En el Fondo del Abismo: La Justicia Infalible. Georges Ohnet
los tintes no se puede hoy saber si una cabellera es natural. ¿Quiere usted saber mi opinión? Pues creo que Jenny es naturalmente morena, pero que debe haberse pintado de rubio en otro tiempo…
—¡Rubia! exclamó muy turbado. ¡Tiene un ligero acento francés y se ha teñido de rubio!
—¡Vamos! querido, ya verá usted cómo todo le sale á pedir de boca:
Jenny resultará, de fijo, una verdadera morena y una falsa americana…
Pero baja el telón. Vamos al escenario, si usted quiere; hablaremos con
la prima donna y la invitaremos á cenar.
—Otro detalle, dije. ¿Cuánto tiempo hace que Jenny viene á América?
—Seguramente, hace tres años.
—¡Tres años! ¿Y con el nombre de Hawkins?—¡Claro está!
Todas mis combinaciones caían por tierra ante aquella afirmación de que la cantante era conocida en san Francisco hacía tres años y con el nombre que llevaba actualmente, ¿Cómo podía haber sido Lea Peralli en París y Jenny Hawkins en América, al mismo tiempo? Lea había pasado un año entero ante mí, hacía dos solamente, en aquel cuarto de la calle Marbeuf donde una mañana se la encontró muerta. Esa doble presencia era inadmisible. La identidad de la americana estaba establecida con claridad y, sin embargo, era la viva imagen de la desgraciada cuya muerte expiaba Jacobo. Una fuerza más poderosa que el razonamiento, que la verosimilitud y que la cordura me oprimía el pensamiento y me repetía á pesar de todo: "Es Lea Peralli".
Salimos del palco y atravesamos el pasillo del vasto teatro. Con una llave que sacó del bolsillo abrió Pector la puerta de comunicación y pasamos desde la luz de las lámparas eléctricas á las tinieblas de los bastidores. Seguí á mi guía, que evolucionaba entre los trastos, los accesorios y las decoraciones con la seguridad de un antiguo abonado. Todo el mundo le saludaba al pasar y el director de la compañía se precipitó ante él como si fuese un soberano. Pregunté el porqué á Raleigh-Stirling y me respondió flemáticamente que su pariente era uno de los cuatro propietarios del teatro que ponían aquella magnífica sala á disposición de los empresarios, casi de balde, á fin de que ni sus conciudadanos ni ellos mismos careciesen de placeres artísticos. Desde aquel momento nos conducía el empresario en persona. Subimos un piso, seguimos el corredor de los cuartos de los artistas y nos detuvimos ante una puerta á la que nuestro guía llamó discretamente, diciendo:
—¿Se puede, mi querida miss Hawkins?
—¿Quién está con usted? preguntó desde el interior una voz que no era la de la cantante.
—El señor Pector y dos amigos suyos.
—Que pasen.
La puerta se abrió y la doncella nos recibió en un saloncillo que precedía al cuarto de vestirse de Jenny. Por la puerta entreabierta venía hasta nosotros una viva luz, un olor de agua de tocador y un susurro de palabras. De pronto se oyó una vocalización; era que la cantante ensayaba, sin cuidarse de nuestra presencia, mientras cambiaba de traje.
La doncella entró á reunirse con su señora y nosotros nos quedamos solos en el saloncillo. Pector y Raleigh se sentaron al lado de la chimenea, mientras yo, invenciblemente atraído por aquella puerta entreabierta, avanzaba á pasos ligeros, la cabeza inclinada, aprestando el oído y escuchando los más vagos rumores. Me apoyé en la pared de modo que era posible verme desde dentro por la rendija de la puerta. De pronto oí cerca de mí una exclamación comprimida y esta palabra dicha en francés y en voz baja:
"¡Cuidado!" y en seguida mi nombre "¡Tragomer!"
En el momento se cerró la puerta y todo quedó en silencio. Sin embargo, yo no había soñado; esta vez estaba seguro de haber oído, y la palabra "cuidado" precediendo á mi nombre había sido pronunciada por una voz masculina. Todo este asunto se presentaba en tales condiciones de misterio que se apoderó de mí una impaciencia febril y sin cuidarme de lo que pudieran pensar mis compañeros, di un paso para abrir aquella puerta que de modo tan singular acababa de cerrarse y penetrar en el cuarto tocador, cuando la puerta se abrió y dió paso á Jenny Hawkins.
La artista se adelantó sonriente y con mirada segura. Sus ojos se fijaron en mí antes que en los demás y no vi que se turbaran. Sus labios expresaban un gracioso descuido y me hizo un signo amistoso con la cabeza, con esa acogida fácil que caracteriza á los artistas, acostumbrados á recibir los homenajes de los desconocidos, como príncipes en medio de la multitud. Pector salió á su encuentro y nos presentó, á su primo y á mí. Al oir mi nombre la cantante inclinó la cabeza con un ligero matiz de extrañeza y de interés, y dijo alegremente á Pector:
—¡Ah! Un noble francés… ¡En América! Es raro… ¿El señor habla inglés?
—Sí, señora, dije sin esperar más; lo hablo bastante mal para expresarme, pero bastante bien para adivinar á usted.
De propósito recalqué la palabra "adivinar", pero la cantante no pareció comprender el alcance amenazador que había yo dado á mi respuesta. Sonrió y me ofreció la mano diciendo:
—Tengo mucho gusto, caballero, en conocer á usted.
Debo confesar que en aquel minuto decisivo no había en Jenny Hawkins más que muy poca cosa de Lea Peralli. Como en esos retratos borrados por el tiempo en los que no se distingue más que las facciones debilitadas del modelo, el parecido se atenuaba y la muerta desaparecía empujada por la viva. En vano buscaba ya los detalles que hubieran podido recordarme á Lea Peralli. La actitud de la mujer que tenía delante no era la misma que la de la infeliz asesinada. La sencilla alegría, el aire risueño y las actitudes infantiles que caracterizaban á la italiana, estaban reemplazadas en la inglesa por la fría altivez, la grave seguridad y la firme actitud de una artista segura del público y de sí misma.
—No puedo reteneros mucho tiempo conmigo, á pesar del placer que en ello tendría, dijo Jenny; tengo que bajar á escena para el último acto. ¿Cómo han encontrado ustedes á Novelli? ¡Qué bien ha cantado! ¡Es un gran artista!
—Su éxito no puede compararse más que con el de usted, dije, pero yo atribuyo en él al compositor más parte que la generalidad.
—Sí, respondió Jenny inclinando ligeramente la cabeza. Este papel no es el mejor de mi repertorio. Si viene usted á oirme la Traviata, le gustaré más.
—No lo creo, dije con atrevimiento. Me sería muy penoso ver á usted morir en escena.
La cantante levantó la cabeza, fijó su mirada en la mía y dijo:
—¿Por qué?
—Porque esa muerte me traería punzantes recuerdos.
Jenny se echó á reír.
—¡Ah! Es usted impresionable y sentimental, como buen francés… ¿Qué tiene de común la música de Verdi con esas impresiones pasadas?
—Se lo explicaré á usted, si así lo desea…
—No tengo tiempo, y es lástima.
—Pues bien, amiga mía, dijo Pector; ¿quiere usted cenar con nosotros esta noche, después de la ópera?
—Lo agradezco mucho, pero estoy muy cansada y necesito cuidarme la voz.
—Entonces, pregunté, ¿me permite usted verla en su casa mañana?
—Con mucho gusto. Vivo en el hotel de los Extranjeros, plaza de la Villa. Después de las cuatro, si á usted le parece. Tomaremos una taza de té y hablaremos.
Me incliné sin responder, y Jenny nos estrechó la mano á mis compañeros y á mí, nos acompañó hasta el corredor y volvió á su cuarto, cuya puerta cerró cuidadosamente.
Fuera ya de la presencia de aquella mujer, recobré la facultad de analizar, de discutir y de comprender. Si no hubiera oído pronunciar mi nombre por aquella voz masculina que salía del cuarto tocador, acaso