Los enemigos de la mujer. Vicente Blasco Ibanez

Los enemigos de la mujer - Vicente Blasco Ibanez


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la conversación, que era ya general, recayó sobre las mujeres, como ocurre en toda comida de hombres solos. Toledo tuvo la sospecha de que el príncipe había empujado dulcemente á sus comensales á hablar de esto. De pronto, Miguel resumió su opinión diciendo por dos veces:

      —La gran sabiduría del hombre es no necesitar á la mujer.

      Y á continuación había pasado el tren de soldados ingleses como una nube de gritos y silbidos.

      Atilio Castro dejó que se perdiese en el túnel el último vagón, y dijo con una sonrisa algo irónica:

      —Esos silbidos parecen un comentario á tu hermosa frase; pero no hagas caso de opiniones groseras. Lo que has dicho me interesa. ¡Tú abominando de las mujeres, que las has tenido á miles!... Continúa, Miguel.

      Pero el príncipe torció el curso de la conversación. Habló de sus impresiones al llegar á Villa-Sirena después de una larga ausencia. De la vida anterior á la guerra sólo quedaban el edificio y los jardines. Toda la servidumbre masculina estaba movilizada: unos en el ejército francés, otros en el italiano. Al día siguiente de su llegada, maquinalmente había pedido el automóvil para ir á Monte-Carlo. No le faltaban vehículos. Tres de las mejores marcas estaban como olvidados en su garage. Pero los mecánicos también hacían la guerra, y además no había esencia y era necesario un permiso para correr por los caminos... Total: que había tenido que esperar el tranvía de Mentón ante la verja de su jardín. Una novedad para él, un medio de locomoción interesante. Creyó caer en un mundo olvidado al verse entre los pasajeros populares. Le molestaba la curiosidad general. Todos se repetían en voz baja su nombre; hasta el conductor mostró cierta emoción al ver en su coche al propietario de Villa-Sirena.

      —Y lo peor de todo, queridos amigos, es que estoy arruinado.

      Spadoni abrió desmesuradamente sus ojos negros, como si oyese algo inaudito y absurdo. Castro sonrió con incredulidad.

      —¿Arruinado tú?... Me contentaría con la décima parte de tus escombros.

      El príncipe asintió. Era como esos enormes trasatlánticos que, al naufragar, hacen la fortuna con sus despojos de todo un pueblo de miserables instalado en la orilla. Pero esta relatividad de la suerte no evitaba que su ruina fuese cierta.

      —Por lo que diré después, necesito no ocultar mi situación. Hace unas semanas he vendido en París el palacio que construyó mi madre. Me lo ha comprado un «nuevo rico». Yo, con la guerra, voy á ser un «nuevo pobre». Tú sabes, Atilio, lo que me pasa desde que empezó esta pelea de naciones. A los primeros cañonazos me enviaron de Rusia la octava parte de las rentas que tenía en tiempos de paz: luego, mucho menos. La revolución todavía recortó de un modo alarmante mis ingresos. Ahora, con el compañero Lenine y la bandera roja, no llega nada, absolutamente nada. No conozco siquiera la suerte de mis casas, de mis campos, de las minas... Nada sé tampoco de los que administraban allá mi fortuna. Sin duda los han asesinado...

      El coronel levantó los ojos al techo: «¡La revolución!... ¡La falta de un amo!»

      —Un rico como tú—dijo Castro—siempre tiene reservas en los Bancos, siempre encuentra quien le preste hasta que lleguen tiempos mejores.

      —Tal vez; pero eso para mí casi representa la miseria. Mi administrador me ha dicho, al salir de París, que debo limitar mis gastos, vivir con arreglo á mis ingresos actuales. ¿Cuánto tengo?... No lo sé. El mismo tampoco lo sabe. Está haciendo un balance de mi situación, cobrando á unos, pagando á otros, pues, según parece, yo tenía muchas deudas. A los millonarios nadie les exige con premura el pago de lo que deben... En fin, tendré que vivir como un príncipe arruinado, con trescientos mil francos al año; tal vez más... tal vez menos. No sé.

      Castro y Spadoni hicieron un gesto nostálgico al oir dicha suma. Novoa miró con respeto á este hombre que se llamaba su amigo y se creía en la miseria con trescientos mil francos anuales.

      —Mi administrador—continuó el príncipe—me habló de vender Villa-Sirena lo mismo que el palacio de París. Parece que el «nuevo rico» quiere quedarse con todo lo mío. ¡Liquidación completa!... Pero yo me he opuesto. Este rincón es mío; lo he formado yo. Además, la vida resulta imposible en el mundo, la guerra lo amarga todo. La existencia en París es triste. No hay gente, no hay luz: los «Gothas» tienen inquietas y nerviosas á las personas de nuestro mundo y las hacen emigrar... Y he pensado instalarme aquí hasta que termine la demencia europea.

      —Va para largo—dijo Castro.

      —Así lo creo. Este es un rincón agradable, un refugio dulce, que aún hace más grato la egoísta consideración de que á estas horas sufren toda clase de penalidades millones de hombres y mueren unos cuantos miles por día... Pero de todos modos, no es lo mismo que antes. Hasta el Mediterráneo resulta otro. Apenas se oculta el sol, mi buen coronel tiene que enmascarar con negros cortinajes las ventanas y puertas que dan al mar, para que los submarinos alemanes no se guíen por nuestras luces... ¡Ay! ¿Dónde están los hermosos días de la paz? ¡Las fiestas que hemos dado aquí! ¡Las veladas en el Gaviota II cuando estaba anclado en el puerto de Mónaco!...

      Castro quedó con los ojos vagos, como si soñase despierto. Vió en su imaginación los jardines de Villa-Sirena dulcemente iluminados, envueltos en un halo lácteo que se desplomaba sobre las invisibles olas lo mismo que un reflejo lunar. Los ventanales estaban rojos, esparciendo en la cálida lobreguez de la noche risas, gritos, suspiros de violines, romanzas amorosas que denunciaban un cuello femenil, blanco y voluptuoso, hinchado por el deseo y por la música. Las gotas de luz perdidas en el infinito cambiaban sus parpadeos con las estrellas eléctricas medio ocultas en los negros follajes. Parejas enlazadas y de paso lento desaparecían en las penumbras del jardín. Todas habían pasado por allí: artistas célebres de París, de Londres ó de Viena; hermosas snobs de los dos hemisferios; señoras del gran mundo, sonrientes como esclavas ante el potentado que podía saldar sus deudas con una firma. ¡Ah, las noches pompeyanas de Villa-Sirena!...

      Spadoni veía el Gaviota II, palacio á hélice, que, cuando anclaba en el gracioso puerto de La Condamine, parecía llenarlo por entero, empequeñeciendo el yate del príncipe de Mónaco y los de los millonarios americanos; alcázar de Las mil y una noches rematado por dos chimeneas, que paseaba por todos los mares del planeta sus gabinetes con fuentes y estatuas, su biblioteca enorme, su salón de fiestas con un estrado-escenario en el que cincuenta músicos, muchos de ellos célebres, daban conciertos para un solo oyente visible, el príncipe Miguel, medio tendido en un diván, mientras la brisa de los trópicos entraba por las altas ventanas, acariciando las cabezas de los oficiales y altos empleados del buque que se agolpaban en sus alféizares. El pianista veía los puertos solitarios de los países históricos y muertos, con sus rondas de gaviotas sobre la tranquila copa azul; las bahías gigantescas llenas de humo y actividad de la América del Norte; las riberas antillanas, con sus bosques de cocoteros, negros sobre un cielo enrojecido por el ocaso; las islas del Pacífico, de duro coral, formando un anillo en torno de un lago interior... ¡Y aquel mago omnipotente confesaba la pérdida de sus riquezas!...

      El príncipe, como si adivinase sus pensamientos, añadió:

      —Todo eso ha terminado: no sé si por muchos años ó para siempre... Y aunque vuelvan á ser las cosas algún día como fueron antes de la guerra, ¡cuánto tendremos que esperar!... Tal vez muera yo antes... Por eso voy á hacer una proposición.

      Se detuvo un momento, apreciando la curiosidad en los ojos de sus oyentes.

      Luego preguntó á Atilio:

      —¿Estás contento de tu vida actual?...

      A pesar de su tranquilidad sonriente y burlona, Castro hizo un movimiento de sorpresa, como si le escandalizase esta pregunta. Su vida era insufrible. La guerra había trastornado sus costumbres y placeres, esparciendo á todos los vientos sus amistades. Ignoraba la suerte de cientos de personas de diversa nacionalidad que llenaban su existencia años antes y sin las cuales hubiera creído imposible vivir.

      —Además, tengo menos dinero que nunca. Permanezco


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