Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
del gran encausador Barbacana, se alzaría con el distrito, si no se llevaba el asunto a rajatabla y sin contemplaciones.
Quien conozca poco o mucho el mecanismo electoral no dudará que el gobernador hizo jugar el telégrafo para que sin pérdida de tiempo, y por más influencias que se atravesasen, fuese removido el juez de Cebre y las pocas hechuras de Barbacana que en el distrito restaban ya. Deseaba el gobernador triunfar en Cebre sin apelar a recursos extraordinarios y arbitrariedades de monta, pues sabía que, si no era probable que jamás se levantasen allí partidas, en cambio la sangre humana manchaba a menudo mesas y urnas electorales; pero la nueva combinación le obligaba a no reparar en medios y conferir al insigne Trampeta poderes ilimitados....
Mientras el secretario se prevenía, el abogado no se dormía en las pajas. La aceptación del señorito, al pronto, le había vuelto loco de contento. No tenía don Pedro ideas políticas, aun cuando se inclinaba al absolutismo, creyendo inocentemente que con él vendría el restablecimiento de cosas que lisonjeaban su orgullo de raza, como por ejemplo, los vínculos y mayorazgos; fuera de esto, inclinábase al escepticismo indiferente de los labriegos, y era incapaz de soñar, como el caballeresco hidalgo de Limioso, en la quijotada de entrar por la frontera del Miño a la cabeza de doscientos hombres. Mas a falta de pasión política, le impulsó a aceptar la diputación su vanidad. Él era la primera persona del país, la más importante, la de origen más ilustre: su familia, desde tiempo inmemorial, figuraba al frente de la nobleza comarcana; en esto hizo hincapié el Arcipreste de Loiro para convencerle de que le correspondía la representación del distrito. Primitivo no desarrolló mucha elocuencia para apoyar la demostración del Arcipreste: limitóse a decir, empleando un expresivo plural y cerrando el puño:
—Tenemos al país así.
Desde que corrió la noticia comenzó el señorito a sentirse halagado por la especie de pleito—homenaje que se presentaron a rendirle infinidad de personas, todo el señorío de los contornos, el clero casi unánime, y los muchos adictos y partidarios de Barbacana, capitaneados por este mismo. A don Pedro se le ensanchaba el pulmón. Bien entendía que Primitivo estaba entre bastidores; pero al fin y al cabo, el incensado era él. Mostró aquellos días gran cordialidad y humor excelente y campechano. Hizo caricias a su hija y ordenó se le pusiese un traje nuevo, con bordados, para que la viesen así las señoritas de Molende, que se proponían no contribuir con menos de cien votos al triunfo del representante de la aristocracia montañesa. Él también—porque los candidatos noveles tienen su época de cortejos en que rondan la diputación como se ronda a las muchachas, y se afeitan con esmero y tratan de lucir sus prendas físicas—cuidó algo más de su persona, lamentablemente desatendida desde el regreso a los Pazos, y como estaba entonces en el apogeo de su belleza, más bien masculina que varonil, las muñidoras electorales se ufanaban de enviar tan guapo mozo al Congreso. Por entonces, la pasión política sacaba partido hasta de la estatura, del color del pelo, de la edad.
Desde que empezó a hervir la olla, hubo en los Pazos mesa franca: se veía correr a Filomena y a Sabel por los salones adelante, llevando y trayendo bandejas con tostado jerez y bizcochos; oíase el retintín de las cucharillas en las tazas de café y el choque de los vasos. Abajo, en la cocina, Primitivo obsequiaba a sus gentes con vino del Borde y tarterones de bacalao, grandes fuentes de berzas y cerdo. A menudo se juntaban ambas mesas, la de abajo y la de arriba, y se discutía, y se reía y se contaban cuentos subidos de color, y se despellejaba a azadonazos—porque no cabe nombrar el escalpelo—a Trampeta y a los de su bando, removiendo entre risotadas, cigarros e interjecciones, el inmenso detritus de trampas mayores y menores en que descansaba la fortuna del secretario de Cebre.
—De esta vez—decía el cura de Boán, viejo terne y firme, que echaba fuego por los ojos y gozaba fama del mejor cazador del distrito después de Primitivo—, de esta vez los fastidiamos, ¡ quoniam !
Nucha no asistía a las sesiones del comité. Se presentaba únicamente cuando las visitas eran tales que lo requerían; atendía a suministrar las cosas indispensables para el perenne festín, pero huía de él. Tampoco Julián bajaba sino rara vez a las asambleas, y en ellas apenas descosía los labios, mereciendo por esto que el cura de Ulloa se ratificase en su opinión de que los capellanes atildados no sirven para nada de provecho. No obstante, apenas averiguó el comité que Julián tenía bonita letra cursiva, y ortografía asaz correcta, se echó mano de él para misivas de compromiso. Además, le cayó otra ocupación.
Sucedió que el Arcipreste de Loiro, que había conocido y tratado mucho a la señora doña Micaela, madre de don Pedro, quiso ver otra vez toda la casa, y también la capilla, donde algunas veces había dicho misa en vida de la difunta, que esté en gloria. Don Pedro se la mostró de mala gana, y el Arcipreste se escandalizó al entrar. Estaba la capilla casi a tejavana: la lluvia corría por el retablo abajo; las vestiduras de las imágenes parecían harapos; todo respiraba el mayor abandono, el frío y tristeza especial de las iglesias descuidadas. Julián ya se encontraba cansado de soltar indirectas al marqués sobre el estado lastimoso de la capilla, sin obtener resultado alguno; mas el asombro y las lamentaciones del Arcipreste arañaron en la vanidad del señor de Ulloa, y consideró que sería de buen efecto, en momentos tales, lavarle la cara, repararla un poco. Se retejó con bastante celeridad, y con la misma un pintor, pedido a Orense, pintó y doró el retablo y los altares laterales, de suerte que la capilla parecía otra, y don Pedro la enseñaba con orgullo a los curas, a los señoritos, a la caciquería barbacanesca. Sólo faltaba ya trajear decentemente a los santos y recoser ornatos y mantelillos. De esta faena se encargó Nucha, bajo la dirección de Julián. Con tal motivo, refugiados en la capilla solitaria, no llegaba hasta ellos el barullo del club electoral. Entre el capellán y la señorita desnudaban a San Pedro, peinaban los rizos de la Purísima, ribeteaban el sayal de San Antón, fregoteaban la aureola del Niño Jesús. Hasta la boeta de las ánimas del Purgatorio fue cuidadosamente lavada y barnizada de nuevo, y las ánimas en pelota, larguiruchas, acongojadas, rodeadas de llamas de almazarrón, salieron a luz en toda su edificante fealdad. Era semejante ocupación dulcísima para Julián: corrían las horas sin sentir en el callado recinto, que olía a pintura fresca y a espadaña traída por Nucha para adornar los altares; mientras armaba en un tallo de alambre una hoja de papel plateado o pasaba un paño húmedo por el vidrio de una urna, no necesitaba hablar: satisfacción interior y apacible le llenaba el alma. A veces Nucha no hacía más que mandar la maniobra, sentada en una silleta baja con su niña en brazos (no quería apartarla de sí un instante). Julián trabajaba por dos: tenía una escala y se encaramaba a lo más alto del retablo. No se atrevía a preguntar nada acerca de asuntos íntimos, ni a averiguar si la señorita había tenido con su esposo conversación decisiva respecto a Sabel; pero notaba el aire abatido, las denegridas ojeras, el frecuente suspirar de la esposa, y sacaba de estos indicios la natural consecuencia. Otros síntomas percibió que le acaloraron la fantasía, dándole no poco en qué cavilar. Nucha mostraba vehemente exaltación del cariño maternal de algún tiempo a esta parte. Apenas se separaba de la chiquita cuando, desasosegada e inquieta, salía a buscarla a ver qué le sucedía. En una ocasión, no encontrándola donde presumía, comenzó a exhalar gritos desgarradores, exclamando: «¡Me la roban!, ¡me la roban!». Por fortuna, el ama se acercaba ya trayendo a la pequeña en brazos. A veces la besaba con tal frenesí, que la criatura rompía en llanto. Otras se quedaba embelesada mirándola con dulce e inefable sonrisa, y entonces Julián recordaba siempre las imágenes de la Virgen Madre, atónita de su milagrosa maternidad. Mas los instantes de amor tranquilo eran breves, y continuos los de sobresalto y dolorosa ternura. No consentía a Perucho acercarse por allí. Su fisonomía se alteraba al divisar el niño; y éste, arrastrándose por el suelo, olvidando sus travesuras diabólicas, sus latrocinios, su afición al establo, se emboscaba a la entrada de la capilla para ver salir a la nena y hacerle mil garatusas, que ella pagaba con risas de querubín, con júbilo desatinado, con el impulso de todo su cuerpecillo proyectado hacia adelante, impaciente por lanzarse de brazos del ama a los de Perucho.
Un día notó Julián en Nucha algo más serio aún: no ya expresión de melancolía, sino hondo decaimiento físico y moral. Sus ojos se hallaban encendidos y abultados, como de haber llorado mucho tiempo seguido; su voz era desmayada y fatigosa; sus labios estaban resecos, tostados por la calentura y el insomnio. Allí no se veía ya la espina del dolor que lentamente va hincándose,