está la leche de almendras! En fin, ya hemos cenado. ¡Otra Noche Buena! ¡Quién sabe de aquí a la que viene!...
—La pasaremos juntos como esta—añadió Millán—quizá más unidos;—diciendo lo cual miró a Leocadia, que bajó los ojos, entre esquiva y pudorosa.
—Sobre todo, la pasaremos con Tirso—dijo doña Manuela.—Ya es tiempo de que vivamos juntos. Verle llegar ahora, va a ser como parir de pronto un hijo de treinta y cuatro años.
—¿Han vivido ustedes siempre separados?
—Casi toda la vida. Ya te hemos contado cómo fue lo de dejarle con don Tadeo. ¿Qué habíamos de hacer? Hemos corrido más provincias que tiene el mapa. Don Tadeo le tomó mucho cariño: ¡eso sí! No le hubiese tratado mejor aunque fuera hijo suyo. Lo único que me supo mal, fue lo de hacerle cura; pero no pude evitarlo. Si al menos fuera un cura como Muñoz Torrero o Venegas, o Martín Velasco...
—Calle Vd., por Dios, don José. ¿Curas liberales? ¡Son los peores!
Pepe, Leocadia y la madre callaban, sintiendo que se hablara de aquello, porque don José en tales casos acababa poniéndose de un humor de todos los diablos; pero Millán, que desde tiempo atrás tenía deseos de saber la historia del caso, fue poco a poco obligando al viejo a que la contara.
—Ese don Tadeo estaría entregado a gente de iglesia...
—Cabalito: era un sujeto buenísimo, pero de los que se comen los santos, y que hiló el negocio con gran finura. Tomó cariño a Tirso, eso es indudable. Creo yo que lo primero que se le ocurrió fue darle carrera, sin fijarse en cuál, hacerle hombre; luego sus ideas, sus relaciones... Cuando me trasladaron de Granada a Zamora, hizo el viaje con el chico sólo para que yo le viera; tenía ya doce años; aquello se lo agradecí mucho, porque únicamente le había visto en dos escapadas cortísimas que hicimos esa y yo desde Valladolid. Quisimos recoger al muchacho entonces, en Zamora, pero por un lado, ya comprenderás, las consideraciones a lo mucho que debíamos a don Tadeo... él insistió en que no se le quitáramos; decía que Tirso era tan bueno, que le había tomado tanto cariño... Además, la situación nuestra no era buena, es decir, nunca lo ha sido, jamás hemos podido ahorrar nada. Ahora, si no fuese por la jubilación, ignoro cómo viviríamos. En fin, para concluir, cuando don Tadeo nos escribió que Tirso quería ser cura, ya le había metido en el Seminario. ¿Qué íbamos a hacer? Aunque tuviera yo más energía que un león... pues: ¡aguantarme! ¡Cualquiera se arrisca a luchar con gente de iglesia!...
Al llegar aquí calló, temeroso de que se le fuera la lengua.
—¿Pero él tenía vocación?
Pepe, que hacía ya rato daba señales de impaciencia, no pudo aguantar más, y rompió diciendo entre burlón y enojado:
—¡Vocación! ¡Vocación! ¿Quién sabe lo que es eso? Podrá sentirla el hombre harto de vivir y pensar; pero un chico de diez y seis años, como era Tirso entonces, cuando entró en el Seminario, ¿qué entendería de consagrarse a Dios? ¡Fue una verdadera infamia, un engaño, un robo, un secuestro ad mayorem Dei gloriam!
—Sí—respondió Millán—como cuando se meten los jesuitas en familia donde hay niña con dinero, y al poco tiempo cátatela monjita.
—Exactamente lo mismo, chico. Pero es preciso ser justo. En este caso hubo una notable diferencia a favor de don Tadeo, que era un fanático exageradísimo, y sin embargo, un hombre muy bueno. Él debió indudablemente encargarse