Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
de las garras del demonio, personificado en impúdicas barraganas. Solamente no le contentaba que don Pedro se hubiese ido a fijar en la señorita Rita: mas no se atrevía ni a indicarlo, no fuese a malograrse la cristiana resolución del marqués.
—Rita es una gran moza...—decía éste explayándose—. Parece sana como una manzana, y los hijos que tenga heredarán su buena constitución. Serán más fuertes aún que Perucho, el de Sabel.
¡Inoportuna reminiscencia! Julián se apresuraba a replicar, sin meterse en honduras fisiológicas:
—La casta de los señores de Pardo es muy saludable, gracias a Dios....
Una noche cambiaron de sesgo las confidencias, entrando en terreno sumamente embarazoso para Julián, siempre temeroso de que cualquier desliz de su lengua desbaratase los proyectos del señorito, y le echase a él sobre la conciencia responsabilidad gravísima.
—¿Sabe usted—insinuó don Pedro—que mi prima Rita se me figura algo casquivana? Por el paseo va siempre entretenida en si la miran o no la miran, si le dicen o no le dicen... juraría que toma varas.
—¿Que toma varas?—repitió el capellán, quedándose en ayunas del sentido de la frase grosera.
—Sí, hombre..., que se deja querer, vamos.... Y para casarse, no es cosa de broma que la mujer las gaste con el primero que llega.
—¿Quién lo duda, señorito? La prenda más esencial en la mujer es la honestidad y el recato. Pero no hay que fiarse de apariencias. La señorita Rita tiene el genio así, franco y alegre....
Creíase Julián salvado con estas evasivas, cuando, a las pocas noches, don Pedro le apretó para que cantase :
—Don Julián, aquí no valen misterios.... Si he de casarme, quiero al menos saber con quién y cómo.... Apenas se reirían si porque vengo de los Pazos me diesen de buenas a primeras gato por liebre. Con razón se diría que salí de un soto para meterme en otro. No sirve contestar que usted no sabe nada. Usted se ha criado en esta casa, y conoce a mis primas desde que nació. Rita.... Rita es mayor que usted, ¿no es verdad?
—Sí, señor—respondió Julián, no teniendo por cargo de conciencia revelar la edad—. La señorita Rita cumplirá ahora veintisiete o veintiocho años.... Después viene la señorita Manolita y la señorita Marcelina, que son seguidas..., veintitrés y veintidós... porque en medio murieron dos niños varones..., y luego la señorita Carmen, veinte.... Cuando nació el señorito Gabriel, que andará en los diecisiete o poco más, ya no se pensaba que la señora volviese a tener sucesión, porque andaba delicada, y le probó tan mal el parto, que falleció a los pocos meses.
—Pues usted debe conocer perfectamente a Rita. Cante usted, ea.
—Señorito, a la verdad.... Yo me crié en esta casa, es cierto; pero sin manualizarme con los señores, porque mi clase era otra muy distinta.... Y mi madre, que era muy piadosa, no me permitió jamás juntarme con las señoritas para jugar ni nada... por razones de decoro.... ¡Ya usted me comprende! Con el señorito Gabriel sí que tuve algún trato; lo que es con las señoritas... buenos días y buenas noches, cuando las encontraba en los pasillos. Luego ya fui al Seminario....
—¡Bah, bah! ¿Tiene usted gana de cuentos...? Harto estará usted de saber cosas de las chicas. Basta su madre de usted para enterarle. ¿Acerté? Se ha puesto usted colorado.... ¡Ajá! ¡Por ahí vamos bien! ¡A ver con qué cara me niega que su madre le ha informado de algunas cosillas...!
Julián se tornó purpúreo. ¡Que si le habían contado! ¡Pues no habían de contarle! Desde su llegada, la venerable dueña que regía el llavero en casa de la Lage no había cogido a solas a su hijo un minuto sin ceder a la comezón de tocar ciertos asuntos, que únicamente con varones graves y religiosos pueden conferirse.... Misía Rosario no lo iba a charlar con otras comadres envidiosas, eso no; por algo comía el pan de don Manuel Pardo; pero con la gente grave y de buen consejo, v.g., su confesor don Vicente el canónigo, y Julián, aquel pedazo de sus entrañas elevado a la más alta dignidad que cabe en la tierra, ¿quién le vedaba el gustazo de juzgar a su modo la conducta del amo y las señoritas, de alardear de discreción, censurando melosa y compasivamente algunos de sus actos que ella «si fuese señora» no realizaría jamás, y de oír que «personas de respeto» alababan mucho su cordura, y conformaban del todo con su dictamen? Que si le habían contado a Julián, ¡Dios bendito! Pero una cosa era que se lo hubiesen contado, y otra que él lo pudiese repetir. ¿Cómo revelar la manía de la señorita Carmen, empeñada en casarse contra viento y marea de su padre, con un estudiantillo de medicina, un nadie, hijo de un herrador de pueblo (¡oh baldón para la preclara estirpe de los Pardos!), un loco de atar que la comprometía siguiéndola por todas partes a modo de perrito faldero, y de quien además se aseguraba que era un materialista, metido en sociedades secretas? ¿Cómo divulgar que la señorita Manolita hacía novenas a San Antonio para que don Víctor de la Formoseda se determinase a pedirla, llegando al extremo de escribir a don Víctor cartas anónimas indisponiéndole con otras señoritas cuya casa frecuentaba? Y sobre todo, ¿cómo indicar ni lo más somero y mínimo de aquello de la señorita Rita, que maliciosamente interpretado tanto podía dañar a su honra? Antes le arrancasen la lengua.
—Señorito...—balbució—. Yo creo que las señoritas son muy buenas e incapaces de faltar en nada; pero si lo contrario supiese, me guardaría bien de propalarlo, toda vez que yo..., que mi agradecimiento a esta familia me pondría..., vamos... como si dijéramos... una mordaza....
Detúvose, comprendiendo que se empantanaba más.
—No traduzca mis palabras, señorito.... Por Dios, no saque usted consecuencias de mi poca habilidad para explicarme.
—¿Según eso—preguntó el marqués mirando de hito en hito al capellán—, usted juzga que no hay absolutamente nada censurable? Clarito. ¿Las considera usted a todas unas señoritas intachables... perfectísimas... que me convienen para casarme? ¿Eh?
Meditó Julián antes de responder.
—Si usted se empeña en que le descubra cuánto uno tiene en el corazón... francamente, aunque las señoritas son cada una de por sí muy simpáticas, yo, puesto a escoger, no lo niego..., me quedaría con la señorita Marcelina.
—¡Hombre! Es algo bizca... y flaca.... Sólo tiene buen pelo y buen genio.
—Señorito, es una alhaja.
—Será como las demás.
—Es como ella sola. Cuando el señorito Gabriel quedó sin mamá de pequeñito, lo cuidó con una formalidad que tenía la gracia del mundo, porque ella no era mucho mayor que él. Una madre no hiciera más. De día, de noche, siempre con el chiquillo en brazos. Le llamaba su hijo: dicen que era un sainete ver aquello. Parece que el peso del chiquillo la rindió y por eso quedó más delicada de salud que las otras. Cuando el hermano marchó al colegio, estuvo malucha. Por eso la ve usted descolorida. Es un ángel, señorito. Todo se le vuelve aconsejar bien a las hermanas....
—Señal de que lo necesitan—arguyó don Pedro maliciosamente.
—¡Jesús! No puede uno deslizarse.... Bien sabe usted que sobre lo bueno está lo mejor, y la señorita Marcelina raya en perfecta. La perfección es dada a pocos. Señorito, la señorita Marcelina, ahí donde usted la ve, se confiesa y comulga tan a menudo, y es tan religiosa, que edifica a la gente.
Quedóse don Pedro reflexionando algún rato, y aseguró después que le agradaba mucho, mucho, la religiosidad en las mujeres; que la conceptuaba indispensable para que fuesen «buenas».
—Con que beatita, ¿eh?—añadió—. Ya tengo por dónde hacerla rabiar.
Y tal fue en efecto el resultado inmediato de aquella conferencia donde, con mejor deseo que diplomacia, había intentado Julián presentar la candidatura de Nucha. Desde entonces el primo gastó con ella bastantes bromas, algunas más pesadas que divertidas. Con placer del niño voluntarioso cuyos dedos entreabren un capullo, gozaba en poner colorada a Nucha, en arañarle la epidermis del alma por medio de chanzas subidas e indiscretas