Volvoreta. Wenceslao Fernández-Flórez
Empujó lentamente la puerta de la alcoba de Federica. Pensó que estaría ella detrás. Esperaba que sus manos avanzasen para guiarlo. Creía ser tocado por ellas a cada instante, y esta presunción de unos brazos en la sombra le produjo una inquieta nerviosidad. Pero ningún cuerpo vivo rozó el suyo. Entró con cautela extremada, temiendo derribar algo, extendidas sus manos hacia el frente, comenzando a encontrar interminable aquella horrible excursión entre las tinieblas y el silencio, respirando con la boca abierta para que ni aun se advirtiese el rumor de sus aspiraciones.
Al fin sus muslos tropezaron con algo. Bajó las manos, cuidadoso. Bajo ellas sintió el tibio bulto de Federica, acostada, cubierta por las ropas del lecho. Le secó los labios una oleada de emoción. Se inclinó sobre la bella cabecita; susurró tenuemente:
—Soy yo...
Ella no se movió; volvió a advertirle:
—Federica, soy yo...
Apoyó sus manos en el cuerpo tendido, con una suave presión. Federica dió un fuerte suspiro y se estiró en el lecho. ¡Dormía! ¡Gran Dios, dormía!... Sergio se maravilló sinceramente. Volvió a apremiar, con la punta de sus dedos, el cuerpo perezoso. Y de pronto, tras un rebullir que se tradujo en un ruidoso alboroto de las secas hojas del jergón, los calientes brazos de Federica se enroscaron a su cuello. Y él, entonces, buscó sus labios y los besó, estremecido:
—¿Dormías?
Y ella, con voz aún enronquecida por el sueño y llena de añoranza de él:
—Sí.
Sergio tuvo que sacudirla:
—¡No grites, mujer!... Pueden oirnos...
Entonces bajó mucho la voz, como una niña a quien se reprende, para repetir:
—Sí.
Continuaba con los desnudos brazos sobre el cuello del joven. No se veían. El rumor de la lluvia era más fuerte en el pequeño cuarto; se sentía su repiqueteo en el cinc del tejado y sobre los vidrios del tragaluz. Sergio se iba sintiendo presa del frío. En la cima de su empresa ocurríasele ahora, preferentemente, la terrible idea de tener que volver a su estancia con todas las mismas minuciosas precauciones. En la alcoba contigua, al través del delgado tabique de madera, se oyó el ruido del jergón donde Rafaela debía de haberse agitado. Entonces Federica iba a decir algo al oído de Sergio; pero éste la hizo callar, con sobresalto.
—¿No oíste?—dijo apenas él, con la tenuidad de un suspiro—. Debe de estar despierta.
Le invadió el miedo. Dió otro beso a la novia:
—Bueno, me voy.
Ella tornó a abrazarle. Aún le retuvo para pedir:
—Tápame bien.
Sonrió él en la sombra. Metió parte del embozo bajo la espalda de Volvoreta, le dió una palmadita de despedida; y súbitamente, esclavo de su hondo temor, comenzó otra vez el peregrinaje. En la escalera sufrió angustias mayores, porque el descender en la obscuridad era mucho más difícil que el subir. Creyó que no se acababan nunca los peldaños. Ya en el pasillo del primer piso, sus pasos fueron más ligeros. Entró en su dormitorio, dando un profundo suspiro de placer, como si saliese de una pesadilla. Se zambulló en cama. Tenía los pies helados, helados, con algunas arenas del pasillo incrustadas en ellos. Se arrebujó apretadamente y quiso saborear sus sensaciones de la noche; pero se durmió.
Soñó que quería correr hacia Volvoreta. Volvoreta le esperaba con sus rizados cabellos del color de la miel y su blusa blanca de los domingos. Él quería correr, porque su madre le perseguía; pero sus pies no podían apartarse del suelo. Corría, corría, y no avanzaba ni un solo punto...
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