Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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revelan quizá más ausencia de malicia que la cautelosa reserva; mas con todo eso, le maravillaba la extremada sencillez de aquella criatura. Era preciso, para entenderla, observar que la salud poderosa del cuerpo le había conservado la pureza del espíritu. Nunca enlanguideciera la fiebre aquellos ojos de azulada córnea; nunca secara aquellos fresquísimos labios la calentura que consume a las niñas en la difícil etapa de diez a quince. La imagen más adecuada para representar a Lucía, era la de un cogollo de rosa muy cerrado, muy gallardo, defendido por pomposas hojas verdes, erguido sobre recio tronco.

      Agobiaba el calor, cada vez más sofocante. Al llegar a Alsasua, quejose nuevamente Lucía de sed, y Artegui, ofreciéndole el brazo, la condujo al comedor de la fonda, recordándole que era razón tomar algo, puesto que tantas horas habían transcurrido desde la cena.

      —Dos almuerzos—gritó al mozo, palmoteando para que le atendiesen.

      El mozo se acercó, servilleta al hombro; tenía una cara tostada, amilitarada, que reñía con los escarpines de charol y el pelo atusado con bandolina, librea que el público impone a sus servidores en tales lugares. Hacíale aún más marcial ancha cicatriz, que naciendo en la guía izquierda del bigote, iba a perderse en el cuello. Miraba el mozo fijamente a Artegui, con ojos muy abiertos; hasta que dando un grito, o más bien una especie de alegre latido perruno, exclamó:

      —¡Él o el diablo en su figura! ¡Señorito Ignacio! ¡¡Dichosos los ojos!!...

      —¿Tú por aquí, Sardiola?—murmuró reposadamente Artegui. Almorzaremos bien, porque pondrás cuidado en servirnos.

      —Pues sí, señorito, yo por aquí... Después —dijo recalcando la frase y bajando la voz—, como todo lo mío lo encontré arrasado... la casa hecha cenizas, y el campo perdido... me di a ganar la vida como pude.... Y usted, señorito.... ¿Sigue usted a Francia?

      —A Francia voy; pero con tu charla nos vamos a quedar sin comer.

      —No faltaría más....

      Sardiola dirigió a uno de sus compañeros de servilleta algunas palabras en eúskaro, erizadas de zetas, kas y tes . Fueron al punto servidos Artegui y Lucía, mientras el mozo se apoyaba en el respaldo de la silla del primero.

      —¡Con que a Francia! ¿Y la señora doña Armanda? ¿Se conserva bien?

      —No muy bien...—contestó Ignacio, nublado más que de costumbre el ceño—. Padece mucho.... Cuando la dejé estaba, sin embargo, más aliviada.

      —Con su vuelta de usted se pone buena del todo.

      Y mirando a Lucía y dándose una razonable puñada en la frente, gritó de pronto Sardiola:

      —Cuanto más, que.... ¡Bobo de mi!; pues claro que va a sanar la señora doña Armanda, cuando vea la alegría que se le entra por las puertas. ¡Ay qué gusto verle a usted casado, señorito! ¡Y con tan linda muchacha! ¡Para bien sea!

      —Majadero—dijo Ignacio, bronco y desapacible—; esta señora no es mi mujer.

      —Pues es lástima—contestó el vasco, mientras Lucía le miraba risueña—. Harían ustedes una pareja, que ya, ya.... Ni escogidos. Sólo que la señorita....

      —Acabe usted—suplicó Lucía, divertida hasta lo sumo y ocupada en quitar a una mandarina su cubierta de papel de seda.

      —¿Lo digo, señorito Ignacio?

      Artegui se encogió de hombros. Sardiola, creyéndose autorizado, se explayó.

      —La señorita tiene cara de estar de buen humor siempre... y usted.., ¡Usted siempre está así, como si le hubiesen dado cañazo! En eso no emparejarían ustedes bien.

      Soltó Lucía la carcajada y miró a Artegui, que sonreía complaciente, lo cual aún la animó a reír más. El almuerzo prosiguió en el mismo tono cordial, alegrado por la charla de Sardiola, por el infantil regocijo de Lucía. Hasta la misma puerta del departamento les siguió el mozo cuando se volvieron a su coche; y a ser Lucía dueña de los brazos de Artegui, los hubiera echado al cuello de Sardiola, a tiempo que éste repetía, entornados los ojos y en el tono con que se reza, si se reza de veras:

      —La Virgen de Begoña vaya con usted, señorito..., que encuentre usted bien a doña Armanda.... Mándeme usted como si fuese un perro, un perro suyo.... Mire usted, que estoy aquí....

      —Bien, bien—dijo Artegui, vuelto ya a su displicente reserva.

      Rompió el tren a andar, y quedose Sardiola de pie en el andén, agitando la servilleta en señal de despedida, sin mudar de actitud hasta que el humo de la chimenea se borró en el horizonte. Lucía miraba a Artegui, y hervíanle las preguntas en los labios.

      —Mucho le quiere a usted ese pobre hombre—murmuró al fin.

      —He tenido la desgracia de hacerle un favor—contestó Ignacio—, y desde entonces....

      —¡Oiga! ¿A eso llama usted desgracia? Pues muy desgraciado está usted siendo desde esta mañana, porque me hizo usted cien favores ya.

      Sonriose Artegui de nuevo y miró a la niña.

      —No consiste la desgracia—dijo—en hacer el favor, sino en que se lo agradezcan a uno tanto.

      —Pues yo también padezco del achaque de Sardiola.... ¡y a mucha honra!—declaró Lucía—; ¡ya verá usted!

      —¡Bah!... ¡Sólo falta que también me salgan agradecidos sin causa!—respondió Artegui en el mismo tono festivo—. Pase aun cuando hay algún motivo, como con ese infeliz de Sardiola....

      —¿Qué hizo usted por él?—preguntó Lucía, incapaz de sellar sus labios preguntones.

      —Poca cosa: curarle una herida, bastante grave.

      —¿Aquella cicatriz que tiene que le cruza la mandíbula?

      —Justamente.

      —¿Es usted médico?

      —De afición.... Y por casualidad.

      Calló Artegui, y no osó inquirir más Lucía. El calor iba en aumento, más pegajoso cada vez. Parecía el día de otoño sofocante jornada estival, y el polvillo del carbón, disuelto en la candente atmósfera, ahogaba. Intrincábase el país, haciéndose cada vez más montañoso y quebrado. De cuando en cuando penetraban en un túnel, y entonces la obscuridad, el crujido fuerte del tren, un aire húmedo de subterráneo, colándose en el departamento, consolaban algo de la tórrida temperatura.

      Lucía se abanicaba con un periódico dispuesto por Artegui en forma de concha, y leves gotitas transparentes de sudor salpicaban su rosada nuca, sus sienes y su barbilla: de cuando en cuando las embebía con el pañuelo: los mechones del cabello, lacios, se pegaban a su frente. Desabrochose el cuello almidonado, se quitó la corbata, que la estrangulaba, y se recostó, dando indicios de gran desmadejamiento, en la esquina. A fin de refrescar un poco el interior, corrió Artegui las cortinillas todas ante los bajos vidrios, y una luz vaga y misteriosa, azulada, un sereno ambiente, formaban allí, algo de gruta submarina, añadiendo a la ilusión el ruido del tren, no muy distinto del mugir del Océano. Insensible al cálido día, Artegui levantaba la cortina un poco, se asomaba, miraba el país, los robledales, la sierra, los valles profundos. Una vez acertó a ver pintoresca romería. Fue rápido y fugaz el cuadro, pero no tanto que no distinguiese a la gente siguiendo el sendero angosto, escapulario al cuello, a pie o en carretas de bueyes, cubiertos con boina roja o azul los hombres, las mujeres tocadas con pañolitos blancos. Parecía el desfile la bajada de los pastores en un Nacimiento; el sol claro, alumbrando plenamente las figuras, les daba la crudeza de tonos de muñecos de barro pintado. Artegui llamó a Lucía, que alzando la cortina a su vez, echó el cuerpo fuera, hasta que una revuelta del camino y la rapidez del tren borraron el cuadro.

      Acontecía que los pícaros de los túneles se solazaban en taparles adrede los mejores puntos de vista de la ruta. Que aparecía un otero, risueño, un grupo de frondosos árboles, una amena vega, ¡paf! el túnel. Y se quedaban inmóviles


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