Estetópolis. Jesús David Girado Sierra

Estetópolis - Jesús David Girado Sierra


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un concepto-metáfora con el que se trata de condensar realidades o encapsular descripciones. La ciudad es una metáfora de la complejidad, porque, precisamente, es por antonomasia el receptáculo de diversas dinámicas globales, de índole económica, política y social, y, por tanto, lugar por excelencia de la glocalización (que pone en evidencia cómo lo global se hace local, al tiempo que lo global solo es transformado desde lo local). La ciudad es convergencia de un sinfín de problemas, como el desempleo, la inmigración, los trastornos psicológicos y psiquiátricos, la segregación social y demás; pero también es, en general, la cuna de grandes crisis e ideas transformadoras. Podría, incluso, ser definida apelando a la clave de lectura del materialismo cultural (Harris, 1987), como ese lugar donde acontecen de forma asombrosa la infraestructura o los mecanismos y las relaciones de producción (y de explotación), la estructura o la operatividad de las instituciones que intentan poseer control sobre las múltiples dinámicas sociales, políticas, económicas y culturales, y la supraestructura en tanto constructo ideológico-jurídico, estético y simbólico-religioso. La ciudad como metáfora de la complejidad habla de ese inquietante lugar donde, entre lo público y lo privado, se vive el drama y la comedia de la vida humana, en universos simbólicos que, en muchos casos, se convierten en codificaciones cerradas o en medios de reconocimiento más que de conocimiento (Augé, 2000, p. 39).

      Ahora bien, detenerse a analizar la ciudad y no solo el campo se justifica una vez se piensa cómo desde esta se controla el destino de lo rural; por eso, no es extraño ver campesinos que protestan en las ciudades, porque en ellas se administran, incluso, esos lugares-proveedores, frente a los cuales hay una absoluta indiferencia por parte de los urbanitas, quienes, con desvergonzada ingenuidad, creen que la ciudad es un territorio completamente autosostenible y que, por ende, no se requiere ninguna dependencia de las zonas rurales, a las que se les ve como una oferta de descanso o meros salvavidas territoriales frente al desproporcionado crecimiento demográfico y arquitectónico de la ciudad. Acertaba Lefebvre (1976) al analizar la relación de la ciudad con el campo:

      Lo cierto es que la producción agrícola se transforma en un sector de la producción industrial, subordinada a sus imperativos y sometida a sus exigencias. El crecimiento económico, la industrialización, al mismo tiempo causas y razones últimas, extienden su influencia sobre el conjunto de territorios, regiones, naciones y continentes. Resultado: la aglomeración tradicional propia de la vida campesina, es decir, la aldea, se transforma; se produce su integración a la industria y en el consumo de los productos de dicha industria. La concentración de la población se realiza al mismo tiempo que la de los medios de producción. El tejido urbano no se entiende, de manera estrecha, como la parte construida de las ciudades, sino el conjunto de manifestaciones del predominio de la ciudad sobre el campo. Desde esta perspectiva, una residencia secundaria, una autopista, un supermercado en pleno campo forman parte del tejido urbano. (pp. 9-10)

      En efecto, acudiendo a un asombroso recuento que hace el mismo Lefebvre (1976, pp. 13-17) por la historia2 de la ciudad, es menester mencionar que esta nace, frente a la vida aldeana, como un propósito político, como una forma de organización avanzada que intenta diferenciarse de la organización campesina conformada, en general, por lazos de consanguinidad; esta ciudad política era habitada por los monarcas, nobles, líderes espirituales y militares, de lo que se infiere que este tipo de ciudad supone dinámicas basadas en el poder, el texto y los ideales de orden, y así se diferencia de la vida en el campo, anclada en la labor y la supervivencia. Ahora bien, a pesar de la resistencia3 de la ciudad política ante el comercio, termina cediendo terreno ante el surgimiento paulatino de la ciudad mercantil, la cual no solo trae consigo una reestructuración de las formas arquitectónicas, sino también de la función, los habitantes y la vida misma de la ciudad; de hecho, “la ciudad ya no se considera a sí misma, ni tampoco por los demás, como una isla urbana en el océano rural; ya no se considera como una paradoja, monstruo, infierno o paraíso, enfrentada a la naturaleza aldeana o campesina” (Lefebvre, 1976, p. 18), ahora el habitante de la zona rural produce para esta ciudad mercantil, que lo seduce con la ilusión de la riqueza o de la libertad económica. Eventualmente surgiría la ciudad industrial, debido a que la industria ve en las ciudades no solo un mercado, sino también a los inversionistas y, por su puesto, a la mano de obra barata.

      Este sucinto recorrido histórico de la ciudad confirma cómo es que esta se ha venido complejificando, no solo cuando se da el paso de lo rural a lo mercantil, sino también cuando se constata un deslizamiento de la dinámica social, de lo industrial a la sociedad del conocimiento y el hiperconsumo.

      Ahora bien, tomarse el tiempo para pensar este epicentro de relaciones, luchas, problemas y esperanzas es darse la oportunidad de adentrarse en una fascinante maraña de realidades y narrativas que obligan a considerar que la ciudad es el resultado de la aventura humana, es una conquista, un mito o el símbolo del atrevimiento, tal como sostiene Borja (2003):

      Una aventura y una conquista de la humanidad, nunca plena del todo, nunca definitiva. El mito de la ciudad es prometeico, la conquista del fuego, de la independencia respecto a la naturaleza. La ciudad es el desafío a los dioses, la torre de Babel, la mezcla de lenguas y culturas, de oficios y de ideas. La “Babilonia”, la “gran prostituta” de las Escrituras, la ira de los dioses, de los poderosos y de sus servidores, frente al escándalo de los que pretenden construir un espacio de libertad y de igualdad. La ciudad es el nacimiento de la historia, el olvido del olvido, el espacio que contiene el tiempo, la espera con esperanza. Con la ciudad nace la historia, la historia como hazaña de la libertad. Una libertad que hay que conquistar frente a unos dioses y una naturaleza que no se resignan, que acechan siempre con fundamentalismos excluyentes y con cataclismos destructores. Una ciudad que se conquista colectiva e individualmente frente a los que se apropian privadamente de la ciudad o de sus zonas principales. (pp. 25-26)

      En este sentido, considerar la ciudad como metáfora de la complejidad es negarse a reducirla a simple figura político-administrativa o entidad jurídica, dado que el pólemos parece ser, si no el corazón, una característica evidente de la ciudad; de ahí que en ella converjan desde conductas legales e ilegales hasta contradicciones no solo emocionales sino también ideológicas entre individuos, entre colectivos y entre sujetos e instituciones. La ciudad es tan compleja que, a pesar de ser una realidad histórico-geográfica, sociocultural y sociopolítica, desborda estas categorías y reclama cada vez mejores claves de lectura para comprender sus dinámicas. Ya lo decía Borja (2003): “La ciudad es —y es un tópico pero no por ello banal o falso—, la realización humana más compleja, la producción cultural más significante que hemos recibido de la historia” (p. 26). Incluso si se hiciera una alusión al humanismo renacentista, habría que pensar la ciudad como la máxima expresión de la libertad humana, como el símbolo del poder creador-ordenador de los hombres y como lugar del pólemos, la fricción, el conflicto y la violencia. La ciudad es compleja porque es heterogénea; muy a pesar de los intentos de homogeneizarla o de convertirla en objeto de lo que Sassen (2004) llama “fascismo urbano” o formas de expulsar, reprimir y anular violentamente a quienes intentan manifestar su inconformismo o reclamar un cambio social.

      Por otro lado, es posible ver la complejidad en el habitar la ciudad cuando se descubre que en esta se vive inexorablemente entre lugares, dominios, espacios4 o no lugares. Augé (2000) ayuda a comprender esto cuando aclara que, “si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar” (p. 83). Así, cuando se habla de la ciudad se habla de lugares (la clínica donde se nace y el hospital donde se muere, los edificios, las calles o los parques); pero también se habla de no lugares y de espacios como referentes de prácticas discursivas que no son “lugares antropológicos” o dominios; por ejemplo, cuando se habla de espacio público en alusión a algo que va más allá del dominio territorial:

      Negamos la consideración de espacio público como un suelo con un uso especializado, no se sabe si verde o gris, si es para circular o para estar, para vender o para comprar, cualificado únicamente por ser de “dominio público” aunque sea a la vez un espacio residual o vacío. Es la ciudad en su conjunto la que merece la consideración de espacio público […] espacio funcional polivalente que relacione todo con todo, que ordene las relaciones entre los elementos construidos


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