Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
cariñosas disposiciones, Perucho se entregó al placer de halagarla a su sabor. Ya le apoyaba un dedo en el carrillo, para provocarla a risa; ya remedaba a un lagarto, arrastrando la mano por el cuerpo de la nené arriba, e imitando los culebreos del rabo; ya se fingía encolerizado, espantaba los ojos, hinchaba los carrillos, cerraba los puños y resoplaba fieramente; ya, tomando a la nena en peso, la subía en alto y figuraba dejarla caer de golpe sobre las espigas. Por último, recelando cansarla, la cogió en brazos, se sentó a la turca, y comenzó a mecerla y arrullarla blandamente, con tanta suavidad, precaución y ternura como pudiera su propia madre.
¡Qué ganas, qué violentos antojos se le pasaban!... ¿De qué? En las veces que fue admitido a la intimidad de la habitación de Nucha y se le consintió aproximarse a la nené y vivir su vida, jamás osara hacerlo.... Miedo de que le riñesen o echasen; vago respeto religioso que se imponía a su alma de pilluelo diabólico; vergüenza; falta de costumbre de sus labios, que a nadie besaban; todo se unía para impedirle satisfacer una aspiración que él juzgaba ambiciosa y punto menos que sacrílega.... Pero ahora era dueño del tesoro; ahora la nené le pertenecía; la había ganado en buena lid, la poseía por derecho de conquista, ¡ese derecho que comprenden los mismos salvajes! Adelantó mucho el hocico, igual que si fuese a catar alguna golosina, y tocó la frente y los ojos de la pequeña.... Después desenvolvió lentamente los pliegues del mantón, y descubrió las piernas, calentitas como chicharrones, que apenas se vieron libres del envoltorio comenzaron a bailar, sacudiendo sus favoritas patadas de júbilo. Perucho alzó hasta la boca un pie, luego otro, y así alternando se pasó un rato regular; sus besos hacían cosquillas a la niña, que soltaba repentinas carcajadas y se quedaba luego muy seria; pero que en breve empezó a sentir el frío, y con la rapidez que revisten en los niños muy chicos los cambios de temperatura, los piececillos se le quedaron casi helados. Al punto lo advirtió Perucho, y echándoles repetidas veces el aliento, como había visto hacer a la vaca con sus recentales, los envolvió en mantillas y pañolón, y nuevamente llegó a sí a la criatura, meciéndola.
El más glorioso conquistador no aventajaba en orgullo y satisfacción a Perucho en tales momentos, cuando juzgaba evidente que había salvado a la nené de la degollación segura y puéstola a buen recaudo, donde nadie daría con ella. Ni un minuto recordó al duro y bronceado abuelo tendido allá junto al paredón.... A menudo se ve al niño, deshecho en lágrimas al pie del cadáver de su madre, consolarse con un juguete o un cartucho de dulces; quizás vuelvan más adelante la tristeza y el recuerdo, pero la impresión capital del dolor ya se ha borrado para siempre. Así Perucho. La ventura de poseer a su nené adorada, la prez de defender su vida, le distraían de los trágicos acontecimientos recientes. No se acordaba del abuelo, no, ni del trabucazo que lo había tumbado como él tumbaba las perdices.
Con todo, algo medroso y tétrico debía pesar sobre su imaginación, según el cuento que empezó a referir en voz hueca a la nené, lo mismo que si ella pudiese comprender lo que le hablaban. ¿De dónde procedía este cuento, variante de la leyenda del ogro? ¿Lo oiría Perucho en alguna velada junto al lar , mientras hilaban las viejas y pelaban castañas las mozas? ¿Sería creación de su mente excitada por los terrores de un día tan excepcional? «Una ves —empezaba el cuento—era un rey muy malo, muy galopín, que se comía la gente y las presonas vivas.... Este rey tenía una nené bunita bunita, como la frol de mayo... y pequeñita pequeñita como un grano de millo (maíz quería decir Perucho). Y el malo bribón del rey quería comerla, porque era el coco, y tenía una cara más fea, más fea que la del diaño ... (Perucho hacía horribles muecas a fin de expresar la fealdad extraordinaria del rey). Y una noche dijo él, dice: 'Heme de comer mañana por la mañanita trempano a la nené... así, así'. (Abría y cerraba la boca haciendo chocar las mandíbulas, como los papamoscas de las catedrales). Y había un pagarito sobre un árbole , y oyó al rey, y dijo, dice: 'Comer no la has de comer, coco feo.' ¿Y va y qué hace el pagarito ? Entra por la ventanita... y el rey estaba durmiendo. (Recostaba la cabeza en las espigas de maíz y roncaba estrepitosamente para representar el sueño del rey). Y va el pagarito y con el bico le saca un ojo, y el rey queda chosco . (Guiñaba el ojo izquierdo, mostrando cómo el rey se halló tuerto). Y el rey a despertar y a llorar, llorar, llorar (imitación de llanto) por su ojo, y el pagarito a se reír muy puesto en el árbole .... Y va y salta y dijo, dice: 'Si no comes a la nené y me la regalas, te doy el ojo...' Y va el rey y dice: 'Bueno...' Y va el pagarito y se casó con la nené, y estaba siempre cantando unas cosas muy preciosas, y tocando la gaita... (solo de este instrumento), y entré por una porta y salí por otra, ¡y manda el rey que te lo cuente otra vez!».
La nené no oyó el final del cuento.... La música de las palabras, que no le despertaban idea alguna, el haber vuelto a entrar en calor, la misma satisfacción de estar con su favorito, le trajeron insensiblemente el sueño anterior, y Perucho, al armar la algazara acostumbrada cuando terminan los cuentos de cocos, la vio con los ojos cerrados.... Acomodó lo mejor que pudo el lecho de espigas; llególe el mantón al rostro, como hacía Nucha, para que no se le enfriase el hociquito, y muy denodado y resuelto a hacer centinela, se arrimó a la puerta del hórreo, en una esquina, reclinándose en un montón de maíz. Pero fuese la inmovilidad, o el cansancio, o la reacción de tantas emociones consecutivas, también a él la cabeza le pesaba y se le entornaban los párpados. Se los frotó con los dedos, bostezó, luchó algunos minutos con el sueño invasor... Éste venció al cabo. Los dos ángeles refugiados en el hórreo dormían en paz.
Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho, veía el muchacho un animalazo de desmesurado grandor, bestión fiero que se acercaba a él rugiendo, bramando y dispuesto a zampárselo de un bocado o a deshacerlo de una uñada.... Se le erizó el cabello, le temblaron las carnes, y un sudor frío le empapó la sien.... ¡Qué monstruo tan espantoso! Ya se acerca..., ya cae sobre Perucho..., sus garras se hincan en las carnes del rapaz, su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que una roca inmensa.... El chiquillo abre los ojos....
Sofocada y furiosa, vociferando, moliéndolo a su sabor a pescozones y cachetes, arrancándole el rizado pelo y pateándolo, estaba el ama, más enorme, más brutal que nunca. No hay que omitir que Perucho se condujo como un héroe. Bajando la cabeza, se atravesó en la entrada del hórreo, y por espacio de algunos minutos defendió su presa haciéndole muralla con el cuerpo.... Pero el enorme volumen del ama pesó sobre él y lo redujo a la inacción, comprimiéndolo y paralizándolo. Cuando el mísero chiquillo, medio ahogado, se sintió libre de aquella estatua de plomo que a poco más le convierte en oblea, miró hacia atrás.... La niña había desaparecido. Perucho no olvidará nunca el desesperado llanto que derramó por más de media hora revolcándose entre las espigas.
—XXIX—
Tampoco Julián olvidará el día en que ocurrieron acontecimientos tan extraordinarios; día dramático entre todos los de su existencia, en que le sucedió lo que no pudo imaginar jamás: verse acusado, por un marido, de inteligencias culpables con su mujer, por un marido que se quejaba de ultrajes mortales, que le amenazaba, que le expulsaba de su casa ignominiosamente y para siempre; y ver a la infeliz señorita, a la verdaderamente ofendida esposa, impotente para desmentir la ridícula y horrenda calumnia. ¿Y qué sería si hubiesen realizado su plan de fuga al día siguiente? ¡Entonces sí que tendrían que bajar la cabeza, darse por convictos!... ¡Y decir que cinco minutos antes no se les prevenía siquiera la posibilidad de que don Pedro y el mundo lo interpretasen así!
No, no lo olvidará Julián. No olvidará aquellas inesperadas tribulaciones, el valor repentino y ni aun de él mismo sospechado que desplegó en momentos tan críticos para arrojar a la faz del marido cuanto le hervía en el alma, la reprobación, la indignación contenida por su habitual timidez; el reto provocado por el bárbaro insulto; los calificativos terribles que acudían por vez primera a su boca, avezada únicamente a palabras de paz; el emplazamiento de hombre a hombre que lanzó al salir de la capilla.... No olvidará, no, la escena terrible, por muchos años que pesen sobre sus hombros y por muchas canas que le enfríen las sienes. Ni olvidará tampoco su partida precipitada, sin dar tiempo a recoger el equipaje; cómo ensilló con sus propias inexpertas manos la yegua; cómo, desplegando una maestría