Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Tenemos aquí lo que se llama un naife, o sea un diamante en bruto… y ¿quién sabe si vale más así? Se me figura que me hace doble gracia de esta manera; que sí señor… ¡Ah! Sencillez, carácter primitivo y campestre, comercio exclusivo con la madre naturaleza, su única maestra y su única protectora… Cargue el diablo con todo eso que está uno harto de ver por ahí: muñecas emperejiladas y vestidas según las cursilerías de La Moda Elegante, juguetes automáticos que tocan la Rapsodia Húngara entreverada de pifias… Luego dicen que tiene mucha ejecución… ¡Ejecución! ¡Qué más ejecución que la que hacen ellas del arte!… Muñecas que todas ríen como por resorte… que andan igual que si les tirasen de un hilito… que para fingirse cándidas ponen cara de tontas en las zarzuelas donde hay frases de doble sentido… que van a misa por rutina y por ver al novio, y a paseo para que rabie la amiguita si tienen gala que estrenar… Muñecas a quienes les han enseñado que es punto de honra no enterrarse con palma, y cargan con el primer marido que les sale… y después…

      Aquí se agolparon a la memoria de Gabriel los recuerdos, y varias gallardas siluetas de pecadoras cruzaron por entre las tinieblas del dormitorio.

      —¡Qué antipática me es —prosiguió Gabriel haciendo calendarios— la mentira, la convención social! Convengamos en que hace falta, bueno… ¿Cómo se sostendría sin ella este edificio caduco, apuntalado por unas partes, carcomido por otras, remendado aquí y recompuesto acullá? ¿Esta sociedad que parece un monumento mal restaurado, donde se amontonan hibridaciones de todos los estilos y mescolanzas de todos los órdenes… aquí una portada románica, luego un frontón dórico, después una techumbre de hierro a la moderna… ? Aquí se tropieza usted con una preocupación procedente de Chindasvinto… más allá una idea general que difundió algún apólogo traído del Oriente por un cortesano de… ¡sabe Dios!, de un califa cualquiera o del rey que rabió por gachas… y otra que ya se remontará a los iberos primitivos… y otra que la esparció ayer el estúpido artículo de fondo de un periódico político… Y ajústese usted a esta… y a aquella… y a la otra… y a la de más allá… Verdad es que todo hace falta para reprimir la bestialidad humana… A no ser por eso… ¡crac!

      Encontrando caliente ya el lado a que se había tendido, volviose Gabriel del opuesto; y sin duda este cambio le sugirió ideas revolucionarias, porque pensó:

      —¡Valiente estafermo está la sociedad actual! Aunque la volasen con dinamita…

      Pero el rincón frío y agradable que halló hubo de inspirarle doctrinas conservadoras, y murmuró metiendo el brazo bajo la almohada, postura que era en él habitual:

      —Paciencia, Gabriel… Ningún hombre es tiempo; al tiempo corresponde esa obra histórica, si es que algún día ha de realizarse y no estamos sentenciados a rodar siempre el mismo peñasco, nosotros y los que vengan detrás… Calculemos que todo se lo lleva Pateta; ¿y qué ponemos allí, en el sitio de lo que desbaratamos? Verdad que si reparásemos en pelillos, no habría adelanto ni progreso desde que el mundo es mundo… No habría evolución… ¿O sí la habría; qué diablo? La evolución es fatal, y no está en nuestra mano precipitarla ni estorbarla… ¿Puedo yo impedir que ahora se cumplan perfectamente en mi cuerpo leyes fisiológicas y biológicas? ¡Cáspita, estoy hecho un pedante; si me oyesen en el Círculo! Me llamarían chiflado otra vez. Bueno; en resumen; la niña es una perla sin engarce… y yo debo tratar de dormirme.

      Dejose oír en este momento la estridente trompetilla de un cínife, que guiado por el instinto venía, sonando su guerrera tocata, a caer sobre la víctima, suponiéndola aletargada e inerme.

      —La evolución sin lucha… Sin lucha, es una utopía. Quizás la lucha misma, el combate de todos contra todos, es la única clave del misterio… Lo que dice muy bien Darwin en…

      El cínife, elevando su clarín bélico a las más altas notas, descendía raudamente sobre el pensador, a quien creía dormido… Gabriel sintió un roce suave en la mejilla; luego le clavaron como una punta de aguja, candente y finísima. Aunque empapado en ideas raras, semibudistas, acerca del deber que tiene el hombre de no hacer sufrir al más pequeño avechucho el más insignificante dolor, Gabriel, después de diez segundos de astuta inmovilidad, alzó quedamente la mano, se descargó un lapo bien calculado, con alevosía y ensañamiento, en el carrillo, y despachurró al músico chupón.

      Como si la leve sajadura del bisturí del insecto le hubiese inoculado a Gabriel algún amoroso filtro, dio al punto vuelta hacia el mismo lado que acababa de dejar, y empezaron a fatigarle mil tiernos pensamientos relativos a su sobrina.

      —¿Me querrá algún día, de verdad, con toda su alma? Si la saco de este purgatorio, si le hago conocer la vida de las gentes racionales, si le enseño a gustar de la música y de las artes, si la restituyo a su verdadera clase social… , al gobierno soberano de su casa, que hoy rige una fregona… y además le ofrezco muchísimo cariño, mucha amabilidad, para que no se haga cargo ella de la diferencia de edades… que la hay, que la hay, no vale decir que no… y menuda… Si juego con ella como con una chiquilla… si le otorgo mi confianza, como a una compañera… Me… me querrá del modo que… La sentiré palpitar… así… azorada… turbada… embriagada… con esa mezcla de vergüenza y transporte… que… ¡Cosa más dulce!

      Aquí los recuerdos acudieron en tropel a la imaginación del artillero, escudándose traidoramente con la oscuridad y el absoluto silencio que había seguido a la muerte del cínife. Gabriel se volvió dos o tres veces de babor a estribor en la cama, al mismo tiempo que se le incrustaba en la mente esta idea desconsoladora:

      —Adiós… Me he despabilado. Ya no pego ojo en toda la noche.

      Trató de poner coto a la desenfrenada fantasía. —A dormir, a dormir —dijo casi en alto, con la resolución más firme. Eligió postura nueva; apretó los párpados; se sepultó más en la almohada, y aunque sintiendo dentro el mosconeo confuso de sus cavilaciones, procuró fijarse en un solo pensamiento, porque sabía que así como la contemplación invariable de un punto brillante produce el hipnotismo, la fijeza de una idea calma y adormece.

      Pronto se le apaciguó la efervescencia mental; pero en cambio, cuanto más se sosegaba la tempestad de las ideas, más se le iban afinando y complicando las percepciones de tres sentidos corporales: el oído, el olfato y el tacto. ¡El oído sobre todo! Era cosa asombrosa la de ruidos microscópicos que empezaron a destacarse del aparente silencio: carcomas que roían el entarimado de la cama; sutiles trotadas de ratones allá muy alto, sobre las vigas del techo; chasquidos de la madera de los muebles; orfeones enteros de mosquitos; solos de bajo de moscones; y por último, hondo rumor, como de resaca, de las propias arterias de Gabriel; del torrente circulatorio en las válvulas del corazón; de las sienes, de los pulsos. Al olfato llegaba el olor de resina seca del antiguo barniz del lecho; el vaho animal del plumoncillo de la almohada; el vago aroma de lejía y el sano tufo de plancha de las sábanas; el rastro que en la atmósfera había quedado al extinguirse la última centella del pábilo de la vela; y un perfume general de campo, de mentas, de mies segada, de brona caliente, un olor a montañesa joven, que lejos de ser sedante para Gabriel, le atirantaba más los nervios. El tacto… ¿Quién no conoce esa desazón de la epidermis, primero imperceptible cosquilleo superficial, luego sensación insoportable de que nos corren por encima mil insectos, y advertimos el roce de sus dentadas patitas y de su cuerpo menudísimo, al cual el nuestro sirve de hipódromo… ? Para producir esta molestia feroz sobra en verano la inflamación de la sangre que el calor ocasiona; si a ella se añaden las travesuras de algún parásito real y efectivo, de las cuales no preserva a veces ni la mayor pulcritud y aseo, es cosa de volverse loco.

      Parece que en la oscuridad y quietud de la cama se centuplican las incomodidades, y todo se abulta y transforma. A Gabriel le sucedía así. El roer de la polilla ya le parecía el de una rata gigantesca; y las corridas de las ratas, cargas de caballería a galope tendido. Los concertantes de mosquitos eran coros humanos, de esos en que toma parte una gran masa coral; los chasquidos del maderamen, crujir formidable de techo que se desploma; su propia respiración, el movimiento de enorme fuelle de fragua; y el curso de su sangre, impetuosa carrera de torrente aprisionado entre dos montañas, o ímpetu atronador de huracán encajonado en algún


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