Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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tú.... Lo que tú censures, que me lo claven....

      —Que diga el señor Arcipreste.... Vamos a aventurar algo a que no me deja mal el señor Arcipreste.

      El Arcipreste era respetado más por su edad que por su ciencia teológica; y se sosegó un tanto el formidable barullo cuando se incorporó difícilmente, con ambas manos puestas tras los oídos, vertiendo sangre por la cara, a fin de dirimir, si cabía lograrlo, la contienda. Pero un incidente distrajo los ánimos: el señorito de Ulloa entraba seguido de dos perros perdigueros, cuyos cascabeles acompañaban su aparición con jubiloso repique. Venía, según su promesa, a tomar una copa a los postres; y la tomó de pie, porque le aguardaba un bando de perdices allá en la montaña.

      Hízosele muy cortés recibimiento, y los que no pudieron agasajarle a él agasajaron a la Chula y al Turco, que iban apoyando la cabeza en todas las rodillas, lamiendo aquí un plato y zampándose un bizcocho allá. El señorito de Limioso se levantó resuelto a acompañar al de Ulloa en la excursión cinegética, para lo cual tenía prevenido lo necesario, pues rara vez salía del Pazo de Limioso sin echarse la escopeta al hombro y el morral a la cintura.

      Cuando partieron los dos hidalgos, ya se había calmado la efervescencia de la discusión sobre la gracia, y el médico, en voz baja, le recitaba al notario ciertos sonetos satírico—políticos que entonces corrían bajo el nombre de belenes . Celebrábalos el notario, particularmente cuando el médico recalcaba los versos esmaltados de alusiones verdes y picantes. La mesa, en desorden, manchada de salsas, ensangrentada de vino tinto, y el suelo lleno de huesos arrojados por los comensales menos pulcros, indicaban la terminación del festín; Julián hubiera dado algo bueno por poderse retirar; sentíase cansado, mortificado por la repugnancia que le inspiraban las cosas exclusivamente materiales; pero no se atrevía a interrumpir la sobremesa, y menos ahora que se entregaban al deleite de encender algún pitillo y murmurar de las personas más señaladas en el país. Se trataba del señorito de Ulloa, de su habilidad para tumbar perdices, y sin que Julián adivinase la causa, se pasó inmediatamente a hablar de Sabel, a quien todos habían visto por la mañana en el corro de baile; se encomió su palmito, y al mismo tiempo se dirigieron a Julián señas y guiños, como si la conversación se relacionase con él. El capellán bajaba la vista según costumbre, y fingía doblar la servilleta; mas de improviso, sintiendo uno de aquellos chispazos de cólera repentina y momentánea que no era dueño de refrenar, tosió, miró en derredor, y soltó unas cuantas asperezas y severidades que hicieron enmudecer a la asamblea. Don Eugenio, al ver aguada la sobremesa, optó por levantarse, proponiendo a Julián que saliesen a tomar el fresco en la huerta: algunos clérigos se alzaron también, anunciando que iban a echar completas ; otros se escurrieron en compañía del médico, el notario, el juez y Barbacana, a menear los naipes hasta la noche.

      Refugiáronse al huerto el cura de Naya y Julián, pasando por la cocina, donde la algazara de los criados, primas del cura, cocineras y músicos era formidable, y los jarros se evaporaban y la comilona amenazaba durar hasta el sol puesto. El huerto, en cambio, permanecía en su tranquilo y poético sosiego primaveral, con una brisa fresquita que columpiaba las últimas flores de los perales y cerezos, y acariciaba el recio follaje de las higueras, a cuya sombra, en un ribazo de mullida grama, se tendieron ambos presbíteros, no sin que don Eugenio, sacando un pañuelo de algodón a cuadros, se tapase con él la cabeza, para resguardarla de las importunidades de alguna mosca precoz. A Julián todavía le duraba el sofoco, la llamarada de indignación; pero ya le pesaba, de su corta paciencia, y resolvía ser más sufrido en lo venidero. Aunque bien mirado....

      —¿Quiere escotar un sueño?—preguntó el de Naya al verle tan cabizbajo y mustio.

      —No; lo que yo quería, Eugenio, era pedirle que me dispensase el enfado que tomé allá en la mesa.... Conozco que soy a veces así... un poco vivo... y luego hay conversaciones que me sacan de tino, sin poderlo remediar. Usted póngase en mi caso.

      —Pongo, pongo.... Pero a mí me están embromando también a cada rato con las primas..., y hay que aguantar, que no lo hacen con mala intención; es por reírse un poco.

      —Hay bromas de bromas, y a mí me parecen delicadas para un sacerdote las que tocan a la honestidad y a la pureza. Si aguanta uno por respetos humanos esos dichos, acaso pensarán que ya tiene medio perdida la vergüenza para los hechos. Y ¿qué sé yo si alguno, no digo de los sacerdotes, no quiero hacerles tal ofensa, pero de los seglares, creerá que en efecto...?

      El de Naya aprobó con la cabeza como quien reconoce la fuerza de una observación; pero, al mismo tiempo, la sonrisa con que lucía la desigual dentadura era suave e irónica protesta contra tanta rigidez.

      —Hay que tomar el mundo según viene...—murmuró filosóficamente—. Ser bueno es lo que importa; porque ¿quién va a tapar las bocas de los demás? Cada uno habla lo que le parece, y gasta las guasas que quiere.... En teniendo la conciencia tranquila....

      —No, señor; no, señor; poco a poco—replicó acaloradamente Julián—. No sólo estamos obligados a ser buenos, sino a parecerlo; y aún es peor en un sacerdote, si me apuran, el mal ejemplo y el escándalo, que el mismo pecado. Usted bien lo sabe, Eugenio; lo sabe mejor que yo, porque tiene cura de almas.

      —También usted se apura ahí por una chanza, por una tontería, lo mismo que si ya todo el mundo le señalase con el dedo.... Se necesita una vara de correa para vivir entre gentes. A este paso no le arriendo la ganancia, porque no va a sacar para disgustos.

      Caviloso y cejijunto, había cogido Julián un palito que andaba por el suelo, y se entretenía en clavarlo en la hierba. Levantó la cabeza de pronto.

      —Eugenio, ¿es mi amigo?

      —Siempre, hombre, siempre—contestó afable y sinceramente el de Naya.

      —Pues séame franco. Hábleme como si estuviésemos en el confesonario. ¿Se dice por ahí... eso ?

      —¿Lo qué?

      —Lo de que yo... tengo algo que ver... con esa muchacha, ¿eh? Porque puede usted creerme, y se lo juraría si fuese lícito jurar: bien sabe Dios que la tal mujer hasta me es aborrecible, y que no le habré mirado a la cara media docena de veces desde que estoy en los Pazos.

      —No, pues a la cara se le puede mirar, que la tiene como una rosa.... Ea, sosiéguese: a mí se me figura que nadie piensa mal de usted con Sabel. El marqués no inventó la pólvora, es cierto que no, y la moza se distraerá con los de su clase cuanto quiera, dígalo el bailoteo en la gaita de hoy; pero no iba a tener la desvergüenza de pegársela en sus barbas, con el mismo capellán.... Hombre, no hagamos tan estúpido al marqués.

      Julián se volvió, más bien arrodillado que sentado en la grama, con los ojos abiertos de par en par.

      —Pero... el señorito..., ¿qué tiene que ver el señorito...?

      El cura de Naya saltó a su vez, sin que ninguna mosca le picase, y prorrumpió en juvenil carcajada. Julián, comprendiendo, preguntó nuevamente:

      —Luego el chiquillo... el Perucho....

      Tornó don Eugenio a reír hasta el extremo de tener que limpiarse los lagrimales con el pañuelo de cuadros.

      —No se ofenda...—murmuraba entre risa y llanto—. No se ofenda porque me río así.... Es que, de veras, no me puedo contener cuando me pega la risa; un día hasta me puse malo.... Esto es como las cosqui... cosquillas... involuntario....

      Aplacado el acceso de risa, añadió:

      —Es que yo siempre lo tuve a usted por un bienaventurado, como nuestro patrón San Julián..., pero esto pasa de castaño oscuro.... ¡Vivir en los Pazos y no saber lo que ocurre en ellos! ¿O es que quiere hacerse el bobo?

      —A fe, no sospechaba nada, nada, nada. ¿Usted piensa que iba a quedarme allí ni dos días, caso de averiguarlo antes? ¿Autorizar con mi presencia un amancebamiento? ¿Pero... usted está seguro de lo que dice?

      —Hombre.... ¿tiene usted gana de cuentos? ¿Es usted ciego? ¿No lo ha notado? Pues repárelo.

      —¡Qué


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